por Lorenzo Peña
Cada imperio de los que han ejercido su poderío sobre una parte del planeta consiguió alcanzar y conservar su supremacía --sobre poderes rivales y sobre los pueblos que subyugó-- gracias a la fuerza, y ejerció esa fuerza sin miramientos, con brutalidad, a menudo de manera implacable y hasta no raras veces con saña cruel.
Muchos de esos imperios se mantuvieron en porciones extensas de nuestro planeta durante siglos. En general, sin embargo, la crueldad fue mayor en sus inicios.
Luego solieron dulcificarse; solieron ir anexionándose y asimilando a los pueblos conquistados, pasando a tratarlos con mayor benignidad.
La violencia que tuvieron que desplegar para defenderse de nuevos briosos vecinos empujados por avidez dominadora no impidió, en general, que el imperio ya decadente fuera --cuenta habida de todo-- menos violento que en sus comienzos.
Llevamos un siglo largo de poderío del imperialismo yanqui.
Es poco en comparación con los larguísimos siglos de dominación del imperio romano, o los varios siglos de poder del antiguo imperio persa de los Aqueménides, o los tres siglos aproximadamente que duró el imperio español (1492-1822) o los cuatro siglos de poder del imperio inglés o los siglos que duró el árabe, o las seis centurias de poder del imperio otomano (entre el siglo XIV y el XX).
Pero desde luego sí cabe comparar el primer siglo de dominación del imperialismo yanqui con el primer siglo de cada uno de esos imperios del pasado, --y de otros que duraron menos, como el mongol de Gengis Kan, el tártaro de Tamorlank, el de los antiguos asirios y babilonios, el greco-macedónico de Alejandro Magno, etc.
Desde por lo menos la época del imperio romano, la mayor parte de los imperios se han justificado ideológicamente, esgrimiendo a su favor no sólo que poseían más fuerza que sus enemigos, sino también que representaban una cierta causa justa, y que lo justo de esa causa les daba un título a la dominación que iba más allá de la fuerza bruta.
Naturalmente no todos lo han hecho (es muy dudoso que los tártaros y los mongoles hayan sido tan astutos; ni en general ha habido muchas consideraciones ideológicas en la implantación de los imperios coloniales inglés, francés, holandés, alemán, italiano o belga).
De los que lo han hecho, unos han insistido más, otros menos en sus reales o presuntas justificaciones ideológicas.
A menudo en el pasado fue la religión el manto ideológico principal de los imperialismos. No el único. Roma ensanchó y ejerció su dominio alegando que aportaba cultura, civilización.
Ese tipo de justificación ha sido, claro, repetido por los colonialistas modernos antes aludidos, pero con poco énfasis y sin convicción.
Los romanos acabaron anexionando todos los territorios conquistados al territorio nacional romano y dando a todos los hombres libres de su imperio la dignidad y los plenos derechos de ciudadanos romanos.
De los imperios coloniales modernos (excluido el español que fue premoderno) sólo lo han hecho Francia y Portugal, y eso tardíamente, cuando su yugo colonial ya estaba a punto de desmoronarse.
El imperio español del siglo de oro se justificó sobre la base de la propagación y defensa de la fe católica. Impuso por la fuerza el catolicismo o, donde ya estaba impuesto, lo mantuvo por la brava (como en Bélgica frente a la herejía protestante neerlandesa).
Desde luego, detrás de esa justificación hubo muchísima concupiscencia, ansia de lucro, brutalidad, actos de esclavización que no venían ni siquiera requeridos por esa autoconferida misión teocrática.
Pero, dentro de eso, también es verdad que los ejércitos españoles nunca favorecieron a los adversarios de la fe católica, nunca impusieron el protestantismo ni un poder musulmán ni ninguna otra religión que no fuera la católico-romana.
Maquiavelismo e incongruencias hubo en la política de Felipe II como en la de cualquier gobernante, mas dentro de esos límites: la misión justificatoria de su imperio no podía ser sacrificada ni podía favorecerse nada opuesto a la religión por la cual luchaba o decía luchar.
Igualmente el imperio árabe nunca impuso una religión diferente a aquella (la mahometana) cuya implantación por la fuerza era la causa justificatoria de ese imperio.
La justificación del imperialismo yanqui ha sido la democracia. Es el imperio dedicado a la causa de la libertad individual y de la democracia liberal. Pues bien, en primer lugar la democracia sólo ha empezado a existir en el propio territorio metropolitano de los EE.UU hacia 1960.
Hasta esa fecha, en una buena parte del territorio norteamericano un sector de la población (los negros) estaba discriminado y carecía del derecho de voto.
No se los discriminaba expresamente por ser negros. La legislación discriminatoria era más sutil; requeríase, p.ej., rendir un examen de conocimientos; mas la práctica era tal que los negros sabían perfectamente que serían arrojados y hasta represaliados si pretendían acudir a tales pruebas, con lo cual de hecho era ésa la situación: de facto por ser negros no podían votar. Conque sólo al superarse eso, hacia 1960-1970, ha empezado a haber democracia en los EE.UU.
O sea, el imperialismo yanqui ha estado justificando sus agresiones durante 70 años sin haber establecido ni siquiera en su casa lo que justificaba sus agresiones.
Mas, aunque imperfectamente, lo que había en EE.UU se aproximaba a una democracia liberal (si bien la legislación discriminatoria reducía mucho el alcance de tal democracia).
Lo peor es que la mayoría de los regímenes impuestos por las agresiones de los EE.UU no han sido aproximaciones a la democracia sino feroces tiranías (casos de Cuba, Haití, Nicaragua, Santo Domingo, Guatemala, Vietnam, Filipinas, Laos, Camboya, Corea etc).
Las operaciones encubiertas de las agencias del imperialismo yanqui han contribuido a la implantación o al afianzamiento de regímenes totalitarios en Indonesia, Irán, Chile, España, Portugal, Pakistán, Afganistán, Argentina, Nigeria, Liberia, Grecia, Arabia Saudí, Kuwait, etc.
Jamás en la historia había habido tan violenta contradicción entre la justificación proclamada y la orientación real de la política de un imperio. ¡Imaginemos que Felipe II sólo excepcionalmente hubiera implantado o defendido poderes católicos y en general hubiera impuesto el protestantismo!
Ése es el primer rasgo que hace del imperialismo yanqui el imperio más brutal de la historia, el más cínico, aquel que ha usado su justificación ideológica de manera más burdamente falaz.
Un aspecto complementario de este primer rasgo es que el maquiavelismo del imperialismo yanqui llega a extremos pocas veces alcanzados en la historia. Todos los imperios violaron los tratados cuando sus intereses les recomendaban fuertemente hacerlo; mas ninguno llegó, en eso de pisotear el derecho internacional, al extremo de despreocupada brutalidad del imperialismo yanqui.
Los EE.UU son signatarios de las convenciones de La Haya de 1899 y de 1907. La primera (ratificada por la segunda) prohibía los bombardeos desde globos o similares.
Aunque hubo hipocresía al no incluirse expresamente el avión entre esos «similares» cuando se redactó en 1907 la segunda convención de La Haya (la conferencia la había convocado el presidente norteamericano Teodoro Roosevelt), el sentir humanitario hacía que así hubiera de ser.
Fueron las potencias fascistas las primeras que, en la guerra de España (1936-39), pisotearon esa convención procediendo a los bombardeos aéreos contra la población.
El imperialismo yanqui siguió su ejemplo. Millones y millones de vidas inocentes han sido segadas (eso en el mejor de los casos) por las bombas yanquis, que han volcado sobre pobre gente indefensa un poderío destructor auténticamente satánico, que no respeta nada, que arrasa y asola todo.
Ni siquiera han actuado los imperialistas yanquis en eso de los bombardeos con un mínimo de prudencia o autocontención. Se han sentido en total impunidad y han descargado sobre los pueblos indefensos, sobre las poblaciones civiles, el infernal fuego destructor de sus aviones de la manera más brutal.
Otra estipulación de la convención de La Haya de 1907 era la exigencia de declaración de guerra antes de iniciar hostilidades.
Se acordó porque el imperialismo japonés acababa de agredir a Rusia (febrero de 1904) aprovechándose de la ventaja del ataque sorpresivo para derrotarla (1905); como luego lo volvieron a hacer en 1937 y en 1941, los imperialistas nipones atacaron sin haber declarado la guerra.
Se vio en eso una gravísima actuación antijurídica: si ha de haber guerra, ésta ha de ajustarse a principios que regulen su declaración y su desarrollo y que mantengan --aun durante el conflicto bélico-- un mínimo de derecho internacional y de prácticas civilizadas; mas para ello en primer lugar ha de haberse efectuado esa declaración del estado de guerra.
El imperialismo yanqui ha procedido a casi todas sus agresiones sin haber declarado el estado de guerra, sin haber declarado la guerra.
Hasta el punto de que su repetida práctica agresiva ha hecho que tal declaración haya quedado caduca y obsoleta después de la segunda guerra mundial. Millones de seres humanos han padecido los bombardeos yanquis sin que ni siquiera sus países hubieran recibido una declaración de guerra de los EE.UU.
El segundo rasgo propio del imperialismo yanqui es la ausencia de fronteras. Muchos imperios soñaron con un dominio planetario, mas ninguno se aproximó a conseguirlo ni siquiera de lejos. Todos tuvieron que hacer frente a otros imperios rivales; su hegemonía estuvo circunscrita a una demarcación territorial que nunca rebasó ciertos límites.
Ni siquiera el imperio británico, que fracasó en sus intentos de sojuzgar a Etiopía, el Asia central, la China, el conjunto del mundo árabe, Madagascar, Tahití, etc.
El imperialismo yanqui se fue acercando a una dominación global a la que durante un tiempo sólo opuso un obstáculo serio el campo socialista encabezado por la URSS.
El desmoronamiento de la URSS fue el gran logro de la CIA, el resultado de un excelente trabajo de zapa, perseverantemente llevado a cabo durante decenios. Y, aunque el imperialismo yanqui había registrado entre tanto no pocos fracasos y retrocesos (Vietnam, Cuba, Corea del Norte, p.ej.), desde 1991 --a pesar de esas varias derrotas que tanto escuecen a la opinión imperialista, chovinista y belicosa de los EE.UU-- empezó un nuevo período de dominación verdaderamente global, ya sin ningún rival.
Hay puntos que se les resisten (Irak, Cuba), mas son puntos, y la apisonadora implacable está en marcha para barrerlos del mapa, a cualquier precio, aunque perezcan millones de seres humanos.
Ese carácter global es, pues, un rasgo novedoso, que coloca al conjunto de la humanidad bajo un peligro de despiadado uso de la violencia bruta por parte del amo imperialista como nunca antes, porque hasta ahora siempre había otras fuerzas para contrarrestar la predominante.
El tercer rasgo del imperialismo yanqui es que está completamente exento de todo afán asimilacionista.
El asimilacionismo tiene sus lados bueno y malo, desde luego. Y no todos los imperios anteriores habían mostrado propensión a asimilarse a los pueblos dominados.
Ya vimos que fue justamente uno de los títulos de gloria del imperio romano el que no sólo lo proclamó sino que lo hizo de veras. También lo hizo el imperio árabe. Y también lo hizo del español, aunque tardíamente.
Los modernos imperios coloniales han estado en general basados en el desprecio al hombre de las colonias como raza inferior y no han tendido a su asimilación. Inglaterra jamás quiso transformar a la India en parte de Inglaterra (mientras que la Constitución española de 1912 consideraba al Perú y a México como partes de España).
El imperialismo yanqui prosigue en esa línea no asimilacionista de los colonialismos europeos.
Y de ahí resulta que los pueblos que son colocados bajo el yugo del imperialismo yanqui no pueden aspirar a tener nunca los derechos de los ciudadanos norteamericanos; p.ej. no pueden aspirar sus habitantes a por lo menos votar en las elecciones estadounidenses o radicarse en EE.UU.
El cuarto rasgo de la dominación del imperialismo yanqui es que usa los medios modernos de fuerza, muchísimo más destructivos. Los historiadores científicos irán separando el grano --las cifras creíbles-- de la paja --las estimaciones de bulto de los viejos pseudohistoriadores pre-científicos.
Así, Heródoto nos da cifras de los ejércitos persas en las guerras médicas que hoy sabemos no pueden corresponder ni remotamente a la realidad. Es difícil saber a cuánta gente mataron los cruzados al entrar en Jerusalén, a cuánta dieron muerte los mongoles en sus expediciones, a cuántos mataron los conquistadores Hernán Cortés y Pizarro.
Mas lo seguro es que se mataba principalmente a cuchillo, y que un cuchillo tarda tanto tiempo en matar a un hombre, y por lo tanto que es imposible matar así a tantos como a menudo relata la leyenda. No había medios para ello.
Hoy el imperialismo yanqui mata principalmente bombardeando; puede aniquilar millones en un periquete. Lo que más se les aproximó fue el poder de destrucción de la Alemania de Hitler, mas afortunadamente duró pocos años y jamás tuvo un radio de acción planetario.
Es difícil saber si, proporcionalmente a la población del planeta en cada momento, el imperialismo yanqui ha causado en su primer siglo de poder más muertes, heridas, sufrimientos y destrucciones que los que causó el imperio español en 1492-1592, o el imperio británico en, ¡digamos!, 1650-1750, o el árabe en 650-750, etc.
No sé si un día los historiadores podrán hacer estimaciones comparativas valiosas y depuradas al respecto. Mas lo seguro es que en cifras absolutas jamás nadie se ha acercado a la cifra de mujeres y hombres muertos, tullidos y descuartizados, de casas destruidas, de aldeas arrasadas, de cosechas arruinadas, de industrias eliminadas que han traído consigo las acciones bélicas estadounidenses en nuestro siglo.
La máquina de devastación, desolación y muerte de los bombardeos yanquis empequeñece hasta la ridiculez a las razzias de nuestro medievo.
Las líneas que preceden vienen motivadas por el centenario de la expansión ultramarina de los EE.UU. En realidad el imperialismo yanqui ya había empezado su expansionismo desde comienzos del siglo XIX, por no decir desde el momento mismo de la fundación de los EE.UU de América; heredaron el expansionismo de los colonialistas ingleses contra los indios o aborígenes americanos y contra los imperios rivales que habían precedido la colonización inglesa en Norteamérica.
Así, los EE.UU acudieron a una combinación de violencia, amenazas y triquiñuelas para apoderarse de la Florida, la Luisiana, el Oregón, Tejas y finalmente la mitad de la República Mexicana, a la que atacaron sin la menor justificación y sólo por afanes de rapiña en 1847 y a la que en 1848 arrancaron brutalmente Nuevo Méjico, California, Colorado y Arizona.
En los años 90 del siglo pasado iniciaron su expansión colonial anexionándose las islas Jaguay. Mas el auténtico inicio de su nuevo poderío ultramarino lo constituyó la guerra de agresión contra España en 1898.
En 1898 el territorio del reino de España era de cerca de un millón de Km², divididos por mitades en el solar peninsular (las 47 provincias) y una serie de archipiélagos: las Canarias, las Antillas (Cuba y Puerto Rico), las Baleares, las Filipinas y las Carolinas. Había movimientos armados secesionistas en algunos de esos archipiélagos.
En general el único idioma hablado allí era el español y formaban parte del territorio español desde hacía siglos.
La evolución hacia una permanencia en el territorio nacional no estaba excluida (al fin y al cabo Martinica, Guadalupe y la Reunión son todavía hoy departamentos ultramarinos de la República francesa, y eso que la presencia francesa en ellos empezó un siglo después que la presencia española en Cuba).
Si era preferible eso o bien la secesión era asunto de los habitantes del respectivo territorio. (En el caso de Cuba, y sólo en él, podemos ver como positiva la secesión, mas únicamente porque en 1959 se ha establecido el poder revolucionario encabezado por Fidel Castro).
Desde el punto de vista del derecho internacional, absolutamente ninguna potencia extranjera tenía título alguno para inmiscuirse en asuntos que eran internos del estado español o para favorecer intentos de desgajar del territorio nacional una parte del mismo.
La agresión feroz del imperialismo yanqui, so pretexto de amparar al separatismo cubano (que, desde luego, le brindó en bandeja ese pretexto), utilizó el incidente del Maine como primera de una larguísima serie de patrañas y añagazas aducidas sin escrúpulos por el imperialismo yanqui en sus sucesivas agresiones.
Condujo a desmembrar a España, arrancándole la mitad de su territorio nacional, con la que se quedaron los yanquis; a una pequeña parte de ese botín, la isla de Cuba, acabaron dando una independencia puramente nominal unos años después, aunque bajo condiciones que hacían de ella una semicolonia estadounidense.
Con las Filipinas y una de las Carolinas (Guam) se quedaron para siempre, aunque a las Filipinas tuvieron que otorgar una independencia nominal en 1947. Con Puerto Rico se han quedado a perpetuidad. ¡Ésa es la independencia que prometieron!
A comienzos de 1917 los pueblos de «Europa» estaban hartos y extenuados por la guerra interimperialista que les habían impuesto los banqueros y multimillonarios franceses, ingleses, alemanes, italianos etc para repartirse el botín colonial.
El pueblo ruso se sublevó contra el Zar. Su Santidad Benedicto XV lanzó una inteligente, bien preparada y prometedora iniciativa de paz. La gente pedía una paz sin anexiones ni indemnizaciones.
Los propios beligerantes estaban exhaustos y el imperio austro-húngaro deseaba vivamente la paz. Los belicistas no podían ya proseguir la guerra.
¿No podían? Sí pudieron. Los imperialistas yanquis entraron en guerra, sin ninguna justificación mínimamente creíble, para apoyar a sus principales acreedores los banqueros anglo-franceses, y así éstos se vieron llevados a mantener su política de guerra; Alemania no pudo conseguir una paz sin indemnizaciones ni anexiones y se parapetó en continuar la guerra a la desesperada, hasta que fue aplastada en noviembre de 1918, a la vez que se desplomaban sus dos aliados, los imperios austro-húngaro y otomano.
Millones de víctimas habían perecido entre tanto. Y con la inicua paz que impusieron los imperialismos anglosajones y sus aliados (el Tratado de Versalles, 1919) se sembraron las semillas del nazismo en Alemania y de la segunda guerra mundial.
Todo eso ha sido el fruto de la rapacidad del imperialismo yanqui. Luego los yanquis han llevado a cabo esas guerras con una violencia contra las poblaciones civiles como jamás se había conocido en la historia.
Hoy, cien años después, España ha sido convertida en una semicolonia del imperialismo yanqui y de sus socios europeos (los multimillonarios de París, Londres y Berlín).
La monarquía borbónica es el procónsul del imperio estadounidense en España, tanto si el primer ministro de turno ostenta una etiqueta como si ostenta otra.
Claro que los dominadores imperialistas yanquis nos tratan un poco mejor que como tratan a otros vasallos de su imperio global. (Un poco; tampoco es cosa de exagerar.) Nos tienen vigilados y en cintura.
El pacto implícito de vasallaje de España hacia su nuevo amo contiene la cláusula tácita de que nos resignemos al mantenimiento de la monarquía borbónica. Cada nuevo vástago de la misma recibirá en el momento preciso su espaldarazo en Washington.
Hay muchos lados del ser humano, buenos y malos.
Uno de ellos es que justamente tales enjuagues, tales sombrías maquinaciones, tales imposiciones, si bien surten efecto durante un tiempo por una serie de mecanismos (complicidades, temores, hábitos), acaban produciendo asco, repugnancia e indignación, a medida que se va hablando abiertamente de eso; y a la postre suscitan la enconada oposición de los pueblos.
Eso pasará con la tramoya yanqui-borbónica, antes o después. ¡Al tiempo!