Pablo Gonzalez

Combatientes ilegales y prisioneros de guerra



Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens//

[El intercambio de prisioneros] abre un tema que hemos dejado de lado durante 10 años, que dice que parte de los que hemos encarcelados podrían tener derecho a algunas de las protecciones de Ginebra. (Eugene Fidell, citado en The Daily Beast, 2 de junio de 2014)

Inicialmente, apenas llegó a la superficie de la discusión política estadounidense, pero el lenguaje insistente del Secretario de Defensa de EE.UU., Chuck Hagel, de que había tenido lugar un intercambio de prisioneros en relación con el sargento Bowe Bergdahl, fue algo como una pequeña revolución.

 “El sargento Bergdahl es un sargento en el Ejército de EE.UU. Era un prisionero de guerra. Esto fue un intercambio de prisioneros… De nuevo os recuerdo que se trató de un intercambio de prisioneros de guerra.”

Fue dejado muy en claro en el intercambio, mediado entre funcionarios estadounidenses y cataríes con los secuestradores talibanes, que Bergdahl sería libertado a cambio de cinco aguerridos combatientes talibanes. Bergdahl había sido supuestamente capturado por miembros de la red Haqqani que operaban en la región fronteriza entre Afganistán y Pakistán el 30 de junio de 2009.

 La Consejera Nacional de Seguridad, Susan Rice, reiteró que “No era simplemente un rehén. Era un prisionero de guerra.”

Una acción semejante sugirió que la actual insurgencia es, de hecho, un estado de guerra. No es que haya sido alguna vez declarada, ni que sea alguna vez reconocida como tal.

 Las declaraciones de guerra tienen que ver con rancios códigos caballerescos y textos de derecho internacional del Siglo XVIII. Los Estados modernos prefieren una violenta molestia a un anuncio, ataques progresivos a ruidosas proclamaciones antes de disparar sus armas.

Todo el debate ha sido refundido con el del terrorismo, la posición perversamente miope adoptada por el gobierno de Bush cuando decidió que castigar a los talibanes por su errónea hospitalidad hacia al Qaida era el camino hacia una venganza justificada. 

El argumento presentado por diversos asesores legales a la Casa Blanca, notablemente John Yoo, fue que las Leyes de Conflicto Armado establecen una distinción entre combatientes legales e ilegales.

 Los primeros poseen una autoridad gubernamental formal para participar en hostilidades; los últimos no la poseen, por lo tanto son considerados forajidos involucrados en la ruptura de las reglas del derecho internacional.

En un trabajo como co-autor para el Virginia Journal of International Law, Yoo argumentó que: “Miembros de al Qaida y de la milicia de los talibanes han decidido combatir en flagrante desdeño por las leyes del conflicto armados y, por lo tanto, son combatientes ilegales que no tienen derecho al estatus legal de prisioneros de guerra según las Convenciones de Ginebra”.

Los motivos para evadir el Artículo 4 de la Convención de Ginebra relevante al estatus de Prisionero de Guerra no fueron solo totalmente maquiavélicos. Algunos parecían haber sido tomados de una conversación entre medio borrachos después de una cena.

 El secretario de prensa de la Casa Blanca de Bush, Ari Fleischer, mostró en febrero de 2002 por qué todo presidente hecho un lío merece empleados en la misma condición. Para empezar, temía que un estipendio mensual tendría que ser pagado por el tesoro de EE.UU. si se aplicaba el temido artículo. Luego apareció algo mucho más serio. 

“El gobierno de EE.UU. se vería obligado a dar a los detenidos de al Qaida o de los talibanes, a los terroristas de al Qaida en Guantánamo, instrumentos musicales”.

Es Fleischer haciéndose el arrogante idiota y un pésimo cómico. Podría haber sido informado antes de la reunión de que los talibanes y diversos militantes de al Qaida han librado, como lo siguen haciendo, una campaña contra la música y los músicos. Dadles un instrumento musical, y probablemente buscarán un fusil.

La designación, oficialmente aceptada por el gobierno de Bush, para los talibanes y combatientes de al Qaida, era demasiado ingeniosa, colocando arbitrariamente a cierto grupo de combatientes fuera del marco de las Convenciones de Ginebra (1949). 

Esto, a pesar del principio esencial de las cuatro convenciones, y sus protocolos adicionales de 1977 que dejan en claro que toda persona en manos enemigas tiene que tener un cierto estatus en el derecho internacional – el de prisionero de guerra o el de no combatiente.

Algunos han argumentado que combatientes ilegales como término es un nombre inapropiado susceptible de abuso.

 Es verdad que se hace alguna distinción entre combatientes terroristas que andan de puntillas alrededor de los fundamentos del derecho internacional para implementar su programa, y soldados de autoridad vestidos de uniformes estándar que matan o son muertos mediante reglas de enfrentamiento más aceptables. 

Según René Värk, sin embargo, esto “no significa que ellos [combatientes ilegales] estén completamente fuera de la protección del derecho internacional humanitario” (Juridica International, vol X, 2005).

El truco semántico, ofrecido como la cabeza de Juan Bautista a Salomé y Herodes, colocó a los gobiernos de Bush y Obama en un aprieto. Se puede negociar con autoridades oficiales con los que se está en guerra. 

No se puede, según la política antigua, negociar con los que están embreados con la brocha terrorista.

 Esta posición estática ha llevado naturalmente a una serie de perversiones diplomáticos, la última de las cuales es el intercambio de Bergdahl. Lo que acaba de tener lugar sugiere que los terroristas pueden, de hecho, ser prisioneros de guerra.

El informe legal debiera decir simplemente, en toda su claridad, que el gobierno de Obama se enfrenta a un enemigo rehabilitado, que ha sido aderezado y reanimado por el cuerpo contradictorio que son las Convenciones de Ginebra.

 En cuanto a los cinco años de cautividad de Bergdahl, señala Josh Rogin de The Daily Beast (2 de junio): “la política nunca fue utilizar [prisionero de guerra] para el soldado desaparecido y ahora los expertos también puedan comenzar a calificar a sus soldados capturados de ‘prisioneros de guerra’”.

 Esto ya está enviando escalofríos por el cable político. ¿Se equivocaron esas águilas políticas?

El representante republicano, Mike Rogers, presidente del Comité Permanente Selecto sobre Inteligencia de la Cámara, se complació en adoptar la línea dogmática al hablar pestes del intercambio. “Se envía un mensaje a todo grupo de al Qaida al decir que un rehén tiene un cierto valor que no tenía antes”. 

Comentaristas conservadores como Wesley Pruden, quien escribe para The Washington Times, argumenta que Obama “parece determinado a vaciar la prisión de la Bahía de Guantánamo a un ritmo de cinco héroes islámicos a la vez, si solo puede encontrar suficientes prisioneros de guerra estadounidenses para realizar los intercambios”.

La enfermedad patriótica (para comentaristas en lugar del sargento) se ha manifestado, encontrando en Bergdahl un personaje que se sintió inseguro cuando descubrió que los objetivos del país de la libertad eran más frágiles que lo se había asumido para comenzar.

 Al escribir a casa, dijo que el comandante de su batallón era “un imbécil engreído”, y que “el horror que es EE.UU. es repugnante”. Para lo que están preocupados por este intercambio, ni los talibanes, ni Bergdahl, debieran ser legitimados.

Las implicaciones más amplias de la admisión del gobierno de Obama es irritante para todo el aparato extrajudicial que sigue plagando la política de seguridad de EE.UU. 

Los combatientes talibanes tendrán derecho a exigir protecciones realzadas según las Convenciones de Ginebra. Incluso podrían, ¡que Dios nos proteja!, recibir un estipendio. 

La premisa misma de la existencia de Guantánamo, esa gran llaga en el paisaje de la jurisprudencia estadounidense, será aún más menoscabada.

El docor Binoy Kampmark fue becado de la Comunidad Británica de Naciones en Selwyn College, Cambridge. Da clases en RMIT University, Melbourne. 


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