El siguiente artículo es un texto original del escritor, crítico literario y profesor de filosofía de la Comunidad de Madrid Rafael Narbona, publicado originalmente en su blog rafaelnarbona.es
Por su calidad, y por el importantísimo mensaje que traslada, hemos decidido publicarlo en la portada de laRepublica.es. Recomendamos encarecidamente a todos nuestros usuarios su lectura.
Felipe González, Angela Merkel, Sarkozy, Rodríguez Zapatero y otros políticos de relumbrón celebraron el asesinato extrajudicial de Osama Bin Laden.
Ningún juez se planteó que sus obscenas manifestaciones de alegría por una ejecución ilegal constituyeran apología del terrorismo.
En Estados Unidos, la gente se echó a la calle, festejando la noticia. Al igual que la periodista iraní Nazanín Armanian, siempre he sospechado que la muerte de Osama Bin Laden solo fue una escenificación teatral y no un hecho real.
Se mató a un Fantasma que simbolizaba el mayor desafío contra Estados Unidos.
Se justificó de paso un agresivo militarismo que ha destruido Oriente Medio y que mantiene un peligroso pulso con Rusia por el control de Eurasia, después de provocar la desestabilización de Ucrania.
Al margen de las teorías conspiratorias, son muchos los argumentos que incitan a dudar sobre la verdadera autoría del 11-S.
Aunque haya caído en el olvido, la masacre que se produjo el 27 de mayo de 1992 en el mercado de Sarajevo se atribuyó a los serbios y sirvió para obtener el visto bueno de la ONU para que la OTAN bombardeara la antigua Yugoslavia, destruyendo hospitales, escuelas, fábricas vías fluviales y puentes. Con el pretexto de una intervención humanitaria, Estados Unidos desmanteló un país socialista no alineado, convirtiendo Kosovo en un protectorado.
Detrás de una mentira, siempre hay un interés oculto.
La demonización de los serbios despojó a Rusia de uno de sus aliados históricos. Sin embargo, hoy sabemos que la masacre del mercado de Sarajevo no fue obra de un obús serbio, sino de “una explosión controlada por un detonador, probablemente dentro de una caja”, según declaró un representante de Naciones Unidas.
El 22 de agosto de 1992, The Independent afirmó en un artículo: “Los responsables de las Naciones Unidas y los altos oficiales occidentales creen que algunas de las peores matanzas de Sarajevo, especialmente la de las 16 personas que hacían cola en la panadería, eran obra de los Musulmanes, principales defensores de la ciudad, y no de los sitiadores serbios.
Se trataba de una maniobra con el fin de ganar la simpatía del mundo y forzar una intervención militar” (El juego de la mentira, Michel Collon, Hondarribia, Hiru,1999, p. 64).
Serbia pidió una comisión internacional de investigación, pero el líder musulmán Alija Izetbegovic rechazó la idea.
Al finalizar la guerra, Milosevic, Karadzic y Mladic acabaron sentados en el banquillo del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY), pero Izetbegovic se libró de ese destino, pese a que existían pruebas abrumadoras de su responsabilidad en la matanza de civiles serbios.
Estados Unidos participó en la creación del TPIY y deseaba que prevaleciera su visión del conflicto, estableciendo las bases jurídicas y diplomáticas para nuevas intervenciones.
De hecho, Javier Solana, secretario general de la OTAN, afirmó: “La experiencia adquirida en Bosnia podría servir de modelo para nuestras operaciones futuras de la OTAN”. Solo el escritor austriaco Peter Handke denunció que se criminalizaba al pueblo serbio, equiparando los bombardeos de la OTAN sobre Belgrado con los bombardeos de los nazis.
Handke nunca justificó los crímenes de las milicias serbias ultranacionalistas, pero señaló que croatas y musulmanes habían actuado con la misma brutalidad y habían quedado impunes. Handke sufrió una campaña internacional de desprestigio, pero no se dejó intimidar y mantuvo su punto de vista.
La falsificación de los hechos se ha convertido en el arma más eficaz del nuevo orden mundial. El control de los grandes medios de comunicación es una pieza esencial de la lucha entre las potencias que se disputan el dominio del planeta.
En España, la situación es especialmente dramática, pues gobiernan los herederos ideológicos del franquismo.
No hay ningún impedimento legal para elogiar al general Franco y sus conmilitones, pese a que cometieron un genocidio.
El poder ejecutivo, legislativo y judicial mantienen una estrecha alianza para criminalizar las protestas sociales, lo cual explica que hasta el Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia elogie la figura del general Franco, destacando su valor en el campo de batalla y aseverando que “montó un régimen autoritario, pero no totalitario”.
En la misma línea, Jaime Mayor Oreja, ex Ministro del Interior y actual eurodiputado, se niega a condenar la dictadura, asegurando que fue un “período de extraordinaria placidez”.
En este contexto de cinismo y complicidad con un régimen que exterminó al menos a 200.000 personas por sus ideas políticas, no es extraño que la Audiencia Nacional considere “enaltecimiento del terrorismo” celebrar la muerte de Luis Carrero Blanco y, en cambio, no mueva una ceja si alguien festeja el presunto asesinato de Osama Bin Laden. ¿Por qué esa diferencia de criterio?
La muerte violenta de un ser humano siempre constituye un fracaso de la moral y la convivencia, pero es evidente que la valoración histórica -e incluso penal- exige distinciones que clarifiquen las circunstancias de un magnicidio.
La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), la Declaración de Independencia de Estados Unidos (1771) y el preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) reconocen el “supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”. ¿Acaso no fue una tiranía el régimen de Franco?
Después de examinar rigurosamente varias fuentes, el prestigioso historiador Gabriel Jackson desglosa el número total de víctimas provocada por la sublevación militar de 1936: “100.000 muertos en los campos de batalla; 10.000 por las incursiones aéreas; 50.000 por enfermedades y desnutrición (durante la guerra civil); 20.000 por represalias políticas en la zona republicana; 200.000 por represalias nacionalistas durante la guerra; 200.000 prisioneros rojos muertos por ejecución o enfermedades de 1939 a 1943” (La República Española y la Guerra Civil).
Mientras Azaña pedía “Paz, piedad y perdón” en su famoso discurso en el Ayuntamiento de Barcelona el 18 de julio de 1938, Franco declaraba al periodista norteamericano Jay Allen: “No puede haber ningún acuerdo, ninguna tregua. Salvaré a España del marxismo a cualquier precio”. “¿Significa eso que tendrá que fusilar a media España?”, preguntó el corresponsal.
“He dicho a cualquier precio”, contestó el general, con frialdad. Nacido en 1904, Carrero Blanco participó en la guerra civil como capitán de corbeta del destructor Huesca y como Jefe de Estado Mayor de la división de cruceros a bordo del Canarias, que bombardeó el puerto de Barcelona.
Después de la guerra de clases de 1936 –mal llamada guerra civil-, se convirtió en Jefe de Operaciones del Estado Mayor de la Armada.
Más tarde, sería Subsecretario (1941), Ministro de Presidencia (1951), Vicepresidente (1967) y Presidente del Gobierno (1973). Aunque personalmente no matara a nadie, fue uno de los baluartes de un régimen que en el Madrid de 1939, según cifras del conde Ciano, embajador de Mussolini, fusilaba a 6.000 personas por mes (“Mujeres de España: de la República al Franquismo”, Daniel Bussy Genevois, en Historia de las mujeres, bajo la dirección de Georges Duby y Michelle Perrot, Barcelona, Círculo de Lectores, 1993, p. 218).
Entre esas víctimas, hay que incluir a las Trece Rosas, algunas menores de edad, como Julia Conesa, que solo tenía 19 años en una época que fijaba la mayoría en los 21.
En 1973, las cosas no habían cambiado demasiado. Aunque los fusilamientos eran excepcionales y más selectivos, seguían prohibidos los sindicatos, los partidos políticos, la libertad de prensa y los derechos de reunión, asociación, huelga o manifestación.
La tortura era el método habitual de interrogatorio y tanto la Guardia Civil como la Policía Armada disparaban con cualquier pretexto, sin que nadie les pidiera explicaciones. Carrero Blanco era uno de los principales responsables de esta cadena de abusos e infamias. Antisemita furibundo, su final puede ser comparado con el de Reinhard Heydrich, Director de la Oficina Central de Seguridad del Reich.
El checo Jan Kubis y el eslovaco Jozef Gabcik, ambos soldados, se ofrecieron voluntarios para perpetrar el atentado, que recibió el nombre en clave Operación Antropoide.
La posteridad les considera unos héroes y hace poco Laurent Binot ganó el Premio Goncourt, con la novela HHhH, que recrea el trágico episodio. Kubis y Gabcik consiguieron su objetivo, pero a costa de la inmolación de sus propias vidas.
Se refugiaron en la iglesia de San Cirilo y San Metodio (Praga), donde mantuvieron un valiente enfrentamiento con una compañía de las SS, que les localizó gracias a una delación. Gabcik se suicidó cuando se agotó la munición y Kubis murió desangrado, después de que una granada le hiriera gravemente. Nunca faltan flores en la ventana de la iglesia que conserva los impactos de bala de los SS y, en 2007, se colocó una placa de homenaje en el lugar del atentado.
Cerca de los juzgados de Plaza de Castilla de Madrid, hay una librería con un escaparate lleno de obras que exaltan el franquismo y las hazañas de la División Azul, la unidad de voluntarios españoles que combatió con la Wehrmacht durante la Operación Barbarroja.
La invasión de la URSS costó 20 millones de vidas e incluyó el exterminio de judíos, gitanos y otras minorías. Según Jorge M. Reverte, los voluntarios españoles presenciaron las masacres y participaron en el fusilamiento y ahorcamiento de partisanos (La División Azul. Rusia 1941-1944).
No se puede alegar que no tenían otra opción, pues los voluntarios italianos se negaron a involucrarse en los mismos crímenes.
Al igual que Carrero Blanco, los españoles de la División Azul asociaban judaísmo y bolchevismo, pero los italianos –según las quejas de algunos oficiales alemanes- se caracterizaban por su “escaso antisemitismo” y rehuían las tareas de “limpieza y exterminio”.
¿No es apología del terrorismo llenar un escaparate de libros que exaltan a los combatientes de la División Azul? ¿No se puede considerar “enaltecimiento del terrorismo” que infinidad de calles, plazas y avenidas del Estado español aún conserven los nombres de generales franquistas (Yagüe, Mola, Varela) responsables de delitos de lesa humanidad?
Para los nazis, los partisanos eran “terroristas”. Para los jueces españoles, los que se atreven a exigir un juicio histórico serio y responsable sobre los actos de resistencia cometidos durante la dictadura, incurren en un delito de “enaltecimiento del terrorismo”.
Esta actitud, lejos de contribuir a la paz y la reconciliación, solo fomenta el espíritu de crispación y revancha, impidiendo la normalización democrática de nuestro país. Creo que algunos jueces firman sus sentencias con la misma indiferencia que Franco, cuando confirmaba las penas de muerte sin que le temblara el pulso.
No les preocupa desahuciar a familias o encarcelar a jóvenes y amas de casa en paro que expresan su frustración con frases incendiarias. Saben que no son terroristas, pero quieren complacer al poder político y a los nostálgicos del franquismo.
Es evidente que lo legal y lo justo no son lo mismo, pero jueces como Eloy Velasco, director general de Justicia de la Comunidad Valenciana con los gobiernos de Eduardo Zaplana y Francisco Camps (implicado en la red Gürtel), siguen el ejemplo de Baltasar Garzón y otros “jueces estrella”, que han convertido la administración de justicia en “el trampolín de su arribismo”, de acuerdo con la célebre frase de Azaña sobre Ortega y Gasset.
¿Qué diferencia a Carrero Blanco de Osama Bin Laden? Pues simplemente que Osama Bin Laden –o su Fantasma-, pertenece al bando de los perdedores y, por tanto, puede ser pisoteado y escarnecido. Nadie afirmará que celebrar su muerte es un delito.
Por el contrario, Carrero Blanco pertenece al bando de los vencedores.
Sus hijos y nietos ideológicos gobiernan España desde su desaparición.
De hecho, el almirante trabajó con denuedo para lograr que Juan Carlos I sucediera al general Franco en la Jefatura del Estado, disfrutando de la misma antidemocrática inviolabilidad.
La “Operación Araña” –grotesca, mezquina, vengativa, desproporcionada- ha dejado flotando en el aire la sensación de que la Guardia Civil puede llamar a tu puerta en cualquier momento, colocándote unas esposas por escribir un exabrupto en las redes sociales.
Ese temor es la esencia de un estado totalitario.
Espero que algún día la historia juzgue con la severidad que merece al indigno gobierno de Mariano Rajoy y acredite de forma irrefutable que la Transición fue un gigantesca estafa.
Vivir en España es vivir en una cárcel que estrecha cada vez más sus muros.
Al igual que en 1939, muchos nos preguntamos si el exilio es la única opción para conservar la libertad y la dignidad.