“Todos tenemos derecho a absolutamente todo”. Chris Hedges.
Empire of Illusion: The End of Literacy and the Triumph of Spectacle
[Imperio de ilusión: el fin de la cultura literaria y el triunfo del espectáculo]
El lenguaje es algo muy obvio. En Hollywood and the War Machine [Hollywood y la máquina bélica] (parte de la serie Empire de AlJazeera TV, diciembre de 2010) hubo un fascinante debate sobre el romance de Hollywood con la guerra y el romance del Pentágono con Hollywood. Hollywood se beneficia al obtener acceso a todo el costoso material militar que necesita para crear imágenes de épicas batallas heroicas.
El Pentágono gana porque puede escribir los guiones, reescribir la historia tal como le conviene y utilizar las películas como instrumentos de reclutamiento para sus interminables guerras.
Esta perversa relación fue discutida por los cineastas Oliver Stone y Michael Moore y el periodista Chris Hedges. Hedges sugirió que para muchos estadounidenses la guerra se ha convertido ahora en algo sagrado: el Pentágono actúa como la iglesia y los soldados son sus sacerdotes.
No es de extrañar por lo tanto, que exista un apetito de películas que muestran la guerra como una batalla contra el mal, con valerosos héroes estadounidenses que siempre vencen contra las dificultades. Luego dijo lo siguiente:
“Creemos que, porque tenemos la capacidad de librar la guerra, tenemos el derecho a librar la guerra”.
Palabras escalofriantes, palabras que parecen exagerar el caso, excepto que… No cuando se consideran las actitudes de las que hacen gala los cables diplomáticos estadounidenses publicados por WikiLeaks.
No es que hayamos aprendido gran cosa que sea completamente nueva, pero ahí están en blanco y negro muy ignominioso: la presión que equivale a chantaje para lograr el resultado deseado por EE.UU. en las discusiones sobre el clima en Copenhague; las preocupaciones del Reino Unido por el uso estadounidense de instalaciones británicas para espiar aviones y los vuelos de entrega que llevaron a que Richard LeBaron, encargado de negocios en la embajada en Londres enviara un cable a Washington diciendo que no se debía permitir que las preocupaciones por los derechos humanos interfirieran con las operaciones de contraterrorismo.
Las demandas británicas “no sólo son onerosas sino poco realistas”, dijo, proponiendo “contactos a alto nivel” para llamar al orden a los británicos.
Después de negarse a firmar la Convención sobre Bombas de Racimo, EE.UU. se las ingenió para hacer que el Reino Unido, que había ratificado la Convención, aceptara el uso de una brecha jurídica para permitir que EE.UU. utilizara territorio británico (las bases en el Reino Unido y Diego Garcia) para almacenar y transferir bombas de racimo, ya que el almacenamiento y transferencia son ilegales para los Estados que han ratificado la Convención. Afganistán, otro partidario de la Convención, sufrió la misma presión.
Un cable tras el otro utiliza lenguaje que demuestra la creencia de que EE.UU. tiene derecho a exigir que todos los demás Estados se ajusten a su política. El lenguaje “diplomático” empleado es frío y despiadado, hambriento de poder y control.
Revela una actitud totalmente inamovible en la creencia en la propia moralidad. Además, el lenguaje y el pensamiento subyacentes no permiten que se cuestionen los motivos o actuaciones propios.
La misma actitud se presenta en Cutting the Fuse: The Explosion of Global Suicide Terrorism and How to Stop It, sobre las causas que hay detrás del espantoso aumento del terrorismo suicida global. Escrito por Robert Pape y James Feldman, es un examen exhaustivo (y útil) de los motivos, objetivos y nacionalidades de los atacantes suicidas.
Antes de 1993, los atacantes suicidas constituían un fenómeno escaso, y horripilante por su rareza. Era un síntoma de gente desesperada, a la que le quedaba tan poco que a algunos se les podía impulsar a utilizar la única arma que les quedaba, sus cuerpos.
Era el caso de los palestinos, que perdían más y más tierras y vidas por la ocupación israelí. Desde entonces, y particularmente desde las invasiones de Afganistán e Iraq, los ataques suicidas globales constituyen casi sucesos diarios que dañan a innumerables familias y comunidades y a los países que los atacantes consideran suyos.
Vale la pena recordar que hasta esas invasiones ninguno de esos países había sufrido esa terrible forma de resistencia.
Desde el punto de vista de los atacantes se ha convertido ahora en una guerra religiosa, en un camino al martirio, en una guerra tan sagrada como la que se ve en las películas de Hollywood.
Pape y Feldman proponen la teoría de que los atacantes suicidas reaccionan ante la ocupación militar de sus países o de aquellos con los cuales tienen alguna asociación. Es una teoría razonable aunque muchos estadounidenses se muestran críticos, porque no quieren verse como “ocupantes”.
Después de todo, el lenguaje y el pensamiento están diseñados para hacer que crean que son “liberadores”, que llevan democracia y libertad a Estados sumidos en la oscuridad.
Ciegos ante el hecho de que su propia sociedad carece de democracia no ven, o no quieren ver, que la ocupación siempre arrebata más de lo que da. Los atacantes suicidas son los desposeídos, pero eso apenas se reconoce. Consideremos el lenguaje utilizado por los autores:
Los ataques constituyen “una estrategia extrema por la liberación nacional contra democracias que plantean una amenaza inminente de control del territorio que los terroristas consideran como su patria o valoran fuertemente”.
Las campañas tienen el propósito “de obligar a las sociedades democráticas a abandonar la ocupación o el control político del territorio que los terroristas consideran como su patria”. “… (La campaña de ataques suicidas) hasta ahora no la logrado obligar a las democracias a abandonar objetivos cruciales para la riqueza, seguridad o integridad del territorio central.”
Los autores no ven nada extraño al señalar que, en los casos que estudian, los ocupantes son siempre “democracias”, sea EE.UU. o aliadas con Occidente.
El lenguaje refuerza el mensaje de que los objetivos de las democracias son siempre legítimos, mientras que a los que intentan liberar a sus países de invasores y ocupantes, siempre se les etiqueta como terroristas.
Si los autores simplemente señalaran que los “terroristas” luchan en defensa de sus hogares, tendrían que cuestionar la legitimidad de la ocupación militar.
Pero hablamos de un libro escrito por estadounidenses para estadounidenses y el pensamiento del complejo militar/industrial del armamento/corporaciones influencia a todos en Occidente, estemos o no de acuerdo con él. La mayoría de los países europeos también tiene una historia poco envidiable de colonización de otros países y saqueo de sus recursos, con poca consideración por la gente o su tierra.
Por lo tanto no puede sorprender a los británicos que los autores nunca cuestionen el derecho “democrático” de EE.UU. a poner primero sus intereses, dondequiera piense que se encuentran esos intereses, de controlar los recursos y las vidas de otros pueblos.
Esa forma de pensar lleva de un modo bastante lógico a la creencia de que imponer el terror a otro pueblo en otro país de alguna manera contribuirá a la seguridad del propio pueblo y país.
Es ciega ante la cólera y el odio que crea el terrorismo. Porque hay algunos auténticos terroristas, los que están comprometidos con la violencia y la crueldad, adictos a matar y derramar sangre. Y algunos de ellos tienen puestos importantes o llevan uniformes occidentales, y con sus actos crean más terroristas.
Pakistán sufre ahora el mismo terror, con atentados de atacantes suicidas contra aliados del gobierno, un gobierno que consideran que está controlado por EE.UU., que permite que EE.UU. utilice drones para matar paquistaníes.
¡Pero esto, según las conclusiones de Pape y Feldman, está bien! Después de decidir que la ocupación militar es responsable del el vasto aumento del terrorismo suicida, no sugieren que EE.UU. debería dejar de intervenir en la invasión y ocupación de otros países.
No. Las ocupaciones deberían “subcontratarse”. En el futuro EE.UU. debería atacar a un país desde afuera, desde bases en países vecinos, desde portaaviones, utilizando drones armados con misiles Hellfire, o controlando gobiernos títeres, que se convierten en los objetivos de la próxima generación de atacantes suicidas. Subcontratad, pero no dejéis de hacer guerras.
Después de armarme del valor necesario para ver al primer ministro Tony Blair que fue nuevamente llamado a declarar ante la Investigación sobre la guerra de Iraq, y dio aún más “evidencia” para justificarse, al verlo aprovechar el día para más manipulación de los hechos, al escuchar más discursos sobre lo difícil que es ser poderoso, su delirante obsesión mesiánica respecto al mal que representa Irán, su determinación de que Irán será, y debe ser, el próximo país a ser atacado por Occidente, escuché el mismo lenguaje, la misma insistencia sobre el derecho del orador de controlar las vidas de otro pueblo, de emprender la acción militar, de hacer la guerra.
Dije que los británicos, a la vista de nuestra historia de imperio, colonias, explotación y guerra, no deberíamos sorprendernos ante esta manera de ver el mundo. Pero la pura magnitud, arrogancia ciega y egoísmo hambriento de poder de esta visión del mundo no sólo deja a uno sin aliento.
Uno se siente como si lo hubieran golpeado en el estómago, una y otra vez, hasta que quedar casi tan abatido como las innumerables víctimas de Blair. Blair nunca examinará sus acciones, sus mentiras, su desdén por leyes que debían velar por la seguridad de todos y mantenernos en paz. Blair es ahora un hombre con una “misión”.
Al expresarse (y fue un grave error de la Investigación permitir que lo hiciera) apareció como un verdadero maniaco obsesionado. Blair se ha comprometido totalmente con el modo de pensar estadounidense.
Ante la inmensa cantidad de muertos, dañados, discapacitados y desplazados de los que ha sido responsable, es inaguantable pensar en la posibilidad de que él y sus amigos vayan a tratar de llevarnos a Irán.