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La expropiación de la vida y la esperanza


Carmensa y su hija Matilde esperaban en la sala adjunta a la oficina del jefe de urbanismo. 

La notificación de expropiación para montar un gran centro comercial de una multinacional francesa les había llegado hacía dos semanas. 

La anciana propietaria de la vieja casita canaria del siglo XVII, en la vega agrícola de Tamaraceite, sufrió una subida de tensión cuando llegó el notificador municipal, tuvo que ser ingresada en el Hospital Doctor Negrín, no imaginaba que aquel ayuntamiento, ahora gobernado por el PP, le fuera a quitar la casa de sus antepasados, donde pasó toda su infancia y juventud, toda su vida.

Habían recurrido gracias al abogado de la PAH, pero no había salida, incluso fueron al despacho del constructor y promotor de la obra, un personaje sin escrúpulos nacido en Gran Canaria, pero vecino de Tenerife. 

El gordo y sudoroso pocero semi analfabeto las recibió después de esperarlo casi cinco horas, tenía una gran foto del general Franco presidiendo su despacho, junto con otros portarretratos sobre la mesa con el alcalde Las Palmas de Gran Canaria, con el rey de España en una lujosa recepción, además de una con el ministro de industria y energía, un canario traidor a su pueblo, promotor de la extracción de petróleo en los valiosos mares de aquel archipiélago desafortunado, repleto de miseria, desempleo y hambre infantil.

El especulador casi no les dio tiempo a hablar: 

“¿Qué coño quieren? Ya saben que la legalidad me ampara y que esta obra es de interés general”. 

Las dos mujeres con lagrimas en los ojos le rogaron que nos les quitara su casa, que no tenían donde ir, pero el corrupto solo esbozó una sonrisa:

 “Es lo que hay señoras, primero lo primero”.

Matilde solo alcanzó a decirle, mientras las desalojaban dos gorilas enchaquetados y con gafas negras: “¡Maldito hijo de puta! ¡Ladrón! ¡Asesino!”, para en unos pocos segundos verse solas y abrazadas en las calles de Santa Cruz, tristes, desesperadas, abocadas a un futuro negro sin dinero, sin casa, sin esperanza, de camino para el ferri de Armas que las llevaría de vuelta a Gran Canaria.

La secretaria del jefe de urbanismo les dijo que ya podían pasar, aquel hombre con acento peninsular, que en todo momento las trató con amabilidad, pero sin darles ninguna esperanza de solución, insistiendo en que el inminente desalojo y la pérdida de su vivienda sería a precio de catastro, que buscaran otro lugar donde vivir, que quitaran los animales cuanto antes, ya que las excavadoras demolerían la casa en menos de diez días.

Carmensa le habló de sus cabras, de los conejos, de la hurona de su nieto, de los cuatro perros podencos, que no tenían donde llevarlos. 

La abogada de la concejalía, una joven muy bien vestida, presente en la mesa de reunión, les comentó algo sobre el Albergue de Animales de Bañaderos, que llamaran allí que seguro se los llevarían ipso facto.

Las dos mujeres abrumadas salieron hacia la estación de guaguas de San Telmo, no había más que hablar, tenían que atravesar la calle Tomás Morales repleta de estudiantes. 

Carmensa le dijo que se sentía un poco mareada, que pararan a tomarse una infusión en un viejo bar cerquita de la Plaza del Obelisco. 

Allí se sentaron destrozadas y fue cuando la anciana muy emocionada, llorando sin llorar, le desveló los nombres de los falangistas que habían asesinado a su padre, a su tío Carmelo Afonso, la noche que se los llevaron de aquella misma casa a punto de ser derruida, cuando vinieron junto al guardia municipal Pernía, el joven Santo, Eufemiano, Penichet, Leacock y varios más, todos vestidos de azul, de algunos no recordaba el nombre, solo la inmensa rabia y el odio en sus ojos, cuando de madrugada sacaron a los dos campesinos anarquistas a patadas y puñetazos. Matilde la miraba alucinada, nunca le había contado con tanto detalle lo que sucedió aquel 29 de agosto de 1.936. 

La pobre vieja solo tenía siete años, pero todo estaba grabado en su mente, aquel terror inmenso, los hombres armados, los golpes e insultos: “Rojos de mierda, vamos directos pa la sima volcánica de Los Giles”.

La hija de Carmensa no entendía porque justo aquel día había decidido contarle todo aquello, pero la anciana, ante el vasito de tila y la pastilla de la tensión, la miró fijamente: 

“Sabes mi niña, son los mismos, los mismos que mataron a tu padre, a tu tío Carmelo, ahora nos roban nuestra casa, lo poco que tenemos, como ya hicieron cuando la guerra, lo que ahora querida son constructores, políticos de la derecha, jueces, abogados, que lo único que han hecho es cambiarse el uniforme azul por corbatas de colores, trajes caros, cochazos de lujo, pero son los mismos, los mismos criminales mi hija”.

Las dos se quedaron un rato calladas mirándose, en sus ojos navegaron miles de recuerdos, los momentos felices, aquellas tardes de asadero, vino de la tierra, guitarras y timples, isas y folías rodeadas de perros juguetones, chiquillos, vecinos y familiares. 

La casa ahora iba a desaparecer, como un universo que estalla, un espacio de amor para el olvido, unos recuerdos tiroteados desde fusiles traidores, un pelotón de fusilamiento, una brigada del amanecer elegida en unas corruptas elecciones, una banda organizada de caciques, militares sediciosos y sanguinarios requetés disfrazados de demócratas de toda la vida, que se adueñaban de nuevo de sus vidas, de aquella felicidad ahora encadenada a los intereses de la mafia política, la misma oligarquía asesina que había llenado de dolor y sangre sus vidas, venía de nuevo a reclamar lo que siempre creyeron que les pertenecía.

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