
En estos días en que Joseph Ratzinger, alias Benedicto XVI, está ocupado fingiendo que le preocupan los niños y jóvenes abusados por centenares por sus sacerdotes en Irlanda mientras la dirigencia eclesiástica hacía la vista gorda, tengo aquí un largo testimonio que he traducido.
Es de Laurie Taylor, presidente de la Rationalist Association de Gran Bretaña y editor de la revista New Humanist, conductor radial, profesor de sociología, autor de libros sobre criminología y paternidad. Se titula Suffer the little children, juego de palabras con la frase de Jesús “Dejen que los niños [vengan a mí]” y el significado más común del verbo suffer, “sufrir”.
Los links y aclaraciones entre corchetes son míos.
Inicié mi diario en febrero de 1949, cuando tenía apenas 12 años y hacía dos que vivía en el internado de la Escuela del Sagrado Corazón en Droitwich [Worcestershire, Inglaterra]. Aunque lo escrito se ha esfumado bastante, todavía es lo suficientemente claro para revelar mi preocupaciones infantiles. Había un tema constante con la acumulación de dinero. “Recibí pagos por deudas de 4/6d.” “Abuela me dio 3/- PO.” “Al sumar todo lo recibido me encontré con 8/6d.”
Aun más espacio está dedicado a la observancia religiosa. “Fui a comulgar y lo ofrecí por mamá.” “Hoy fue día de retiro. Hice mi resolución de Cuaresma y voy a tratar de mantenerla.” “Domingo de Pasión hoy. No estuve de monaguillo en misa. Es la primera vez que no sirvo en misa en los últimos cinco domingos.”
Y luego, como hilo conductor entre todos esos reclamos de deuda y piadosos deberes de monaguillo, está mi amistad con Richard Glenister. “Fundé un club de ensayos con Glenister. Decidimos leer sólo buenos libros” “Me peleé un poco con Glenister pero enseguida nos arreglamos.” “Recordar: tratar de mantener el Club de Literatura con Glenister y no dejar que entre nadie más.”
Pero en ninguna parte de esas páginas apretadamente escritas hay una sola referencia, ni una solitaria alusión, a la característica más significativa de la vida en el internado con Richard. No hay ni una palabra sobre el hecho de que en esa época ambos éramos abusados sexualmente por dos de los sacerdotes que manejaban la escuela.
Probablemente por ser un muchacho mucho más bonito que yo, Richard sufría el mayor peso de esos abusos. Mientras que yo no tenía que soportar mucho más que las caricias del Padre Dunworth sobre mi pene durante mi baño semanal —“siempre debemos asegurarnos de lavar esta partecita con mucho cuidado”, decía, mojándose la manga de la sotana al meter la mano bajo el agua—, Richard era llamado con regularidad fuera de su dormitorio por la noche, para pararse desnudo frente al Padre Hodgson.
Hablábamos entre nosotros sobre lo que ocurría. Sabíamos que no era correcto, pero ambos estábamos atrapados por lo que otras víctimas de los sacerdotes católicos han descrito tan bien. Nuestras creencias religiosas profundamente arraigadas nos hacían casi imposible creer que los sacerdotes podían ser algo otra cosa que santos varones.
Inicié mi diario en febrero de 1949, cuando tenía apenas 12 años y hacía dos que vivía en el internado de la Escuela del Sagrado Corazón en Droitwich [Worcestershire, Inglaterra]. Aunque lo escrito se ha esfumado bastante, todavía es lo suficientemente claro para revelar mi preocupaciones infantiles. Había un tema constante con la acumulación de dinero. “Recibí pagos por deudas de 4/6d.” “Abuela me dio 3/- PO.” “Al sumar todo lo recibido me encontré con 8/6d.”
Aun más espacio está dedicado a la observancia religiosa. “Fui a comulgar y lo ofrecí por mamá.” “Hoy fue día de retiro. Hice mi resolución de Cuaresma y voy a tratar de mantenerla.” “Domingo de Pasión hoy. No estuve de monaguillo en misa. Es la primera vez que no sirvo en misa en los últimos cinco domingos.”
Y luego, como hilo conductor entre todos esos reclamos de deuda y piadosos deberes de monaguillo, está mi amistad con Richard Glenister. “Fundé un club de ensayos con Glenister. Decidimos leer sólo buenos libros” “Me peleé un poco con Glenister pero enseguida nos arreglamos.” “Recordar: tratar de mantener el Club de Literatura con Glenister y no dejar que entre nadie más.”
Pero en ninguna parte de esas páginas apretadamente escritas hay una sola referencia, ni una solitaria alusión, a la característica más significativa de la vida en el internado con Richard. No hay ni una palabra sobre el hecho de que en esa época ambos éramos abusados sexualmente por dos de los sacerdotes que manejaban la escuela.
Probablemente por ser un muchacho mucho más bonito que yo, Richard sufría el mayor peso de esos abusos. Mientras que yo no tenía que soportar mucho más que las caricias del Padre Dunworth sobre mi pene durante mi baño semanal —“siempre debemos asegurarnos de lavar esta partecita con mucho cuidado”, decía, mojándose la manga de la sotana al meter la mano bajo el agua—, Richard era llamado con regularidad fuera de su dormitorio por la noche, para pararse desnudo frente al Padre Hodgson.
Hablábamos entre nosotros sobre lo que ocurría. Sabíamos que no era correcto, pero ambos estábamos atrapados por lo que otras víctimas de los sacerdotes católicos han descrito tan bien. Nuestras creencias religiosas profundamente arraigadas nos hacían casi imposible creer que los sacerdotes podían ser algo otra cosa que santos varones.
De alguna manera, nosotros debíamos ser los pecadores. Y por supuesto, los curas sabían cómo jugar con esta creencia. “Mira lo que te ocurre”, decían cuando sus toqueteos producían una erección involuntaria. “Mira eso. Eres un niño muy malo. Pero si no abres la boca yo no diré nada sobre esto.”
De alguna forma, no obstante, juntamos suficiente coraje para ir a ver al director, el Padre Lythgoe, con nuestros problemas. Nos paramos uno junto al otro nerviosamente en su oficina y presentamos nuestra queja. Dijimos que no nos gustaba que nos tocaran. Que pensábamos que era incorrecto.
Él nos dijo que estábamos haciendo acusaciones muy serias. Estos sacerdotes eran hombres santos. Muy santos. Sus vidas estaban dedicadas al servicio de Dios. ¿No sabíamos acaso del trabajo de misionero que el Padre Dunworth había hecho en África? ¿Y por qué éramos los únicos que se habían quejado? ¿Tan libres de pecado estábamos nosotros, que podíamos darnos el lujo de acusar a otros?
Unas pocas semanas después de esta reunión, Richard cayó enfermo. Mi diario dice: “Pobre Richard. Hoy se siente realmente enfermo. Espero que mañana sea mejor que hoy.” Al día siguiente Richard fue mudado del dormitorio común a una habitación separada. No se me permitió verlo. Mi diario registra la historia oficial. “Todas mis esperanzas sobre que Richard se pondría mejor han desaparecido.”
La entrada final en mi diario es del día siguiente. “Glenister se ha ido a su casa y yo me siento terriblemente solo y extraño mi casa. Qué espantoso día ha sido.”
Richard nunca volvió. Nunca más lo vi. Mis padres me visitaron poco tiempo después, y les conté sobre la súbita partida de Richard. También les dije sucintamente cómo nos habíamos quejado de los sacerdotes. Debe haber sido suficiente para mi padre, porque a poco de eso me retiró de la escuela.
Luego de un tiempo, como yo siguiera hablando de Richard, mi madre me contó finalmente el secreto que el director de la escuela le había confiado. Richard no había vuelto porque había sido expulsado. ¿Por qué había sido expulsado? Mi madre dijo que, según el director, no había habido otra opción. Richard, ese Richard de 12 años, le había explicado, era un “homosexual” y por tanto se le había dicho que no había lugar para él en una escuela católica.
Pasaron años antes de que yo asumiera íntegramente el brutal horror de esta estratagema. No sólo la manera en invertía la verdad sino la forma en que un veredicto tan absurdo podría haber afectado a Richard durante el resto de su niñez y adolescencia.
Pero ahora me doy cuenta, después de leer las 650 páginas del recientemente publicado Reporte sobre la Arquidiócesis Católica de Dublín, de que el cinismo de mi director de Droitwich ante las acusaciones de abuso sexual fue casi un asunto menor comparado con lo que los denunciantes de abuso tuvieron que soportar en Irlanda.
Porque, a diferencia del anterior y más publicitado Reporte Ryan, que estableció que miles de niños y niñas de la República Irlandesa habían sido víctimas de violación y abuso sexual por parte de sacerdotes y monjas, esta última pesquisa llevada a cabo por una Comisión Investigadora se ocupó únicamente de las formas en que las autoridades de la Iglesia y el Estado en Irlanda manejaron las acusaciones de abuso sexual infantil por clérigos.
De alguna forma, no obstante, juntamos suficiente coraje para ir a ver al director, el Padre Lythgoe, con nuestros problemas. Nos paramos uno junto al otro nerviosamente en su oficina y presentamos nuestra queja. Dijimos que no nos gustaba que nos tocaran. Que pensábamos que era incorrecto.
Él nos dijo que estábamos haciendo acusaciones muy serias. Estos sacerdotes eran hombres santos. Muy santos. Sus vidas estaban dedicadas al servicio de Dios. ¿No sabíamos acaso del trabajo de misionero que el Padre Dunworth había hecho en África? ¿Y por qué éramos los únicos que se habían quejado? ¿Tan libres de pecado estábamos nosotros, que podíamos darnos el lujo de acusar a otros?
Unas pocas semanas después de esta reunión, Richard cayó enfermo. Mi diario dice: “Pobre Richard. Hoy se siente realmente enfermo. Espero que mañana sea mejor que hoy.” Al día siguiente Richard fue mudado del dormitorio común a una habitación separada. No se me permitió verlo. Mi diario registra la historia oficial. “Todas mis esperanzas sobre que Richard se pondría mejor han desaparecido.”
La entrada final en mi diario es del día siguiente. “Glenister se ha ido a su casa y yo me siento terriblemente solo y extraño mi casa. Qué espantoso día ha sido.”
Richard nunca volvió. Nunca más lo vi. Mis padres me visitaron poco tiempo después, y les conté sobre la súbita partida de Richard. También les dije sucintamente cómo nos habíamos quejado de los sacerdotes. Debe haber sido suficiente para mi padre, porque a poco de eso me retiró de la escuela.
Luego de un tiempo, como yo siguiera hablando de Richard, mi madre me contó finalmente el secreto que el director de la escuela le había confiado. Richard no había vuelto porque había sido expulsado. ¿Por qué había sido expulsado? Mi madre dijo que, según el director, no había habido otra opción. Richard, ese Richard de 12 años, le había explicado, era un “homosexual” y por tanto se le había dicho que no había lugar para él en una escuela católica.
Pasaron años antes de que yo asumiera íntegramente el brutal horror de esta estratagema. No sólo la manera en invertía la verdad sino la forma en que un veredicto tan absurdo podría haber afectado a Richard durante el resto de su niñez y adolescencia.
Pero ahora me doy cuenta, después de leer las 650 páginas del recientemente publicado Reporte sobre la Arquidiócesis Católica de Dublín, de que el cinismo de mi director de Droitwich ante las acusaciones de abuso sexual fue casi un asunto menor comparado con lo que los denunciantes de abuso tuvieron que soportar en Irlanda.
Porque, a diferencia del anterior y más publicitado Reporte Ryan, que estableció que miles de niños y niñas de la República Irlandesa habían sido víctimas de violación y abuso sexual por parte de sacerdotes y monjas, esta última pesquisa llevada a cabo por una Comisión Investigadora se ocupó únicamente de las formas en que las autoridades de la Iglesia y el Estado en Irlanda manejaron las acusaciones de abuso sexual infantil por clérigos.
Nos brinda un estremecedor registro de lo que les sucedió a cientos de niños irlandeses y a sus padres, que tuvieron coraje suficiente para proseguir con sus acusaciones más allá de la etapa a la que logramos llegar el pobre Richard y yo en el Colegio del Sagrado Corazón.
El Reporte muestra una y otra vez cómo hubo una negativa generalizada de las autoridades eclesiásticas a reconocer cualquier acusación de abuso sexual infantil a menos que se hiciera en términos fuertes y explícitos. Las quejas individuales sobre un sacerdote en particular eran por lo general simplemente ignoradas, y al denunciante casi nunca se le permitía saber que se habían recibido muchas otras quejas sobre el mismo sacerdote.
El Reporte muestra una y otra vez cómo hubo una negativa generalizada de las autoridades eclesiásticas a reconocer cualquier acusación de abuso sexual infantil a menos que se hiciera en términos fuertes y explícitos. Las quejas individuales sobre un sacerdote en particular eran por lo general simplemente ignoradas, y al denunciante casi nunca se le permitía saber que se habían recibido muchas otras quejas sobre el mismo sacerdote.
A los acusadores se les decía también que estaban sujetos por un juramento de confidencialidad y que no debían llevar sus quejas a otra parte, recordándoseles que la pena por quebrar este mandato sería la excomunión.
Pero el aspecto verdaderamente devastador del Reporte está en los detalles que da sobre lo que sucedía con cualquier queja que lograba pasar por el laberinto inicial de negación y ocultamiento y llegar a los obispos o arzobispos que eran supuestamente responsables por la conducta de los sacerdotes de su diócesis.
Porque aunque, según el Reporte, estos dignatarios eclesiásticos parecen haber aceptado la validez de la mayoría de las quejas, una y otra vez evitaron invocar sanciones de cualquier tipo sobre aquellos sacerdotes cuyas acciones habían sido descriptas ante ellos.
Pero el aspecto verdaderamente devastador del Reporte está en los detalles que da sobre lo que sucedía con cualquier queja que lograba pasar por el laberinto inicial de negación y ocultamiento y llegar a los obispos o arzobispos que eran supuestamente responsables por la conducta de los sacerdotes de su diócesis.
Porque aunque, según el Reporte, estos dignatarios eclesiásticos parecen haber aceptado la validez de la mayoría de las quejas, una y otra vez evitaron invocar sanciones de cualquier tipo sobre aquellos sacerdotes cuyas acciones habían sido descriptas ante ellos.
En algunos casos los curas eran transferidos a otras parroquias, pero cuando esto ocurría los feligreses o miembros de la nueva parroquia o institución no recibían advertencia alguna sobre la conducta pasada de su nuevo clérigo. En otros casos los abusadores eran enviados por un corto lapso a una institución terapéutica perteneciente a la propia iglesia y luego se les permitía retornar a sus deberes sacerdotales.
En total, la Comisión examinó una muestra representativa de 42 sacerdotes en su estudio sobre las reacciones de la Iglesia y el Estado ante el abuso. Casi cada uno de los casos cuenta una historia de chocante inacción ante abusos sexuales que en muchos casos se extendían por varias décadas.
Consideremos la historia del Padre James McNamee. La primera acusación contra él data de 1960, cuando un antiguo monaguillo le contó a otro sacerdote sobre cómo McNamee actuaba de manera inapropiada con algunos miembros del equipo de fútbol local. No sólo se había duchado junto con los muchachos adolescentes desnudos sino que se los había subido a los hombros.
Estos asuntos fueron investigados por el obispo auxiliar Dunne, que aceptó la versión inocente que McNamee le dio sobre estos eventos, al igual que hizo el arzobispo McQuaid cuando el asunto llegó a su atención. El arzobispo afirmó que “siendo él un sacerdote de valor, estamos de acuerdo en que no puedo rehusarme a aceptar su palabra.”
Pero el interés de McNamee por las duchas con jóvenes desnudos estaba lejos de saciarse. Construyó una piscina de natación privada en su jardín. Los registros de la arquidiócesis muestran que se hicieron varias quejas por incidentes en la piscina tanto al obispo local como al arzobispo. Pero otra vez, nada se hizo, hasta que llegó una queja de un feligrés de que el Padre McNamee y un cierto número de chicos estaban haciendo ejercicio desnudos en la piscina, y que un muchacho desnudo se había sentado en las rodillas del cura para charlar. Se le pidió a un sacerdote de la parroquia que investigara.
En total, la Comisión examinó una muestra representativa de 42 sacerdotes en su estudio sobre las reacciones de la Iglesia y el Estado ante el abuso. Casi cada uno de los casos cuenta una historia de chocante inacción ante abusos sexuales que en muchos casos se extendían por varias décadas.
Consideremos la historia del Padre James McNamee. La primera acusación contra él data de 1960, cuando un antiguo monaguillo le contó a otro sacerdote sobre cómo McNamee actuaba de manera inapropiada con algunos miembros del equipo de fútbol local. No sólo se había duchado junto con los muchachos adolescentes desnudos sino que se los había subido a los hombros.
Estos asuntos fueron investigados por el obispo auxiliar Dunne, que aceptó la versión inocente que McNamee le dio sobre estos eventos, al igual que hizo el arzobispo McQuaid cuando el asunto llegó a su atención. El arzobispo afirmó que “siendo él un sacerdote de valor, estamos de acuerdo en que no puedo rehusarme a aceptar su palabra.”
Pero el interés de McNamee por las duchas con jóvenes desnudos estaba lejos de saciarse. Construyó una piscina de natación privada en su jardín. Los registros de la arquidiócesis muestran que se hicieron varias quejas por incidentes en la piscina tanto al obispo local como al arzobispo. Pero otra vez, nada se hizo, hasta que llegó una queja de un feligrés de que el Padre McNamee y un cierto número de chicos estaban haciendo ejercicio desnudos en la piscina, y que un muchacho desnudo se había sentado en las rodillas del cura para charlar. Se le pidió a un sacerdote de la parroquia que investigara.
Encontró la historia creíble y concluyó que “existe una situación posiblemente explosiva a nivel local, que podría ser verdaderamente muy escandalosa.” Luego consultó con el vicario local y con otros sacerdotes que conocían a McNamee. Por ellos supo que sólo a determinados muchachos seleccionados se les permitía el uso de la piscina privada de McNamee, y que éste también era conocido por ir tomado de las manos de muchachitos en el patio de juegos y por llevar a algunos a dar vueltas en su auto.
Cuando finalmente se lo cuestionó por estos alegatos, McNamee confirmó que había construido su piscina él mismo y que por falta de espacio sólo permitía que hubiera seis chicos en ella al mismo tiempo. Admitió que ocasionalmente se bañaban desnudos pero no vio nada moralmente incorrecto en ello. Indicó su deseo de retirarse del servicio sacerdotal activo, pero las autoridades lo alentaron a seguir como cura parroquial “para evitar cualquier daño que pudiera ocurrir a su reputación”.
Su reputación no era tan buena. El Padre McNamee era tan conocido en la zona en esa época por su hábito de llevar a muchachitos en su auto y abusar de ellos, que los jóvenes locales lo conocían como “Father smack my gee” (usando una expresión del dialecto de Dublín que se refería a los genitales femeninos).
Finalmente, en 1979, casi 30 años después de la primera queja, la renuncia del Padre McNamee fue aceptada y fue asignado capellán de un monasterio de las Carmelitas. A las monjas sólo se les dijo que había sido asignado allí “por razones de salud”. Aparentemente su salud se recuperó pronto. Luego de misa, cada mañana, el Padre McNamee iba a nadar al mar con un grupo seleccionado de monaguillos del lugar.
Luego de más quejas, McNamee fue visto al fin por un arzobispo Murray, que le preguntó si tenía algo que decir sobre los recientes escándalos relacionados con el abuso sexual infantil, insinuando que se habían insinuado ciertas cosas sobre él en la zona. McNamee replicó que eso era “sólo cosas, cosas, cosas que se dicen. Hay como una conspiración en marcha: la gente ve cosas malas donde no hay nada. Mucho de lo que se ha dicho es malvado y malicioso. La gente que hace acusaciones falsas es malvada.”
En marzo de 1995, 35 años después de la primera de una larga serie de quejas sin efecto a las autoridades de la Iglesia, un nuevo denunciante reportó su inquietud sobre McNamee a la Garda (la policía). Pero aunque se pidió una investigación, por alguna razón no explicada el pedido no llegó al lugar apropiado hasta cuatro meses después. Al final, la DPP [Fiscalía Pública] decidió no efectuar una acusación.
Historias terribles como ésta podrían no haberse hecho públicas jamás si se hubiera permitido a las autoridades de la Iglesia manejarlas a su manera. El arzobispo Connell le dijo a la Comisión que darles acceso a los archivos arquidiocesanos “provocó la crisis más grave en su posición como arzobispo” porque entraba en conflicto con su deber hacia sus sacerdotes. “Creo que deben recordar… que la confidencialidad es absolutamente esencial para el trabajo de un obispo, porque si la gente no puede confiar en que mantendrá confidencialmente la información que le dan, no vendrán a él. Y lo mismo vale para los sacerdotes.”
Y los otros tres arzobispos que presidieron la arquidiócesis de Dublín en los años ’60, ’70 y ’80 parecen haber respaldado esta visión sin reservas. En todos esos años, ninguno de ellos reportó a la policía ningún aspecto de su extenso conocimiento sobre abuso sexual infantil.
Pero incluso si hubieran hecho lo que debían bajo la ley civil, no hay garantía que los abusadores sexuales seriales en el sacerdocio habrían visto coartadas sus actividades drásticamente. Los denunciantes que pasaron por alto la Iglesia y fueron directamente a la ley se encontraron frecuentemente con demoras o con simple encubrimiento.
Altas personalidades de la Iglesia que buscaban excusarse por su trayectoria de complacencia y negligencia dijeron que estaban en una “curva de aprendizaje” en relación con el asunto de los abusos sexuales. Pero como observa el Reporte, esta explicación es bastante difícil de reconciliar con las noticias de que la arquidiócesis contrató una cobertura de seguros contra pedidos de compensación [monetaria] contra sus sacerdotes en 1987. Esto suena más a un cinismo profundo que a un reconocimiento progresivo de la necesidad de detener los abusos.
A medida que uno lee el reporte, se da cuenta gradualmente de una omisión flagrante en todos las declaraciones de obispos y arzobispos y de sus razones para no actuar: la preocupación por el daño que estos abusadores seriales estaban infligiendo a los niños.
Cuando finalmente se lo cuestionó por estos alegatos, McNamee confirmó que había construido su piscina él mismo y que por falta de espacio sólo permitía que hubiera seis chicos en ella al mismo tiempo. Admitió que ocasionalmente se bañaban desnudos pero no vio nada moralmente incorrecto en ello. Indicó su deseo de retirarse del servicio sacerdotal activo, pero las autoridades lo alentaron a seguir como cura parroquial “para evitar cualquier daño que pudiera ocurrir a su reputación”.
Su reputación no era tan buena. El Padre McNamee era tan conocido en la zona en esa época por su hábito de llevar a muchachitos en su auto y abusar de ellos, que los jóvenes locales lo conocían como “Father smack my gee” (usando una expresión del dialecto de Dublín que se refería a los genitales femeninos).
Finalmente, en 1979, casi 30 años después de la primera queja, la renuncia del Padre McNamee fue aceptada y fue asignado capellán de un monasterio de las Carmelitas. A las monjas sólo se les dijo que había sido asignado allí “por razones de salud”. Aparentemente su salud se recuperó pronto. Luego de misa, cada mañana, el Padre McNamee iba a nadar al mar con un grupo seleccionado de monaguillos del lugar.
Luego de más quejas, McNamee fue visto al fin por un arzobispo Murray, que le preguntó si tenía algo que decir sobre los recientes escándalos relacionados con el abuso sexual infantil, insinuando que se habían insinuado ciertas cosas sobre él en la zona. McNamee replicó que eso era “sólo cosas, cosas, cosas que se dicen. Hay como una conspiración en marcha: la gente ve cosas malas donde no hay nada. Mucho de lo que se ha dicho es malvado y malicioso. La gente que hace acusaciones falsas es malvada.”
En marzo de 1995, 35 años después de la primera de una larga serie de quejas sin efecto a las autoridades de la Iglesia, un nuevo denunciante reportó su inquietud sobre McNamee a la Garda (la policía). Pero aunque se pidió una investigación, por alguna razón no explicada el pedido no llegó al lugar apropiado hasta cuatro meses después. Al final, la DPP [Fiscalía Pública] decidió no efectuar una acusación.
Historias terribles como ésta podrían no haberse hecho públicas jamás si se hubiera permitido a las autoridades de la Iglesia manejarlas a su manera. El arzobispo Connell le dijo a la Comisión que darles acceso a los archivos arquidiocesanos “provocó la crisis más grave en su posición como arzobispo” porque entraba en conflicto con su deber hacia sus sacerdotes. “Creo que deben recordar… que la confidencialidad es absolutamente esencial para el trabajo de un obispo, porque si la gente no puede confiar en que mantendrá confidencialmente la información que le dan, no vendrán a él. Y lo mismo vale para los sacerdotes.”
Y los otros tres arzobispos que presidieron la arquidiócesis de Dublín en los años ’60, ’70 y ’80 parecen haber respaldado esta visión sin reservas. En todos esos años, ninguno de ellos reportó a la policía ningún aspecto de su extenso conocimiento sobre abuso sexual infantil.
Pero incluso si hubieran hecho lo que debían bajo la ley civil, no hay garantía que los abusadores sexuales seriales en el sacerdocio habrían visto coartadas sus actividades drásticamente. Los denunciantes que pasaron por alto la Iglesia y fueron directamente a la ley se encontraron frecuentemente con demoras o con simple encubrimiento.
Altas personalidades de la Iglesia que buscaban excusarse por su trayectoria de complacencia y negligencia dijeron que estaban en una “curva de aprendizaje” en relación con el asunto de los abusos sexuales. Pero como observa el Reporte, esta explicación es bastante difícil de reconciliar con las noticias de que la arquidiócesis contrató una cobertura de seguros contra pedidos de compensación [monetaria] contra sus sacerdotes en 1987. Esto suena más a un cinismo profundo que a un reconocimiento progresivo de la necesidad de detener los abusos.
A medida que uno lee el reporte, se da cuenta gradualmente de una omisión flagrante en todos las declaraciones de obispos y arzobispos y de sus razones para no actuar: la preocupación por el daño que estos abusadores seriales estaban infligiendo a los niños.
Dondequiera que se menciona algún daño o injuria, siempre es en referencia a la posición y reputación del sacerdote. Esto es lo que debe ser protegido a cualquier costo.
Es una declaración del mérito de los autores del Reporte el que no sólo desnudan las fallas estructurales de la Iglesia y de la ley que permitieron que el abuso serial ocurriera, sino que también reinstalan el bienestar de los niños en el centro de su veredicto condenatorio final.
“La Comisión no tiene dudas de que el abuso sexual clerical fue encubierto por la Arquidiócesis de Dublín y otras autoridades de la Iglesia….
Es una declaración del mérito de los autores del Reporte el que no sólo desnudan las fallas estructurales de la Iglesia y de la ley que permitieron que el abuso serial ocurriera, sino que también reinstalan el bienestar de los niños en el centro de su veredicto condenatorio final.
“La Comisión no tiene dudas de que el abuso sexual clerical fue encubierto por la Arquidiócesis de Dublín y otras autoridades de la Iglesia….
Las estructuras y reglamentos de la Iglesia Católica facilitaron ese encubrimiento. Las autoridades del Estado facilitaron el encubrimiento al no cumplir con sus responsabilidades de asegurarse que la ley se aplicase igualmente a todos y al permitir que las instituciones de la Iglesia estuvieran más allá del alcance de los procesos normales de la ley.
El bienestar de los niños, que debería haber sido la prioridad, no fue siquiera un factor considerado en las etapas tempranas. En cambio se puso el acento en evitar el escándalo y la preservación del buen nombre, estatus y recursos de la institución y de lo que la institución veía a como sus miembros más importantes: los sacerdotes…. Es responsabilidad del Estado asegurar que nunca más una inmunidad similar se le conceda a ninguna institución.”
Entretanto, en Droitwich, Inglaterra, un emprendimiento residencial cubre el área una vez ocupada por el Colegio del Sagrado Corazón. Hay, sin embargo, un sitio en Facebook del colegio, en el cual más de 53 miembros están ocupados intercambiando recuerdos de antiguos alumnos y maestros. Richard Glenister y el Padre Dunworth no han merecido, hasta ahora, una mención.
Entretanto, en Droitwich, Inglaterra, un emprendimiento residencial cubre el área una vez ocupada por el Colegio del Sagrado Corazón. Hay, sin embargo, un sitio en Facebook del colegio, en el cual más de 53 miembros están ocupados intercambiando recuerdos de antiguos alumnos y maestros. Richard Glenister y el Padre Dunworth no han merecido, hasta ahora, una mención.
http://alertareligion.blogspot.com/2010/02/negacion-encubrimiento-hipocresia.html