“…la experiencia chilena, y más
particularmente su exitosa transición democrática y su sostenido
crecimiento económico, es un modelo para la región y el mundo” decía el pasado mes de marzo el presidente norteamericano Barack Obama, y desde Santiago de Chile impartía lecciones de democracia para Cuba.
Escasos meses después, pocos darían
un centavo por la legitimidad del gobierno que recibió a bombos y
platillos al inquilino de la Casa Blanca.
Quizás le engañaron y le resulte conveniente leer este artículo donde
explican por qué la inmensa mayoría de los chilenos no cree en la
transición a la democracia ocurrida allí, “construida sobre la exclusión
política y social”.
Se trata de un texto publicado en el diario madrileño El País, otro que no cesa de vender trancisiones para la Isla, cuando la española está cada vez más cuestionada,
¿será por eso que habrán publicado este texto? ¿resulta por fin que los
sucesores del franquismo reconocen -aunque sea indirectamente- su
sinergia con los herederos del pinochetismo?
El invierno chileno
Alejandro Corvalán*
Durante dos décadas, Chile fue la
democracia perfecta.
Un responsable manejo de la economía generó las
tasas de crecimiento más altas de la región a la vez que redujo
drásticamente la pobreza heredada de la dictadura del general Pinochet.
El país fue gobernado por una coalición de centro-izquierda -la
Concertación- que llevó al país al selecto grupo de los más
desarrollados del globo (OCDE). Asimismo, Chile fue un modelo ejemplar
de transición desde el autoritarismo a la democracia.
En poco tiempo le
fueron devueltos todos sus pergaminos históricos: la democracia más
estable de la región y el sistema de partidos más fuerte de
Latinoamérica.
En 2009, la derecha chilena ganó en las
urnas.
Se trató, por vez primera desde el inicio de la democracia en
1990, de una verdadera alternancia de poder y la prueba de fuego para
una democracia madura. Tan solo dos años después, el país se sacude en
un clima de protesta social y fuertes manifestaciones que no han tardado
en ser etiquetadas por la prensa anglosajona como el “invierno
chileno”.
Las primeras protestas fueron de corte
posmaterialista, relacionadas con reclamos ecológicos y de extensión de
derechos, por ejemplo, para las minorías sexuales. Pero luego el viejo
conflicto de clases recobró su preeminencia.
Las protestas de los
indígenas, de los desalojados por el terremoto, de los deudores, de los
mineros del cobre y, finalmente, las manifestaciones estudiantiles
pidiendo una mayor injerencia del Estado en la educación más privatizada
del mundo vuelven a dar cuenta de una tensión clasista que habíamos
olvidado.
No es que el conflicto social estuviese ausente en el periodo
de la Concertación, pero la escala del fenómeno actual no tiene
precedentes en la reciente democracia.
¿Qué ha pasado en tan poco tiempo? ¿Se
trata de reclamos nuevos o de un malestar de largo plazo que se había
venido incubando soterradamente bajo el aparente milagro chileno?
Este nuevo ciclo de movilizaciones se
relaciona con el regreso de la derecha al poder. Ciertos elementos
estructurales de ese sector -su marcada ascendencia empresarial, una
escasa voluntad de diálogo, preferencias más conservadoras que la media
social- se conjugaron con la evidente impericia política del Gobierno
actual.
A esto se sumó la división dentro de la élite política en
general, dado que los incentivos para el consenso se debilitaron una vez
que la Concertación dejó el Gobierno.
El fin del centro-izquierda
permitió la conexión de una serie de fuerzas ciudadanas que habían
estado excluidas.
Sin embargo, el malestar social no se
puede circunscribir al actual momento político. Chile exhibe una
evidente crisis de representación que se originó en el momento mismo del
regreso de la democracia.
La transición pactada debió su eficiencia a
una serie de amarres institucionales consagrados en la Constitución de
1980, redactada en plena dictadura militar bajo el propósito explícito
de crear una democracia “protegida” o autoritaria.
La democracia
protegida intenta limitar la movilización y participación popular, las
que en ese entonces se veían como amenazas a la transición.
Pero esta
celebrada estabilidad con el tiempo devino en rigidez.
Los cerrojos
autoritarios -plasmados, entre otras cosas, en un sistema electoral poco
representativo, en la ausencia de mecanismos de democracia directa, en
altos quórum para la acción legislativa y, en general, en una excesiva
rigidez constitucional- han persistido y sus consecuencias están hoy a
la vista.
La evidencia más ilustrativa del problema
de representación es la evolución de la participación electoral en
Chile. Primero, la disminución en el número de votantes chilenos durante
los últimos 20 añoss -que ya suma un 35%- constituye el descenso
sistemático más abultado del mundo.
Menos chilenos votaron por el actual
presidente Piñera en la elección de 2009 que por Aylwin en 1989, a
pesar de que el electorado aumentó en más de cuatro millones de
ciudadanos. Segundo, Chile tiene la menor tasa de participación juvenil
del mundo.
El electorado está fracturado entre las viejas generaciones
que crecieron con Pinochet y concurren masivamente a las urnas y el
electorado posdictadura, que no muestra ningún interés en incorporarse
al sistema político. Según el Latinobarómetro 2008, mientras el promedio
de participación de los jóvenes menores de 30 años en 17 países
latinoamericanos es del 58%, en Chile la misma encuesta arroja una cifra
del 22% para este segmento. Tercero, no todos los jóvenes chilenos se
desvinculan por igual del proceso de representación.
En los barrios
pudientes de Santiago, las tasas son tan altas como en cualquier país
europeo; en las barriadas pobres, las tasas son hasta 10 veces menores.
Desde la primera década del regreso a la
democracia, los ciudadanos vienen indicando en las encuestas de opinión
un desencanto con su sistema político en general. Los partidos políticos
y el Parlamento son sistemáticamente las instituciones peor evaluadas.
Si bien el centro-izquierda fue más hábil en contener la protesta
social, terminó su largo mandato alejado de los ciudadanos.
Hoy no solo
el presidente Piñera tiene los índices de aprobación más bajos en 20
años (26%, encuesta CEP), sino también los partidos de la otrora
poderosa Concertación (17%). La calle no otorga exenciones: ¡que se
vayan todos!
La estabilidad del régimen chileno fue
construida sobre la exclusión política y social, pero bastó la primera
alternancia hacia un Gobierno de derecha para que la democracia perfecta
exhibiera sus fisuras estructurales.
El “invierno chileno” es la
demanda de una nueva Constitución que reemplace la de Pinochet y permita
la transición hacia una democracia participativa.