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Gatopardismo papal


Hace unos días Jorge Bergoglio, alias el Papa Francisco, concedió a Antonio Spadaro, director de la revista jesuita La Civiltà Cattolica, una larga entrevista, que fue publicada en múltiples medios católicos. 
 
Los medios seculares tomaron las partes más jugosas de la entrevista y las difundieron, en general intentando mostrar las manifestaciones del papa como una revisión para bien o un progreso en la actitud de la Iglesia hacia sus blancos preferidos (las mujeres y los homosexuales).

En realidad, como los mismos comentaristas católicos se han empeñado en aclarar, el papa no dijo nada nuevo y de hecho reafirmó las posturas tradicionales de la Iglesia. Nada va a cambiar porque nada puede cambiar; el aborto sigue siendo un asesinato, tener sexo sin buscar hijos es ser anti-vida, y la homosexualidad es una especie de enfermedad cuyas víctimas merecen compasión.

El primer error que cometen los medios es suponer que el papa está hablando para toda la humanidad. Muy lejos de eso, el Papa le habla a los católicos (él dice “cristianos”, pero buena parte de los cristianos del planeta no considera que esos dos términos se solapen), y específicamente a los católicos de nombre y a los católicos devotos pero apartados de la Iglesia y que quieren —por alguna razón que se me escapa­— seguir sintiéndose parte de una iglesia que los rechaza con un mensaje expulsivo, condenatorio, basados en una moral absurda. Así lo expresa el entrevistador:

…aquellos cristianos que viven situaciones irregulares para la Iglesia, o diversas situaciones complejas; cristianos que, de un modo o de otro, mantienen heridas abiertas.
 
 Pienso en los divorciados vueltos a casar, en parejas homosexuales y en otras situaciones difíciles. Es quizá sintomático el que no se comprenda muy bien si las “heridas” y las “situaciones difíciles” son padecimientos de las personas en cuestión o conflictos entre el modo de vida de esas personas y la Iglesia. Hay una infinidad de cristianos divorciados y vueltos a casar y de cristianos homosexuales en pareja que viven perfectamente felices, o al menos, tan bien o mal como cualquiera.

Sobre cómo llegar a esas personas (claramente la preocupación de cierto sector de la Iglesia, que ve cómo se han ido vaciando los bancos de la misa y las bolsas de la colecta), Francisco dice:

Tenemos que anunciar el Evangelio en todas partes, predicando la buena noticia del Reino y curando, también con nuestra predicación, todo tipo de herida y cualquier enfermedad. En Buenos Aires recibía cartas de personas homosexuales que son verdaderos ‘heridos sociales’, porque me dicen que sienten que la Iglesia siempre les ha condenado. ¿“Sienten” que la Iglesia los condena? El Papa, cuando era su gemelo malvado Jorge Mario Bergoglio, llamó al proyecto para permitir matrimonios entre personas del mismo sexo un plan del demonio. Y ése es uno de los calificativos más sutiles de los jerarcas de la Iglesia hacia los homosexuales.

La religión tiene derecho de expresar sus propias opiniones al servicio de las personas, pero Dios en la creación nos ha hecho libres: no es posible una injerencia espiritual en la vida personal. Esto es cierto (menos lo de Dios, que no existe), pero sólo en cierto sentido.
 
 Las opiniones de los demás nos afectan, y es sabido que recibir opiniones negativas constantes nos puede afectar gravemente a nivel psicológico. Por no hablar de la influencia indirecta que tienen esas opiniones cuando son tomadas por verdades por otras personas. El mensaje de la Iglesia, repetido y amplificado por medios acríticos y por una cultura conservadora e hipócrita, afecta a los blancos elegidos por la Iglesia.

Sigue el papa:

Una vez una persona, para provocarme, me preguntó si yo aprobaba la homosexualidad. Yo entonces le respondí con otra pregunta: ‘Dime, Dios, cuando mira a una persona homosexual, ¿aprueba su existencia con afecto o la rechaza y la condena?’. 
 
¿Cómo saberlo? Dios, si existe, no da muestras de aprobar o rechazar a nadie; sólo habla por personas que se dicen sus elegidos.

En esta vida Dios acompaña a las personas y es nuestro deber acompañarlas a partir de su condición. Hay que acompañar con misericordia. Cuando sucede así, el Espíritu Santo inspira al sacerdote la palabra oportuna.
 
 ¿“Su condición”? ¿“Con misericordia”? ¿Cómo puede interpretar eso alguien, si no es deduciendo que la Iglesia o Dios (que es lo mismo en la práctica) lo consideran un enfermo digno de lástima? ¿Hay que culpar al Espíritu Santo de no inspirar a los sacerdotes, o de inspirarles mal, cuando tratan a los homosexuales y transexuales como perversos, a las mujeres que abortaron como a asesinas, y así, generalmente desde la seguridad y la autoridad del púlpito?

Luego Francisco pasa a hablar de la confesión, que es la forma en que el sacerdote “acompaña” a quienes no cumplen con las reglas de Dios (la Iglesia). Lo hace con un ejemplo:

Estoy pensando en la situación de una mujer que tiene a sus espaldas el fracaso de un matrimonio en el que se dio también un aborto. Después de aquello esta mujer se ha vuelto a casar y ahora vive en paz con cinco hijos. El aborto le pesa enormemente y está sinceramente arrepentida. 
 
Le encantaría retomar la vida cristiana. ¿Qué hace el confesor? La relación entre el sacerdote y los demás se plantea enteramente en términos de culpa y de la facultad del sacerdote de perdonar esa culpa. 
 
El sacerdote, y por extensión la Iglesia/Dios, sólo puede “acompañar” a una persona si ésta se admite pecadora y arrepentida. Si una persona, para vivir como desea y llegar a la felicidad, procede contra las prohibiciones católicas, la Iglesia sólo acepta recibirla si abyectamente se arrodilla y confiesa que sus deseos fueron incorrectos, se arrepiente de haber buscado esa felicidad y promete volver a hacer lo que la Iglesia/Dios manda en vez de lo que realmente quiere.

Finalmente llegamos a la frase que más llamó la atención de los medios:

No podemos seguir insistiendo solo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos. Es imposible. 
 
Yo he hablado mucho de estas cuestiones y he recibido reproches por ello. Pero si se habla de estas cosas hay que hacerlo en un contexto. Por lo demás, ya conocemos la opinión de la Iglesia y yo soy hijo de la Iglesia, pero no es necesario estar hablando de estas cosas sin cesar. 
 
De aquí podemos derivar dos interpretaciones: la más piadosa y la más realista. La interpretación piadosa es que Francisco está pidiendo a su Iglesia que no se la pase señalando pecados, y que cambie el enfoque: del ataque a la bienvenida, de la moralización severa a la misericordia.

La interpretación más realista es que Francisco ha entendido que la Iglesia va a seguir perdiendo popularidad y fieles si todas sus intervenciones públicas se refieren directa o indirectamente a su fijación contra el sexo no reproductivo, actividad que no por ser dogmáticamente pecaminosa deja de ser el pecado más frecuente de la inmensa mayoría de sus feligreses y de los seres humanos en general, además de uno de los más placenteros.

Quienes seguimos a la prensa católica sabemos que, excluyendo las noticias de índole administrativa (eventos, designaciones de funcionarios, documentos papales), la mayor parte de lo que emana de allí y que constituye aparentemente la tarea diaria y exclusiva de obispos y cardenales es un compendio de amenazas y advertencias contra el aborto, los preservativos, la homosexualidad, la educación sexual y los anticonceptivos, es decir, en el fondo, contra toda forma de sexo que no esté destinada a producir futuros pequeños católicos sino a hacer meramente feliz a quien lo practica. Francisco, por convicción o por conveniencia, sabe que este mensaje no hace sino alienar a gran parte de la población.

Decía magistralmente George H. Smith en Atheism: The Case Against God:

“A cambio de la obediencia, el cristianismo promete la salvación en una vida futura; pero para poder lograr obediencia a través de esta promesa, el cristianismo debe convencer a los hombres de que necesitan salvación, que hay algo de lo que deben salvarse. 
 
El cristianismo no tiene nada que ofrecer a un hombre feliz que vive en un universo natural e inteligible. Si el cristianismo quiere ganar una base sólida para la motivación, debe declarar la guerra al placer terrenal y a la felicidad, y éste, históricamente, ha sido precisamente su modo de acción.
 
 A los ojos del cristianismo, el hombre es un pecador, está inerme ante Dios y es potencialmente combustible para los fuegos del infierno. 
 
Así como el cristianismo debe destruir la razón antes de poder adelantar la fe, de la misma manera debe destruir la felicidad antes de poder adelantar la salvación.
 
” Es posible que este discurso más moderado que Francisco saca a relucir disimule la táctica de crear culpa para luego vender salvación a cambio de obediencia, y en algunos casos alivie a aquellas personas que ya hayan asumido la culpa con tanto fervor que no puedan dejarla de lado de otra manera que recibiendo el “acompañamiento” interesado de la Iglesia.
 
 Pero la diferencia es de forma, no de fondo, igual que la diferencia entre el popular y campechano Francisco y su poco carismático predecesor.

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