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Quiero contar la historia de Cuautémoc…



De cuyo nombre seguro más de un purista señalará salvedades ortográficas o lingüiísticas. 

De la historia, más de un ratón de biblioteca observará fechas, lugares y azares de las circunstancias.

Pero poco importa, porque quiero contar una historia. 

Y como toda historia que vale la pena ser contada, los preciosismos de enciclopedia aventuran opacar la gloria de la enseñanza. 

Vaya para el emperador, Huey Tlatoani tenochca de los mal llamados “aztecas” (que nunca fueron tales) la saga aquí contada, el repaso de instancias de heroísmo y ejemplo que bien valdrían el brindis de una noche memorable.

Se dice que era sobrino de Moctecuzoma, el llamado “Moctezuma” por el invasor europeo. Se dice que estuvo en la primera línea de combate de “La Noche Triste”, como la historia (siempre vendida al mejor postor, siempre genuflexa con los vencedores) llamó a la soberana paliza que los invasores de habla hispana recibieran en Tenochtitlan, obligándoles a huir humillados y demorados más de dos años en rehacerse para la reconquista. 

Se dice, también, que Cuautémoc (quizás se dice, con más aire de gesta legendaria que de detallismo histórico) fue el organizador de la señal que dio inicio a la rebelión, esas cuatro flechas encendidas lanzadas al viento de la noche desde la altiplanicie de Koakalko, que visibles desde todos los ángulos de la ciudad, encendiò el grito de guerra de los oprimidos. 

Las cuatro flechas aún presentes en la canciòn…

“Koatepel in Koakalko
Imistl mil kauas
om pampa, tleno pampa
otlamina nahui mitl

“Montaña de Koakalko / yo no no te podré olvidar / porque allí fueron lanzadas / cuatro flechas a luchar”

Que “Noche de la Victoria”, es así como debería ser llamada.

Cuautémoc se erigió en el nuevo Emperador. Fue capturado por Cortés quien, obsesionado por las perdidas riquezas nativas, sometió a él y sus ministros a largos dias de torturas. 

Es cuando, durante una de esas noches, con los pies sobre braseros ardientes, uno de sus dignatarios le pide permiso para revelar el secreto, ya que no soportaba más el dolor.

Es cuando el noble jefe máximo de los dueños originarios de esas tierras, en iguales condiciones de sufrimiento, le espeta la frase que sabría hacerse famosa: “¿Acaso estoy yo en un lecho de rosas?”.

El secreto no fue revelado y Cuautémoc y sus hombres sigueron rehenes de los españoles, lisiados y sufrientes. 

Dos años después, Cortés decide eliminarlo, temeroso que su figura fuera convocante de una rebelión. Fragúa un juicio por “traición” y lo cuelga.

Decide desmembrar su cuerpo y esconder los trozos en puntos remotos del Anahuac, para que una sepultura visible no se transformara en ícono de la resistencia. 

Pero la noche previa a ello los fieles de Cuautémoc roban sus restos y huyen a las montañas. 

Cortés envía sus tropas en persecusiòn, pero durante un largo año la escuálida caravana de cinco o seis defensores de la dignidad nativa evaden la cacería, relizando avances y retrocesos, cambios de rumbo y tomando por los caminos más absurdos imaginables, extenuando y desorientando a sus perseguidores.

Llegan entonces a Ixcateopan.

Un mísero poblado, con una raquítica iglesia de barro y paja y un cura aburrido de no sumar fieles entre tanto pagano.

Los fugitivos, en un alarde de astucia maestra, se presentan ante el sacerdote pidiéndole convertirse a la nueva fe. Ingenuo y ansioso, el hombre de la iglesia accede, sorprendido y feliz de aumentar tan sorpresivamente su feligresía. 

Y luego del sacramento, con sonrisas disimuladas que imagino beatíficas, los tenochcas le piden, en prueba de agradecimiento, el permiso de erigir una nueva iglesia, con fondos propios -en realidad, parte de los recursos del Imperio- 

Y construyen la iglesia magna de Ixcateopan.

El cura no podría saberlo: en una mezcla de disimulo y filosa ironía, sepultan, bajo el altar, los restos de Cuautémoc, preservado así por los siglos en el corazón de la misma fe que contribuyó a destruirles.

Cuautémoc estaba casado con una Chimalpopoca.

Esa línea matriarcal se sostuvo  más de cuatro siglos en la regiòn, transmitiéndose el secreto del dignatario oculto. Y en los años ’40 del siglo XX, uno de ellos revela al entonces párroco el mismo.

Escandalizado, éste avisa al alcalde, el alcalde al gobernador, el gobernador al INAH (Instituto Nacional de Arqueología e Historia, ente oficial y académico) y se designan comisiones para exhumar los restos y estudiarlos. 

Se comprueba: estamos ante Cuautémoc. 

Y la Santa Iglesia Ctólica, Apostólica y Romana, escandalizada, decide desacralizarla ante tamañana injuria construyendo una nueva, a unos cincuenta metros apenas.

Y los herederos -espirituales y sanguíneos- de la gloria ancestral hacen lo que deben hacer: toman pacíficamente la antigua construcciòn y la hacen meca de sus peregrinaciones y reconocimientos.

Todos los 14 de febrero, aniversario del martirio de Cuautémoc, miles de transmisores del Conocimiento Ancestral se dan cita allí.

Presentan sus respetos ante los restos mortales del emperador y renuevan el compromiso con su mexicanidad, la del México “profundo”, no la del México del tequila, los mariachis y el fútbol. 

El compromiso con un México que supo conservar esa dignidad por sobre los siglos y el ejemplo de un hombre y la fidelidad de sus seguidores, ejemplo y dignidad de los vencidos en batalla pero no en espíritu.

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