Pocos creyeron el dolor amargo e íntimo de Salwa Huseini o Rasha Azeb. Detenidas junto a otras 16 mujeres, fueron golpeadas, sometidas a pruebas de virginidad y amenazadas con la acusación de ejercer la prostitución.
La letra pequeña de su desconsuelo era demasiado insoportable.
Los hechos que narraban las dos jóvenes sucedieron el 9 de marzo, unas semanas después de la caída del dictador, en la venerada Midan Tahrir (Plaza Tahrir), escenario de una desgracia infligida por los mismos uniformados que prometieron velar por la revolución.
En la víspera, las víctimas habían voceado consignas de igualdad con motivo del Día Internacional de la Mujer y al calor de la primavera árabe.
La resaca festiva acabó con 18 egipcias, entre ellas Salwa y Rasha, detenidas por el ejército.
Durante su arresto, fueron golpeadas, las amenazaron con acusarlas de ejercer la prostitución y forzadas a pasar por pruebas para verificar su virginidad.
La pesadilla solo se hizo pública semanas después.
Pero incluso entonces la voz de las víctimas, amplificada extramuros de Egipto, apenas mereció comentarios en la tierra de los faraones.
El Ejecutivo negó la denuncia y se inició una investigación que todavía se encuentra en fase preliminar.
Lejos de remitir, el dolor creció ayer mezclado con la indignación.
En declaraciones a la televisión estadounidense CNN, un general egipcio admitió que las Fuerzas Armadas obligaron a las detenidas a una prueba médica para certificar su virginidad y defendió una práctica que Amnistía Internacional considera una forma de tortura cuando se obtiene por coacción.
«La jóvenes que fueron detenidas no eran como su hija o la mía. Habían acampado con los hombres en Tahrir y encontramos cócteles molotov y drogas en sus tiendas de campaña», apuntó el militar desde el anonimato.
A su juicio, las pruebas se efectuaron para impedir que las mujeres pudieran denunciar que habían sido violadas por las autoridades.
«No queríamos que dijeran que las habíamos asaltado sexualmente o violado, por lo que debíamos demostrar desde el principio que no eran vírgenes», agregó el general. Y apostilló: «Ninguna de ellas lo era».
La tormenta que desató ayer esta confesión ocultó la realidad de las víctimas del escarnio, silenciadas y olvidadas.
«Fueron detenidas mientras se manifestaban en Tahrir y condenadas a un año de cárcel por supuesta tenencia de cócteles molotov y armas blancas, resistencia a las fuerzas del orden e interrupción del tráfico», explica a EL MUNDO Magda Adly, directora del centro El Nadeem para la rehabilitación de las víctimas de la violencia.
A sus oficinas, ubicadas en una zona populosa y céntrica de El Cairo, llegaron tres de las mujeres, que fueron juzgadas por un tribunal militar y permanecieron bajo arresto hasta el 11 de marzo.
La denuncia se fraguó en las humildes dependencias de esta organización, creada en 1993 para auxiliar a las víctimas del régimen policial de Hosni Mubarak y sus familiares.
Según Adly, los uniformados les preguntaron a las detenidas si eran «vírgenes o casadas».
«Ocho de ellas dijeron que eran banat (un término que significa en árabe chica con la connotación de la virginidad)». Tras hacerse público el suceso, la condena fue suspendida.
La abogada, que recibió ayer la llamada de las autoridades militares para prestar declaración ante los tribunales castrenses, denuncia que ha perdido el rastro de las jóvenes. «Han cambiado los teléfonos y hace un mes que no logro tener contacto con ellas.
Desaparecieron porque tienen miedo.
Es un grupo de mujeres muy diverso. Las hay universitarias, con educación secundaria o que solo saben leer y escribir. El caso es dramático porque dos de ellas han sido repudiadas por sus familias», agrega.
Desde que el ejército ocupara el pasado 11 de febrero el vacío de poder dejado por el dictador, sus actos apuntan itinerarios contradictorios.
Mientras reitera la salvaguarda de las aspiraciones democráticas del pueblo y administra el calendario de las que deben ser las primeras elecciones limpias y justas, los tribunales militares han emitido más de 7.000 sentencias y juzgado a civiles.
«En lugar de hablar para defender estas prácticas, el ejército debe pedir perdón y abrir una investigación seria», concluye Adly.