

La última semana de agosto, tras la entrada de los rebeldes en
Trípoli, el mundo árabe estalló en un grito de alivio y júbilo.
En Yemen
y Siria las manifestaciones populares contra las dictaduras de Ali
Saleh y Bachar Al-Assad multiplicaron su número e intensidad al calor de
esta victoria que todos los pueblos de la región vivieron como propia.
En Túnez, los días 22 y 23 de agosto, refugiados libios y ciudadanos
tunecinos celebraron en las calles de la capital, pero también en Sfax,
Gabes y Jerba, la caída de Gadafi.
Los propios partidos de izquierda se
sumaron a la celebración.
Así el Partido Comunista Obrero de Túnez, de
Hama Hamami, uno de los opositores más perseguidos por el régimen de Ben
Ali, difundía el 24 de agosto un comunicado en el que felicitaba “al
hermano pueblo de Libia por su victoria sobre el despótico y corrupto
régimen de Gadafi, confiando en que ahora el pueblo libio pueda decidir
su propio destino, recuperar sus libertades y derechos y construir un
sistema político basado en la soberanía que le permita regenerar su
país, movilizar sus riquezas en favor de todos los ciudadanos y
establecer profundas relaciones de hermandad con los pueblos vecinos”.
Durante los últimos seis meses, en todas las capitales árabes donde la
gente protestaba contra los dictadores locales, a menudo jugándose la
vida, se han celebrado manifestaciones de solidaridad con el pueblo
libio; nos guste o no, aún tratándose de una de las zonas más
anti-imperialistas del mundo, no ha habido ninguna protesta contra la
intervención de la OTAN.
Durante estos últimos meses he tenido a
veces la impresión de que mientras la derecha coloniza y bombardea el
mundo árabe, la izquierda (una parte de la izquierda europea y
latinoamericana) le indica cuándo, cómo y de quién debe liberarse.
No
voy a entrar en una polémica muy pugnaz que ha fracturado el campo
anti-imperialista; sólo quiero dejar constancia de que el único lugar
donde esa polémica no ha existido ha sido curiosamente el lugar donde se
producían los acontecimientos.
Mientras la izquierda occidental se
intercambiaba bofetadas en torno a la intervención de la OTAN, los
pueblos árabes, acompañados por una izquierda regional a la que ni
Europa ni América Latina han escuchado, se dedicaban y se dedican a
combatir las dictaduras con medios y en condiciones que ningún análisis
marxista habría previsto y probablemente tampoco deseado.
El caso es que
tampoco las potencias occidentales habían previsto ni deseado lo
ocurrido y el resultado de su improvisación chapucera, tan hipócrita
como diligente, es aún una incógnita.
Uno de los errores del
esquemático análisis de un sector de la izquierda occidental (tan
occidental en esto como occidentales son las bombas de la Alianza
Atlántica) es el de llamar la atención sobre los intereses
euro-estadounidenses en Libia, como si esos intereses no hubieran estado
asegurados bajo Gadafi y como si, en cualquier caso, de una enumeración
de intereses se desprendiese necesariamente una intervención.
No se
interviene donde y cuando se quiere sino donde y cuando se puede.
Los
intereses interesan, sin duda, pero no hacen posible una intervención
militar.
En el caso de Libia, a mi juicio, son dos los factores que la
han hecho posible.
El primero es que se trataba, como reconocieron
enseguida los pueblos y las izquierdas árabes, de una causa justa.
La
rebelión popular comenzada en Bengasi y abortada en el barrio de Fashlum
de Trípoli el 17 de febrero prolongaba, con igual legitimidad y
espontaneidad, las revoluciones de Túnez y Egipto.
Escribía Jean-Paul
Sartre en 1972 que “el poder utiliza la verdad cuando no hay una mentira
mejor”. En este caso ninguna mentira era mejor que la verdad misma: “el
monstruoso tirano” Gadafi era un monstruoso tirano y los “rebeldes
libios” eran realmente rebeldes libios.
Al convertir occidente la verdad
en propaganda, la izquierda esquemática -muy alejada o con poco
conocimiento de la zona- cayó en la trampa y se puso a repetir
ingenuamente, frente a ella, un montón de mentiras o medias verdades,
regalando a los bombardeadores una causa justa y asumiendo la ignominia
de defender una injusticia.
El segundo factor tiene que ver con el
aislamiento del régimen de Gadafi. Aparte de Nicaragua y Venezuela, muy
alejados del escenario, los únicos amigos que tenía Gadafi en el mundo
eran unos cuantos dictadores africanos y unos cuantos imperialistas
occidentales.
Abandonado por estos últimos, ningún Estado con autoridad
geoestratégica -ni la Liga Arabe ni China ni Rusia- iban a oponer
resistencia a la intervención de la OTAN.
Al contrario de lo que ocurre
en Siria, un avispero de equilibrios muy sensibles en el que Bachar
Al-Assad vende en todas direcciones la carta de la “estabilidad”
mientras mata impunemente a miles de revolucionarios, Gadafi y su
régimen no representaba nada en la región.
Al contrario, todos los
intereses, también los políticos, lo volvían vulnerable: más que el
petróleo, entre los factores desencadenantes de la intervención de la
OTAN hay que incluir las presiones de Arabia Saudí sobre unos EEUU muy
renuentes y la oportunidad para Francia de "represtigiarse" en su “patio
trasero” natural, el norte de Africa, tras el batacazo sufrido en Túnez
y Egipto, donde el apoyo a Ben Alí y a Moubarak (con el escándalo de
las vacaciones pagadas de sus ministros) habían dejado a Sarkozy
completamente fuera de juego.
El otro error en el que ha incurrido
un cierto sector de la izquierda tiene que ver precisamente con su
esquematismo o, mejor dicho, con su monismo.
Los pueblos y las
izquierdas árabes, jugándose la vida sobre el terreno, han comprendido
enseguida la imposibilidad de escapar a la incomodidad analítica si
querían derrocar a sus dictadores.
Han sabido que había que afirmar
muchos hechos al mismo tiempo, algunos contradictorios entre sí.
En el caso de Libia, esos cinco o seis hechos
son los que siguen: Gadafi es un dictador; la revuelta libia es
popular, legítima y espontánea; la revuelta es enseguida infiltrada por
oportunistas, liberales pro-occidentales e islamistas; la intervención
de la OTAN nunca tuvo vocación humanitaria; la intervención de la OTAN
salvó vidas; la intervención de la OTAN provocó muertes de civiles; la
intervención de la OTAN amenaza con convertir Libia en un protectorado
occidental.
¿Qué hacemos con todo esto?
Podemos dejar a un lado la realpolitik,
acudir al realismo y tratar de analizar la nueva relación de fuerzas en
el contexto de un mundo árabe en pleno proceso de transformación.
O
podemos afirmar Un Solo Hecho -monismo- y someter todos los demás a sus
latigazos negacionistas. Así, si sólo afirmamos la intervención de la
OTAN, con sus crímenes y amenazas, nos vemos enseguida obligados, por
una pendiente lógica que nos aleja cada vez más de la realidad, a negar
el carácter dictatorial de Gadafi y afirmar, aún más, su potencial
emancipatorio y anti-imperialista; a negar el derecho y espontaneidad de
la revuelta libia y afirmar, aún más, su dependencia mercenaria de una
conspiración occidental.
Lo malo de este ejercicio de monismo es que
deja fuera precisamente los datos que más importan a los pueblos árabes y
a las izquierdas árabes y los que más deberían importar a los
anti-imperialistas de todo el mundo: la injusticia de un tirano y la
reclamación de justicia del pueblo libio.
El monismo simplifica
las cosas allí donde son muy -muy- complicadas. La OTAN misma es
consciente de esta complejidad, como lo demuestra el hecho de que -tal y
como recuerda Gilbert Achcar- ha bombardeado muy poco Libia con
el propósito de alargar la guerra y tratar de gestionar una derrota del
régimen sin verdadera ruptura con él; lo contrario, es decir, de lo que
demanda el pueblo libio.
El conflicto entre la OTAN y una parte de los
rebeldes es manifiesto, como lo es entre los rebeldes y la cúpula
dirigente del CNT.
Hemos escuchado en los últimos días las denuncias muy
agresivas -dirigidas tanto a EEUU e Inglaterra como a Mustafá Abdul
Jalil y Mahmud Jibril- de Abdelhakim Belhaj e Ismail Salabi, comandantes
rebeldes vinculados al islamismo militante.
Como en Túnez y en Egipto,
los islamistas están bien organizados y tienen fuerza, pero no son ellos
los que comenzaron las revueltas.
Es muy triste ver de pronto a un
cierto sector de la izquierda unirse al coro de la “guerra contra el
terrorismo” y la “amenaza de Al-Qaeda”, precisamente cuando las
revoluciones árabes demuestran su escasísimo ascendiente sobre la
juventud árabe.
Cualquiera que sea o haya sido la relación entre
Al-Qaeda y el Grupo Combatiente Musulmán Libio, las declaraciones
públicas de sus líderes en favor de “un Estado civil” y una “verdadera
democracia”, muy poco creíbles, demuestran un gran conocimiento de la
corriente que empuja en estos momentos la región.
Desde la izquierda
tenemos quizás que aceptar la idea de que el mundo árabe inevitablemente
será gobernado por el islamismo en los próximos años -si se le hubiese
dejado gobernar hace veinte hoy se habrían librado ya de ellos-, pero la
triunfal visita de Erdogan a Egipto, Túnez y Libia indica que ese
islamismo ya no será el de la yihad y el atentado suicida, como
interesaba a la UE y EEUU, sino un “islamismo democrático” cuyos
límites, en todo caso, se revelarán también enseguida a los ojos de una
población juvenil excedentaria crecientemente integrada en las redes de
información global.
Como quiera que sea, la izquierda, que carece
de armas y dinero, sólo debería atreverse hablar después de haber
imaginado qué haría con ellas -armas y dinero- si las tuviera.
¿Se las
habría dado a Gadafi?
¿Se las habría dado a los rebeldes anticipándose a
la OTAN?
Lo que debe saber la izquierda occidental es que apoyando a
Gadafi, no apoya a Chávez (contrapunto democrático del tirano libio, no
obstante sus absurdas declaraciones) sino a Aznar y a Berlusconi y, aún
peor, a Ben Ali y Moubarak.
La izquierda árabe, muy realista, sabe lo
que habría significado una victoria de Gadafi para la Primavera Arabe
aún en curso.
No hay que olvidar que Gadafi apoyó al dictador tunecino
tras su salida del país, amenazó a su pueblo y trató de desestabilizar
sus nuevas instituciones para restablecer a la familia Trabelsi en el
poder hasta que -precisamente- la rebelión popular libia del 17 de
febrero frustró todos sus planes.
El sofocamiento a sangre y fuego de la
revuelta libia hubiera puesto en peligro los logros revolucionarios de
Túnez y Egipto, alentado una represión aún mayor en Yemen y Siria y
congelado todas las protestas que retoñan de nuevo en Marruecos,
Jordania y Bahrein.
No se puede -no se puede, no- estar a favor de las
revoluciones árabes y de Gadafi al mismo tiempo. Paradójicamente, los
que apoyan a Gadafi apoyan sin darse cuenta la ofensiva
contrarrevolucionaria de la OTAN en el norte de Africa.
Quizás
prefiramos un orden malo, con tal de que sea invencible, mejor que un
desorden ambiguo en el que existe alguna posibilidad de vencer, aunque
sea a largo plazo; quizás hubiéramos preferido que el metepatas de
Mohamed Bouazizi no se hubiera inmolado incendiando toda la región (con
lo tranquilos que estábamos); quizás hubiéramos preferido que los
pueblos árabes no se hubieran levantado si no podían ser marxistas y si
al final no va a servir para nada o sólo para que gobierne el islam o
para que un puñado de humillados y ofendidos respiren un poco.
Pero no
somos nosotros quienes decidimos.
Lo cierto es que los pueblos árabes,
incluido el libio, han decidido desembarazarse de las dictaduras más
largas del planeta, “descongelando” una región del mundo petrificada
desde la primera guerra mundial y condenada a servir una y otra vez
intereses ajenos; y con esa decisión la han devuelto a “la corriente
central de la historia”.
Podemos dejarnos llevar por nostalgias de
guerra fría; podemos ver tranquilizadoras conspiraciones de los mismos
malos de siempre, ahorrándonos así el esfuerzo de acercarnos a nuestros
afines sobre el terreno y de analizar con cuidado los nuevos actores que
intervienen en el escenario global; podemos hacer discursos en lugar de
hacer política; y regañar a los árabes en lugar de aprender de ellos.
O
podemos solidarizarnos con los pueblos que en estos momentos están
tratando de terminar una historia o de empezar una nueva; con los que,
como Siria, Yemen, Bahrein, tratan de sacudirse el yugo de sus
dictadores y con los que, como Túnez, Egipto y Libia, tienen que
intentar librarse, a partir de ahora, de distintas modalidades de
intervención extranjera.