Los festejos de la Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana, Europea y Norteamericana, giran normalmente en torno a mitos y manipulaciones, leyendas e inventos, dignos de las mentes más calenturientas (no lo digo por la pedofilia habitual en esa comunidad), que bien podrían competir con todo lo imaginado por Ray Bradbury o Isaac Asimov a la hora de fantasear sobre el universo y sus misterios.
Sin embargo, me molesta un pelín que los dos autores citados no gocen de un día señalado y bendecido en el calendario, como las vírgenes, santos y demás clientes celestiales (incluidos los Reyes Magos) que celebran los amantes de la fe y sus ficciones.
El día 19 de Marzo, en algunas comunidades del reino borbónico, se conmemora el llamado Día del Padre.
No tengo el menor incoveniente en ello, ya que de esa forma hay un día más de asueto en el almanaque.
Millones de personas aprovecharán para escapar de la angustia que ha traido la crisis ética y económica que la banca privada decidió, con el beneplácito de los gobiernos del capitalismo, que esos números rojos que les salían en las cuentas debían pagarlos los trabajadores.
Una vez más, lo privado succionaba vampíricamente a los humildes, dejándoles poco menos que los huesos.
Hace unas semanas, durante una comida amistosa y fraternal, me hallaba al lado de una señora de aspecto tierno y de ademanes muy suaves, de unos setenta años, con la que conversé animadamente hasta que, no sé por qué razón, salió a colación lo del Día del Padre.
Sin ningún recato o prudencia, comencé a ironizar sobre el verdadero padre de Jesús que, según me enseñaron de niño, no fue otro que un ángel del Señor que depositó unas gotas de semen divino en el interior de la Virgen María, con tal mimo y cuidado que el himen de la dama no sufrió ruptura.
A los nueve meses, el día 24 de diciembre del año Cero nacía el hijo de Dios.
Desde entonces, los José se llaman Pepe (cual indican las siglas Pater Putativus), que los altos mandos religiosos otorgaron como denominación popular al sufrido ebanista, amante y fiel esposo.
Al escuchar aquellas palabras, la dama se levantó del asiento y discretamente, sin pronunciar palabra, abandonó la silla en la que se sentaba a mi lado.
En ese instante, comprendí que había metido la pata hasta el corvejón.
Soy un canalla.
¿Cómo podrá dormir ya aquella mujer, imaginando las bestialidades que le dije?
No tengo perdón y desde esta web le pido disculpas.
Así aprenderé que con los creyentes no se discute, ni se debaten cuestiones de ese calado.
La fe está por encima del coito.