A la manera de cualquier alimento básico, la ideología se consume a diario, solo que sin necesidad de abrir la boca e, incluso, sin salir a buscarla uno mismo.
Nacida en un principio con el hálito romántico de “ciencia de las ideas”, Carlos Marx la definiría de una manera más rotunda y moderna, la misma que sigue imperando hoy día, no obstante la obstinación de pensadores posteriores por “mejorarla”.
Libros, tratados, especulaciones posMarx, pero el concepto básico terminaría por imponerse: las ideologías son sistemas teóricos falsos integrados por conceptos políticos, sociales y morales desarrollados para defender el poder.
Esa falsedad teórica citada en el siglo XIX creó sus oponentes y originó luchas sustentadas en otros ideales que pretendían, y pretenden, transformar el mundo a partir de fundamentos reales y no ficticios, o amañados.
Larga historia de las ideas y de las revoluciones.
Desde hace mucho, el panorama mundial está bombardeado por una ideología mundialista que a falta de argumentos racionales tiene su principal arma en la propaganda.
Y la propaganda, a su vez, encuentra su mejor aliado en la denominada industria cultural que, desde los Estados Unidos, se extiende por el mundo hablando idiomas diversos y prestándole atención a las ramas más inimaginables del consumo.
Propaganda burda dirigida a desinformados (aunque se la traguen a regusto los colonizados mentales que nunca faltan) y propaganda sutil para los que, creyéndose inteligentes, mantienen el foco sin prender a la hora de enfrentar el gato por liebre.
Una de esas mentes con bombillo apagado llega y me encomia el último premio Oscar a partir del suspenso tejido con un personaje que representa a un zapador en Irak. Un soldado buena gente, amigo de sus amigos, que se juega el pellejo y que luego de terminar su servicio regresa con la familia, los niños, la placidez del hogar¼ pero de pronto comprende el soldado que su sitio está en el frente de batalla, renuncia al hot dog en el patio de su casa, a la Coca Cola y a la pelota por televisión ¡y retorna! al país donde las tropas invasoras que él representa han ocasionado la muerte de decena de miles de niños que, sin ser rubios y blanquitos, son tan niños como los niños de él.
Buena factura, excelentes escenas de guerra, suspenso hilvanado como indican las reglas del género, pero debajo de la cáscara, envuelto en “humanidad”, el mismo mensaje de antaño: estamos aquí porque somos los salvadores del planeta.
Sumidos en crisis económicas, problemas domésticos y otras urgencias del día al día, muchos en el mundo pierden de vista —y también parte de nosotros— que la industria cultural, empeñada en acarrear agua para su molino, no duerme.
Al contrario, se aprovecha y hasta desempolva del ropero personajes tan patrióticos como el capitán américa, vestido con los colores de la bandera estadounidense, luchador contra Hitler en los años 40, mordedor anticomunista durante la Guerra fría y en una desconocida encomienda en la película que rueda en estos momentos y que, en el 2011, tendrá exhibición garantizada en decenas de miles de pantallas de los cinco continentes, antes de pasar al DVD y a la televisión por cable.
Parte de la crítica se desideologiza, quizá cansada de que después de años machacando, el veneno continúa.
¿Para qué escribir, o decir más de lo mismo?, se percibe a ratos un cierto desencanto.
Y mientras tanto, una y dos generaciones después, las películas siguen embaucando¼ a los que solo reciben la película.
Al menos habría que convenir que, en buena medida, gracias a la crítica y a la superación intelectual de los espectadores, aquellos burdos productos del cine norteamericano se vieron obligados, en grado sumo, a perfeccionar la propaganda, a pulir el tiro y a ser más sutiles.
Hoy nadie concebiría un filme como Boinas verdes (1968) con John Wayne.
Sería entonces una extraña victoria haber ayudado a que la industria cultural (y su mundialización) se superara, corrigiera los colores del maquillaje ––hasta se anotara puntos puramente estéticos, hay que aceptarlo— y luego abandonarle el campo del señalamiento y el análisis cuando más perspicacia hacía falta.
Un campo necesitado de debates, páginas en blanco para llenarlas de confrontaciones escritas y espacios televisivos en horarios propicios para que el espectador vea, oiga, piense acerca de cultura, política e ideología sin correr el riesgo de cansarse, o de quedarse dormido.
Y todo ello, con la debida amplitud, elegancia y riqueza de razonamientos que el empeño conlleva.
Como dice Gian María Volonté en una película de los años setenta, la ideología no la inventaron ni Marx ni Engels, estaba ahí cuando ambos llegaron.
Y no dudo que siga estando, pero nunca sola y sin respuesta.
(Tomado de Granma)