La semana pasada, una delegación del Vaticano compareció ante la ONU para dar explicaciones sobre los casos de abuso sexual a menores perpetrados por sacerdotes, monjas y demás funcionarios de la Iglesia alrededor del mundo.
En ocasiones previas, el papa Francisco y el ex pontífice Benedicto XVI, reconocieron públicamente los casos de abusos.
Sin embargo, era la primera vez que una comisión de la Santa Sede se presentaba en Ginebra ante las Naciones Unidas para reconocer los delitos de pederastia que históricamente ha intentado ocultar su organización religiosa.
Si bien este es un hecho sin precedentes para la Iglesia, no es ni mínimamente suficiente para las cientos de miles de víctimas efectivas (y posibles) alrededor del planeta.
En Ginebra, la comisión del Vaticano continuó manteniendo ocultos los nombres de los miles de sacerdotes que están envueltos en estos delitos, aún teniendo registros internos de los mismos.
Además, se negó a proporcionar documentación referida al “protocolo de actuación” que ejerce la Iglesia Católica en estos supuestos.
En casi la totalidad de los casos, los sacerdotes implicados en crímenes de pederastia no son procesados por el derecho penal de sus países de residencia, sino que son “escarmentados” por las altas autoridades católicas de la localidad donde viven –quienes los suelen encubrir trasladándolos de parroquia o de país–.
Otra opción, que dependerá de la discrecionalidad de la autoridad eclesiástica local, es que los clérigos criminales sean enviados a la Ciudad del Vaticano donde un tribunal católico dirimirá su culpabilidad o inocencia, penalizándolos a través de la excomunión o permitiendo su permanencia en la organización cristiana.
Hasta la fecha, no se conoce un solo caso en el que el sacerdote haya tenido que enfrentar una pena de cárcel por pederastia al pasar por estos tribunales eclesiásticos.
De hecho, muchos de ellos, ni siquiera son cesados, sino que, de aprobar un test psicológico, serán reinsertados en las labores pastorales, poniendo en peligro –una vez más– a miles de niños y niñas.
La gran mayoría de ataques sexuales que han sido denunciados ante las autoridades judiciales de los Estados “seculares”, fueron atajados ágilmente mediante pagos extrajudiciales por parte de la Iglesia Católica a las familias de las víctimas, comprando así su silencio y frenando las investigaciones.
La opacidad también ha sido la tónica, incluso en escándalos abiertamente “populares”, como es el caso de Irlanda.
En este país se destaparon abusos sexuales masivos en instituciones (orfanatos, colegios, reformatorios, etcétera) regentadas por la Iglesia Católica.
En 1999, el Gobierno irlandés creó una comisión para investigar el alcance del abuso infantil en estos centros católicos, desde los años 30 hacia adelante.
Tras interesadas dilaciones, en 2009 fue presentado finalmente el documento, conocido como el Informe Ryan. Entre sus páginas se señala claramente que la violación y el acoso sexual eran "endémicos" en estos centros, financiados principalmente por el Ministerio de Educación irlandés, y dirigidos por la Iglesia Católica.
Las más de 2 mil páginas del informe mantuvieron en secreto los nombres de los abusadores del clero, y en el capítulo de las recomendaciones no se hace ninguna mención a las sanciones que deberían imponerse a los criminales.
A lo largo de los años de denuncias, el Gobierno irlandés y la Iglesia Católica pactaron acuerdos con las víctimas por los que recibirían indemnizaciones económicas a cambio de renunciar a su derecho de demandar a la Iglesia y al Gobierno, además de mantener oculta la identidad de los abusadores.
Se calcula que, en total, se habría entregado una indemnización de alrededor de 1,3 mil millones de euros .
Como consecuencia de estas “expiaciones monetarias”, la Iglesia irlandesa atravesó, en 2011, una importante crisis financiera, de la que aún continúa recuperándose.