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Malta, la isla-prisión

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La Web de la oficina de turismo de Malta anuncia sin rodeos: «Las islas maltesas serán una fiesta para sus sentidos. La ventaja de viajar allí es que le permite disfrutar varios viajes en uno». 

En efecto, eso es lo que demuestran las miles de pateras africanas que hacen la ruta hacia Italia y que desde 2002 se estrellan contra las costas maltesas. 

Los pasajeros son arrestados y confinados en centros de detención o retención (abiertos o cerrados). Para esos inmigrantes prohibidos en Europa, Malta se ha convertido en una prisión al aire libre.

Un autobús al infierno 

El bus de la línea 113 en dirección a Hal Far está casi completo cuando se detiene para recoger a un pasajero de origen africano. Éste se acerca al conductor para pedirle un billete. «Eh, ¿adónde vas? Al aeropuerto, ¿no?, se burla el conductor dirigiendo una mirada cómplice a los demás pasajeros malteses. En Malta los mejores inmigrantes son los que se van. 

Este conductor está más en lo cierto de lo que cree. Son muchos los inmigrantes que, en efecto, van al aeropuerto. Pero no se trata del aeropuerto internacional de Luqa al cual se refiere su broma malévola implícitamente, sino al de Hal Far, un antiguo aeropuerto militar actualmente en desuso situado en la punta de la isla, parada final de la línea 113, a la que se llega tras una hora larga de viaje. 

Hal Far no sólo es el final de una línea de autobús…También es donde van a parar –tras un largo periplo- miles de africanos procedentes de Darfur, Eritrea, Somalia o Nigeria, a una «tierra de nadie» reconvertida desde hace algunos años en el «hogar» de los inmigrantes. 

En ese rincón de difícil acceso, al borde de las pistas del aeropuerto abandonado y a unos cientos de metros del inmenso puerto franco de Marsaxlokk donde miles de contenedores depositados brillan al sol, en un radio de varios centenares de metros se han instalado nada menos que cinco centros: el centro cerrado de Lyster Barracks (con capacidad para 700 personas) y cuatro abiertos, entre ellos el Tent village (un «pueblo» de 35 tiendas de campaña del ejército colocadas sobre losas de cemento que agrupa a un millar de personas, principalmente hombres), el hangar, (un antiguo barracón de aviones militares que aloja a 600 personas, generalmente hombres), un centro para mujeres solteras (donde hay alrededor de 120) y un centro para familias (en torno a 160 personas), es decir, el equivalente a una pequeña ciudad de 3.000 habitantes. 

Arrestados por patrullas marítimas en las aguas territoriales maltesas, a continuación se confina a los inmigrantes en uno de los tres centros, en régimen cerrado, donde pueden llegar a permanecer hasta 18 meses (según la ley maltesa), el tiempo que tarda en instruirse su expediente de solicitud de asilo (1). 

Los testimonios son unánimes: las condiciones de detención son espantosas y profundamente traumáticas. Tanto en Lyster Barracks como en Safi se encierra a los hombres, mujeres y niños, bien en grandes espacios que pueden reunir a más de cien personas o en minúsculas celdas sombrías, abarrotadas y sin higiene, de las que apenas pueden salir. 

Hasta el año pasado la ONG Médicos sin Fronteras era la única organización autorizada para trabajar y prestar sus servicios. Después de denunciar, en vano, el trato inhumano infligido a los inmigrantes prisioneros, MSF decidió detener sus actividades en los centros cerrados al tiempo que enviaba un informe demoledor titulado «Not Criminals» en el que los testimonios de los inmigrantes alternan con las observaciones del personal médico sobre las inaceptables condiciones de detención en Malta.

«En octubre empezó a hacer frío. Mi madre, mi tía y yo dormíamos en dos colchones en el suelo, pero nuestra celda estaba fría porque un cristal de la ventana está roto. 

Entonces decidí ir a dormir con otros dos etíopes en una habitación muy pequeña que no tenía ventana, por lo que no se pasaba frío, pero estaba ubicada en la zona de las letrinas. Para ir de una celda a la otra había que andar por un suelo siempre húmedo y apestoso. A finales de octubre caí enfermo con una neumonía grave. 

Me llevaron al hospital, donde permanecí diez días. Cuando me curé lloraba porque no quería volver a la prisión. El centro está abarrotado, superpoblado. Sólo en nuestra habitación somos cien. 

Únicamente dos veces a la semana, los lunes y los miércoles, nos dejan salir y jugar al fútbol durante quince minutos». Extracto del informe de Médicos sin Fronteras (2), este testimonio es de un niño etíope de 9 años que lleva un mes y medio detenido.
Se libera a los inmigrantes cuando finaliza la instrucción de su expediente: casi la mitad de las solicitudes de asilo se rechazan, mientras que la otra mitad de los solicitantes, compuesta principalmente por personas procedentes del Cuerno de África, obtienen bien el estatuto de refugiados (apenas un 1% de los casos) o, más generalmente, el de «protección subsidiaria» (subsidiary protection), que da protección a todos aquéllos a quienes se reconoce que su vida está amenazada en sus regiones de origen. 

Sin embargo, paradójicamente, el encerramiento se prolonga, ya que después de haber conocido el trauma de los centros cerrados, a continuación se ubica a los inmigrantes en los centros denominados «abiertos» o «de acogida», considerados por las autoridades los lugares de alojamiento para todos los inmigrantes, «expulsables» o protegidos, que no tienen medios para alojarse de otra forma. 

La vida cotidiana en el hangar 

Abierto en 2008, el hangar es el más reciente de los centros de alojamiento. Está rodeado de altas alambradas rematadas con alambre de espino. Con una superficie de menos de una hectárea, agrupa varios edificios de los cuales uno de los que están situados a la entrada es para el personal de vigilancia, otro en el que los inmigrantes preparan la comida y un inmenso hangar de chapa blancuzca en el que se ubican una veintena de «contenedores» (nombre que dan los inmigrantes a las estructuras metálicas prefabricadas utilizadas especialmente en las obras). Ahí es donde viven, sobreviven, se hacinan y se desesperan alrededor de 600 personas en una mezcolanza y una insalubridad insoportables. 

Los inmigrantes sólo tienen un deseo, mostrar, contar sus condiciones de vida. Ahmed, de 22 años, procede de Somalia y nos invita a su contenedor. Dieciséis personas viven allí, en un espacio de unos 25 metros cuadrados perforado por dos o tres ventanucos que iluminan débilmente las ocho literas. 

«Mira, esto es todo lo que tengo», suspira enseñándonos su cama cubierta de mantas, ropa, bolsas, zapatos y un transistor. «En esta época es más llevadero pero el verano es terrible, ¡a veces la temperatura sube hasta 50 grados centígrados!». 

Afuera los violentos aguaceros de las últimas semanas han dejado enormes charcos que se convierten en cloacas donde flotan latas de conservas, paquetes de cigarrillos y envases de plástico. La imagen recuerda los suburbios de las grandes ciudades del Sur. Pero hay algo peor: el hangar. 

Es un imponente edificio blanco cuya pesada puerta corredera de más de diez metros de altura está ligeramente entreabierta. En esta catedral de chapa apenas iluminada por un delgado hilo de luz se hacinan 400 personas en el lugar de los antiguos aviones de la British Royal Air Force. 

Sobre la gran losa cuadrada de cemento deteriorado, más de 200 literas se reparten en varios grupos, como barrios provisionales de un pueblo. Los más afortunados son los que «viven» en las camas inferiores porque así pueden usar el armazón de las camas superiores para colgar ropas o cartones, pobres protecciones contra el frío invernal y las miradas. Los que viven en «el piso» no tienen nada para atrincherarse. 

La sonrisa y la elegante indumentaria de Suleimán, uno de los seis representantes que garantizan las relaciones entre los inmigrantes del campo y las autoridades, contrastan con la indignidad del hangar. 

Este somalí de 24 años explica: «Soy de Mogadiscio donde vivía con mis padres, mis tres hermanos y mi hermana. Mi padre tenía un taller de reparación mecánica. Un día mi hermano recibió un tiro cuando iba por la calle y quedó gravemente incapacitado. Entonces mis padres me animaron a marcharme. 

Yo no quería, quería quedarme con ellos y con mi mujer, pero mi madre me dijo que no podía ayudarles si me quedaba. Entonces me fui, era el 2 de abril de 2008. Crucé Somalia, Etiopía, Sudán y el desierto hasta Libia (es decir, un periplo de más de 6.000 kilómetros). 

Después intenté atravesar el Mediterráneo, por primera vez, para llegar a Italia. Nos quedamos sin combustible y estuvimos a la deriva durante varios días; la mitad de los tripulantes del barco murieron de sed y tuvimos que arrojarlos por la borda. Finalmente las corrientes nos lanzaron hacia las costas tunecinas donde los supervivientes fuimos rescatados. 

Permanecí entre la vida y la muerte durante tres semanas en el hospital. Algún tiempo después me enviaron a Libia y volví a tentar a la suerte por mar. Nuestro barco fue descubierto por los guardacostas malteses y nos llevaron al centro de detención. Estuve preso un año, después me trajeron aquí, al hangar». 

Las historias que cuentan aquí los inmigrantes son a cual más trágicas. Todos, o casi, son «milagros de la vida», héroes anónimos de hazañas sobrehumanas. Han superado el desarraigo de la partida, la angustia de lo desconocido, han sobrevivido a la peligrosa travesía del Mediterráneo, y también al hambre, a la sed y al cansancio durante la larga travesía del desierto sudanés-libio, a los acosos y extorsiones sistemáticas de los traficantes, los militares y los policías que patrullan el desierto o en Trípoli… 

Y al final aquí están, relegados como criminales en este oscuro hangar maltés. 

Hundidos en la desesperación más negra, perdiendo la razón a veces, lo que ocurre cada vez más a menudo según el testimonio de los médicos o trabajadores sociales de Médicos sin Fronteras que contabilizan un número creciente de patologías psiquiátricas; los inmigrantes se agarran a un clavo ardiendo: Malta sólo es un escollo más que hay que superar en esta odisea indescriptible. 

Fuera del hangar todo es tan indecente como en el interior. 

El dispositivo sanitario está constituido en total por una treintena de cabinas individuales de plástico gris y azul que sirven de duchas o retretes a las 600 personas que hay en el centro. 

Hay una hilera de fregaderos mugrientos a lo largo de uno de los muros del edificio en obras que aloja la «zona de la cocina», optimista definición de un reducido espacio de unos 15 metros cuadrados perforado por agujeros sin puertas ni ventanas, donde los inmigrantes pueden preparar sus comidas en una decena de fogones instalados sobre un soporte de hormigón de una suciedad repulsiva. 

«¡La Europa fraternal ha naufragado!» 

«¡Esto no es Europa!», remarca amargamente Moussa, un sudanés de 29 años que vive en el hangar desde hace más de un año. «Aquí es como en África, incluso peor, vivía mejor en mi casa. Es de locos, me fui para poder ayudar a mi familia y es ella quien me ayuda enviándome un poco de dinero para sobrevivir aquí, ¡y todavía tengo la suerte de que puede hacerlo!». 
 
Y eso que Moussa es un privilegiado, ya que pertenece al grupo de los que más cobran en el centro: 130 euros mensuales (3) de la «protección subsidiaria», que reconoce la necesidad de proteger a las personas procedentes de regiones donde habitualmente su vida está en peligro. Sin embargo este estatuto es un recurso insuficiente para los inmigrantes ya que sólo confiere algunos derechos –en particular asistencia sanitaria y permiso de trabajo- y únicamente en el territorio maltés, donde están obligados a permanecer. 
 
Así, la obtención de ese estatuto que legaliza y legitima la situación de los inmigrantes, paradójicamente señala el final de sus esperanzas al marcar el final del viaje y su asignación definitiva al territorio maltés. Porque Malta no era en principio su destino elegido, sino el resultado de un error de navegación que hizo desviar su barco de su trayectoria italiana dirigida a Lampedusa. Kahzai, un eritreo de 31 años, cuenta: «Cuando los guardacostas se aproximaron a nuestro barco les oímos hablar en una extraña lengua parecida al árabe (el maltés es una lengua próxima al árabe en su sintaxis y en su vocabulario). 
 
Después nos dijeron en inglés que eran malteses, pero no sabíamos qué querían decir, ¡nunca habíamos oído hablar de Malta!». Yussuf, gambiano de origen, añade sonriendo: «Malta, para mí, era simplemente el nombre de una cerveza local». Para ellos ahora Malta es el símbolo de la detención o la retención, de la marginación y la exclusión, de la ausencia de respeto a los valores humanos elementales. Porque la vida en Malta para un inmigrante africano descubre un universo kafkiano. 
 
El empleo es escaso en esta isla de 400.000 habitantes donde el mercado laboral es muy estrecho. Todas las mañanas, desde el alba, numerosos inmigrantes acuden a la gran rotonda de Marsa (a tres cuartos de hora en bus del hangar) para esperar las camionetas de los artesanos, hoteleros, restauradores o jefes de obra que van diariamente a contratar mano de obra para la jornada. La mayoría de ellos sólo trabaja esporádicamente, algunos días al mes, lo que resulta muy escaso para pagar un alojamiento o para permitirles salir de lugares como el hangar. 
 
Sólo para tener derecho a beneficiarse del acogimiento en un centro abierto y a la asignación de 130 euros los inmigrantes deben fichar tres veces a la semana en el propio centro donde están alojados. Así, tres veces a la semana las 600 personas del hangar no tienen otra alternativa que hacer cola durante varias horas para firmar un registro, bajo pena de perder una parte de su asignación. Por lo tanto tres días a la semana los inmigrantes tienen que elegir entre un fichaje que les impedirá trabajar ese día o un trabajo que, al privarles del registro, les hará perder 30 euros cada vez. 

La cesta maltesa se cierra 

«Hace un año y medio que estoy aquí, en el hangar, sin que nada cambie… No puedo más, me arrepiento de haber venido, y si me propusieran regresar a mi casa aceptaría rápidamente», confiesa en un suspiro Salim, un eritreo de 35 años que observa desilusionado la larga cola que se ha formado esta mañana ante la oficina de registro del centro. «Pero me he informado y es imposible, añade, porque los programas de repatriación excluyen a los que, como yo, tenemos un estatuto de ‘protección subsidiaria’, debido a que el regreso al país pondría en peligro nuestras vidas». Etiopía y Eritrea libran una guerra continua desde 1993 que ha causado hasta la fecha más de 100.000 muertos. 

La cesta maltesa se cierra, la isla-terminal se convierte en isla-prisión para todas aquellas personas a quienes lo único que se les puede reprochar es haberse atrevido a huir de la violencia, el terror o la miseria al precio de un periplo dantesco. No existe ninguna posibilidad de futuro para ellos en esta isla a la cual no querían venir y de la que no pueden marcharse, ni para seguir su ruta hacia Europa ni para dar media vuelta. 

Esta grotesca situación no está impuesta por las autoridades maltesas, las cuales se limitan a aplicar una política europea dirigida a trasladar a los territorios periféricos mediterráneos la tarea de «guardafronteras de Europa». En 2002 la Unión Europea ordenó a Malta que detuviera todas las pateras y encerrase a todos los tripulantes detectados en sus aguas territoriales. Resultado: los centros se han multiplicado, todos los viejos edificios de Hal Far se han requisado y reasignado. 

En 2009 y 2010 la soga se ha aflojado un poco. El embajador de Francia en Malta, Daniel Rondeau, ofreció a las autoridades maltesas acoger en Francia a doscientas de esos inmigrantes. Esta iniciativa patrocinada por Francia ha dado lugar a algunas imitaciones y otros Estados europeos como Alemania, el Reino Unido, Luxemburgo o Rumania también se han comprometido a acoger a algunas decenas de inmigrantes en sus territorios. 

A pesar de eso el futuro de todas esas personas sigue siendo como este hangar en el que Europa ha zozobrado: oscuro. 

Notas: 

(1) Esta investigación se llevó a cabo en abril de 2010. Desde entonces, con la puesta en marcha del acuerdo firmado entre Berlusconi y Gadafi que subcontrata el control de las fronteras del sur de Italia a las autoridades libias, las llegadas de inmigrantes a Malta prácticamente se han agotado. 

Los dos centros cerrados de Lyster Barracks y Ta’Kandja se han vaciado progresivamente desde hace algunos meses, sólo el de Safi permanecía todavía operativo en junio de 2010 con doscientos inmigrantes siempre en régimen cerrado. 

(2) «Not Criminals», informe de Médicos sin Fronteras que describe las condiciones de los inmigrantes sin papeles y los solicitantes de asilo en los centros de detención malteses, abril de 2009. 

 
(3) El salario mínimo mensual en Malta es de unos 500 euros. Fuente: Eurostat 2008.
Nathalie Bernardie-Tahir y Anne Blanchier son geógrafas, profesora y doctoranda respectivamente, en la Universidad de Limoges (UMR 6042 – Geolab) 

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