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Lo que perdimos en Iraq y en Washington (2009-2012)



La gente me hace la pregunta de formas distintas, en ocasiones dudando, a menudo a través de una larga digresión, pero mi respuesta es siempre la misma: no se arrepienten de nada.

En más o menos 24 años de servicios para el gobierno, he experimentado mi propia porción de discordancia respecto a lo que se decía en público y lo que el gobierno hacía a espaldas de la opinión pública.
 
 En la mayor parte de los casos, la brecha se llenaba con asustados hombrecitos y mujercitas, y lo que quedaba sin decir se achacaba a los errores y defectos de esos funcionarios anónimos.

Sin embargo, lo que viví mientras servía al Departamento de Estado en una base de operaciones de avanzada en Iraq fue algo muy diferente. 
 
Allí, la distancia entre lo que estábamos haciendo (derroche desorbitado y mala gestión) y lo que estábamos diciendo (las inacabables proclamas de éxito y progreso), se llenaba con insensibilizados soldados e iraquíes devastados, no con burócratas miedicas).

Eso ya fue demasiado incluso para que un guerrero de oficina bien experimentado como yo lo ignorara, y por eso escribí un libro sobre el tema : “We Meant Well: How I Helped Lose the War for the Hearts and Minds of the Iraqi People”. 
 
Me encontraba allí para ver lo que acontecía, dirigiendo dos Equipos de Reconstrucción Provincial (PRTs, por sus siglas en inglés) en el Iraq rural mientras participaba de forma estrecha y personal en lo que el gobierno estadounidense estaba haciendo con, no para, los iraquíes. 
 
Al principio pensé que el subtítulo de mi libro iba a ser “Lessons for Afghanistan”, ya que confiaba en que allí no se repitieran, hasta la saciedad, los mismos errores. 
 
Algunas veces tener razón no resuelve absolutamente nada.

En la época en que llegué a Iraq, en 2009, apenas esperaba que me recibieran o saludaran como liberador -como habían confiado las autoridades que lanzaron la invasión de ese país allá por 2003- con un desfile o un ramo de flores.
 
 Pero tampoco imaginé nunca que Iraq sería el desastre que los estadounidenses habían creado. 
 
Ni tampoco esperaba ser bien recibido a mi vuelta como un héroe por mi empleador, el Departamento de Estado, a causa de mi libro o por las disparatadas historias y momentos penosos que resumían cómo Estados Unidos se había gastado más de 44.000 millones de dólares en la reconstrucción/deconstrucción de Iraq. 
 
Nunca imaginé que el Estado iba a tomar represalias contra mí.

A cambio de mi libro, un relato veraz de mi año en Iraq, me quitaron la habilitación de seguridad, me enviaron a casa para que me quedara de brazos cruzados durante meses, después temporalmente permitieron que regresara solo como teleoperador sin derechos y, mientras escribo estas líneas, estoy dando los últimos pasos hacia mi despido.

Lo que dejamos atrás en Iraq

Por desgracia, en los casi dos años desde que dejé Iraq, pocas cosas han sucedido que puedan desafiar mi creencia en que fracasamos en la reconstrucción y que, debido a ese fracaso, perdimos la guerra.

El Iraq actual es una extensión del Iraq que vi y que he descrito. 
 
La reciente cumbre de la Liga Árabe en Bagdad, saludada por algunos como un hito, fue poco más que un momento orquestado en esa secuencia temporal, como todas esas elecciones púrpura que EEUU patrocinó en Iraq durante toda la Ocupación.
 
 Si despliegas suficientes policías y soldados –a causa de la cumbre, Bagdad se cerró durante una semana, se desconectó la red de teléfonos celulares y se proclamaron “ días festivos ” para mantener las calles libres de humanidad-, puedes temporalmente controlar cualquier lugar, al menos a la vista de la cámara. 
 
Se gastaron más de 500 millones de dólares, en parte en plantar flores a lo largo de la carretera por la que circularon los dignatarios y en la in mensamente fortificada Zona Internacional situada en el corazón de la capital (conocida en mis días como Zona Verde). Alguien en Iraq debe de haber buscado en Google “Aldea Potemkin”.

Más allá de la maestría escénica, el Iraq que creamos con nuestra guerra es un lugar miserable, inseguro e inestable. 
 
Desde luego, la vida prosigue allí (con la habitual carencia de electricidad y agua potable) pero, como muestran las noticias, en medio de una sinfonía furibunda de suicidas-bomba y asesinatos selectivos. 
 
Aunque puede que el público estadounidense haya cambiado de canal en búsqueda de espectáculos más excitantes en Libia, ahora en Siria, o quizá tan solo a American Idol, el pueblo iraquí está atrapado en el color ámbar, reviviendo las escenas que presencié en 2009-2010, evocando los recuerdos de todo lo bueno que no hicimos.

Sin embargo, los vínculos entre Iraq e Irán continúan fortaleciéndose, con Bagdad sirviendo de escala para el blanqueo de dinero de un Teherán cada vez más cercado por las sanciones estadounidenses y europeas incluso cuando vende electricidad a Iraq. (¡Otro fracaso del programa de reconstrucción!). 
 
En efecto, con un Irán que ahora puede inmiscuirse en Iraq por vías que habrían sido inviables cuando Sadam Husein estaba en el poder, ese país estará más capacitado para luchar contra la hegemonía de EEUU en la región.

Teniendo en cuenta lo que dejamos atrás en Iraq, está más allá del alcance de cualquiera, incluso de los seres repugnantes que iniciaro n la guerra en 2003, proclamar victoria o logro alguno allí y, excepto esos expertos peculiares que buscan irritar a su audiencia, nadie lo hace.

Lo que dejamos atrás en casa

La otra historia que se desplegó durante meses desde que volví de Iraq es la mía propia. Aunque el Departamento de Estado diera vía libre en octubre de 2010 a la publicación de “We Meant Well ”, empezó a investigarme un mes antes de que el libro se depositara en las librerías. 
 
Esa investigación se completó en diciembre de 2011, aunque el Estado no adoptó en ese momento la decisión de cesarme.

Presenté una queja como denunciante por motivos de conciencia ante la Oficina del Consejo Especial (OSC, por sus siglas en inglés) en enero de 2012. 
 
Fue solo después de que esa queja –alegando represalias - se presentara y justo días antes de que la OSC entregara su documento de petición de exhibición de pruebas ante el Estado, cuando mi patrón desde hace tanto tiempo se dispuso finalmente a despedirme.
 
 El tiempo lo es todo en el amor, la guerra y la burocracia.

Las acusaciones presentadas son ridículas (incluyendo la “falta de franqueza”, como si demasiado franqueza no fuera el problema de raíz aquí). 
 
Evidentemente, el Estado estaba utilizando mi caso para hacer gala de su autoridad sobre sus empleados creando una parodia de justicia, reforzándola después para demostrar que, bien, en lo que a pisotear la discrepancia se refiere, todo vale.

Mi caso también ilustra la grosera utilización de la “seguridad nacional” como herramienta dentro del gobierno para silenciar la disidencia.
 
 La oficina de la Seguridad Diplomática del Estado, su Stasi interna, controló mi email personal y mi uso de Internet durante meses, utilizó forenses informáticos para hacer espeleología buscando algo feo en mi mundo online, me colocó en la lista de Vigilancia de Amenazas del Servicio Secreto, examinó mis finanzas y utilizó herramientas de hacker para aspirar mis excrementos por toda la red; a propósito, todo ello con un coste desconocido para los contribuyentes. 
 
La Seguridad Diplomátic a llegó incluso a enviar un agente para que entrevistara a mis vecinos, tratando de pescar algo que utilizar en mi contra sumergiéndose a fondo en todos los aspectos de mi vida, utilizando las nuevas herramientas y el poder de que dispone el gobierno no para detener terroristas sino para detenerme a mí.

Mientras nuestro gobierno siga acumulando aún más lo que piensa que el pueblo estadounidense no tiene derecho a conocer, habrá cada vez más persecuciones y más procesamientos. 
 
Muchas de las cosas ilegales que el Presidente Richard Nixon hizo con el famoso denunciante de los Papeles del Pentágono, Daniel Ellsberg, son ahora legales (en función del Acta Patriótica) y mucho más fáciles de conseguir con las nuevas tecnologías. 
 
Por ejemplo, no se necesita irrumpir en el despacho de mi psiquiatra buscando algo sucio, como ocurrió con Ellsberg; después de todo, la Agencia Nacional de Seguridad puede penetrar en los registros electrónicos de mi doctor tan fácilmente como usted puede leer esta página.

Con su uso agresivo y tristemente descuidado de la draconiana Acta de Espionaje para encarcelar a los denunciantes internos, la administración Obama ha ido, en muchos casos, mucho más allá del acoso y la intimidación empuñando ahora las bellas herramientas de la justicia de forma perversa para silenciar la disidencia. 
 
Más benigna en teoría, en la práctica se diferencia poco de cuando los soviéticos ejecutaban a los disidentes por espías tras celebrar farsas de juicio, o cuando los chinos utilizan sus tribunales para confinar legalmente a los pensadores que desaprueban en instituciones mentales. 
 
Todos dicen estar cumpliendo tan solo los reglamentos. Suba el volumen de seis a diez y habrán saltado de la venganza al totalitarismo. 
 
Nos estamos convirtiendo en la Alemania del Este.

Lo que yo dejé atrás

He tenido que pagar un precio personal por mi libertad de expresión.
 
 En mi antigua oficina, una vez que se publicó mi libro en septiembre de 2011, algunos compañeros mordaces hicieron una porra para adivinar cuándo iban a despedirme, si antes o después de noviembre. 
 
Puse 20 dólares a la fecha más larga.
 
 Después de todo, si yo no podía ser optimista acerca de mantener mi empleo, ¿quién iba a serlo?

Un día de octubre, la seguridad me sacó fuera de esa oficina a empellones y aunque en noviembre aún no me habían despedido y por tanto gané la apuesta, nunca pude recogerla.
 
 La mayoría de los que habían participado en la porra me rehuían ahora, temerosos por sus propias frágiles carreras en el Estado.

He acabado hablando, normalmente por la noche, con unos cuantos soldados con los que trabajé en Iraq. 
 
Algunos se encuentran al otro lado de una larga conexión de Skype en Afganistán, otros han dejado el ejército o están estacionados en EEU U.
 
 La mayoría de ellos comparte mi rabia y amargura, sintiéndose por lo general utilizados y despreciados ahora que necesitan un trabajo y no una alabanza de compromiso y la promesa de un desfile.

Pienso que “We Meant Well” es muy divertido en algunas partes.
 
 Recuerdo que lo escribí casi como una experiencia extracorpórea mientras trataba de abordar la tristeza y absurdidad de cuanto acontecía en Iraq con un sentimiento de ironía y humor negro. 
 
Eso se me agotó ya y si tuviera que escribir la historia hoy, lo más triste es que también me saldría indignada y amarga.

Miembro de un club que me admita

Teniendo que dejar atrás amigos que resultó que no tenía, una carrera que se deshacía bajo mis pies y un sentido del humor que me gustaría poder recuperar, me encontré a mí mismo siendo miembro de un nuevo club donde no recuerdo haber solicitado entrar: el de los denunciantes internos por motivos de conciencia. 
 
Me he reunido ya con varios de los denunciantes sobre los que he escrito con admiración: Tom Drake, Mo Davis, John Kiriakouy Robert MacLean, entre otros.

Como ex empleados todos del gobierno o a punto de serlo, cuando nos reunimos, tenemos pequeñas charlas sobre jubilación, pensiones y cosas así.
 
 Nadie habla de revolución o anarquía, la imagen de nosotros que el gobierno a menudo desliza subrepticiamente a los medios de comunicación. 
 
Después de todo, hasta que tocamos el silbato, todos creíamos a nuestra manera en el sistema estadounidense. Es por eso que en realidad hicimos lo que hicimos.

Mis nuevos compañeros de club representan cientos de años de servicio –un par de ellos había tenido largas carreras militares antes de incorporarse al lado civil del gobierno- y cubrimos una franja notablemente amplia del espectro político estadounidense. 
 
Lo que realmente tenemos en común es que, cuando cumplíamos con nuestras tareas, nos tropezamos con las colosales fechorías del gobierno (tortura sistematizada, escuchas telefónicas sin orden judicial, fraude y derroche) y nos alzamos en aras de lo que es justo en el espíritu estadounidense, y nos encontramos pagando sorprendentes precios personales por actos que parecían obvios y necesarios.
 
 Somos culpables de ingenuidad, no de traición.

Cada uno de nosotros pensó inicialmente que las agencias para las que trabajábamos se preocuparían por lo que habíamos descubierto y querrían trabajar con nosotros para resolverlo. 
 
Si la mayoría de nosotros estamos ahora desilusionados, no era sí al principio.
 
 Solo es a través de la fuerza de los hechos por lo que nos hemos transformado en opositores a un gobierno fuera de control que no tolera a quienes expongan las necesarias verdades para crear los ciudadanos informados de Thomas Jefferson.
 
 Al reunirme con los colegas de mi nuevo club, he aprendido que los denunciantes no nacen sino que los crea un gobierno que tiene mucho que esconder y una necesidad insaciable de hacerlo.

Una de esos denunciantes, Jesselyn Radack, escribió un libro sobre sus experiencias titulado “ Traitor: The Whistleblower and the American Taliban”. 
 
 
En los albores de la Guerra contra el Terror, Radack, fiscal del Departamento de Justicia (DOJ, por sus siglas en inglés), escribió un memorando afirmando que John Walker Lindh, el “talibán estadounidense” capturado en Afganistán, era titular de derechos y no se le podía interrogar sin la presencia de su abogado.

El FBI siguió adelante y le interrogó de todos modos y después el DOJ intentó hacer desaparecer los emails de Radack documentando esta violación constitucional. 
 
Haciendo caso omiso de su consejo, el gobierno ignoró los derechos de uno de sus propios ciudadanos.
 
 Posteriormente, obligaron a la misma Radack a dejar el COJ, la acosaron e incluso tuvo que pelear para poder mantener su licencia de abogada.

Como prueba de que Dios disfruta en efecto con las ironías, Radack hoy ayuda a representar a la mayoría de la actual cosecha de denunciantes del gobierno (incluido yo) en sus luchas contra el gobierno al que una vez sirvieron. 
 
Radack y yo estamos ahora trabajando con el cineasta James Spione, nominado a los Premios de la Academia, en un documental sobre los denunciantes internos.

Lo que quedará atrás

Así pues, ¿qué es lo que va aquedarme en mis últimos días como trabajador castigado del Departamento de Estado destinado en tiempo muerto en mi propio hogar? 
 
Dada mi situación, desde luego no hay mesa que despejar; no hay baratijas que empacar recogidas en mis 24 años de servicios en el extranjero.
 
 Todo lo que queda es una última prueba para ver si el sistema, especialmente la Primera Enmienda, que nos garantiza el derecho a la libertad de expresión, sigue aún latiendo en 2012.

Aunque el Estado podría despedirme en cuestión de semanas, por otra parte estoy a solo unos meses de mi jubilación semi-voluntaria. 
 
Ya que estoy obviamente en la calle, la decisión del Estado de utilizar sus herramientas de la seguridad interna y las caras maniobras legales pagadas por los contribuyentes, a estas alturas no puede realmente acortar mi estancia por unos escasos cuatro meses.
 
 En cambio, resulta evidente que quieren colocar mi cabeza sobre una pica en el vestíbulo de la sede del Foggy Bottom del Estado como advertencia para que sus otros empleados no se conviertan en disidentes ni hagan siquiera mención a las irregularidades con las que puedan toparse.
 
 Peor aún, el mensaje exhorta a creer ciegamente, beber Kool-Aid y a agachar la cabeza, mientras alaban el valor de los disidentes chinos o de los bloggers egipcios.
 
 El Departamento de Estado solo se responsabiliza de sus palabras, no de sus acciones, por decirlo de forma suave.

En paralelo al proceso de despido del Departamento de Estado, hay una investigación de la OSC sobre mi denuncia por represalias, que el Estado está intentando eludir echándome a la calle antes de que concluya. El Estado quiere utilizar mi situación para enviar un mensaje a su ya acobardado personal. 
 
Sin embargo, si la OSC decide que el Departamento de Estado adoptó represalias contra mí, entonces el mensaje que pueda llegar va a ser muy diferente. 
 
Podría estar indicando que la Primera Enmienda aún sigue alcanzando, aunque sea levemente, los pasillos del gobierno y quizá el próximo responsable, el Oficial del Servicio Exterior, lleve las cosas un poco más lejos, lo cual sería bueno para nuestra democracia.

De una forma u otra, en algún momento no muy lejano la puerta de salida golpeará mi trasero. Pero sigue aún sin decidirse si el eco que quede detrás dentro del Departamento de Estado será el de la justicia o el de la venganza burocrática. 
 
Mi libro está ya acabado y también mi carrera. 
 
Sin embargo, lo que quede detrás no solo es importante para mí, sino para todos nosotros.

Peter Van Buren, es un veterano funcionario del Servicio Exterior del Departamento de Estado donde ha trabajado durante 24 años; pasó un año en Iraq como jefe de equipo de dos Equipos de Reconstrucción Provincial del Departamento de Estado. 
 
Ahora se encuentra en Washington y es un colaborador regular de TomDispatch
 
Acaba de publicar el libro “We Meant Well: How I Helped Lose the Battle for the Hearts and Minds of the Iraqi People” (American Empire Project, Metropolitan Books).

[Descargo de responsabilidad: Las opiniones aquí expresadas son únicamente las del autor en su capacidad privada y no representan en modo alguno la opinión del Departamento de Estado o de cualquier otra entidad del gobierno de EE.UU. 
 
Resulta bastante obvio que el Departamento de Estado no ha aprobado, aceptado, acogido, twiteado ni autorizado este artículo].

Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/175526/tomgram%3A_peter_van_buren%2C_joining_the_whistleblowers%27_club/#more

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