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Hace 493 años: El escándalo de las indulgencias llevó a la reforma protestante

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Una de las muchas causas de la reforma protestante, fue el escándalo de las indulgencias. Entonces, como ahora, la Iglesia Católica se encontraba inmersa en una profunda corrupción.

Sin emportar el delito cometido la Iglesia vendía un perdón conocido como "indulgencia" que sirvió para llenar las arcas del Vaticano, financiar banquetes mientras la mayoría de Europa era pobre, y construir la Basílica de San Pedro. Piense en ello cada vez que vea esta basílica que fue financiada con el engaño y el dinero que aplacaba conciencias de asesinos y violadores.

El descaro de las indulgencias llevó a que Martín Lutero publicará el 31 de octubre de 1517 sus 95 tesis, en las que sostenía, entre otras cosas la "justificaciòn por la fe" haciendo vanas las indulgencias y afectando las finanzas de la Santa Sede.

Para los que gustan de la historia les dejo el texto "Lutero y el escándalo de las indulgencias" de cayocesarcaligula

Más que la mayoría de las naciones, Alemania se tambaleaba a causa del impacto de cientos de abusos papales. Padecía una presión fiscal muy elevada; el pago de las anatas, es decir, la retribución anual sobre el salario; los diezmos sobre los beneficios para las cruzadas contra losturcos que nunca se materializaban. Mediante la terrible arma de la excomunión, los clérigos amasaban una inmensa riqueza. La cancillería romana publicó un libro con las sumas exactas que debían pagarse por diversas absoluciones. Un diácono culpable de homicidio podía ser absuelto por veinte coronas. Un obispo o un abad que hubiesen asesinado a un adversario podían ser absueltos mediante trescientas libras. El crimen más perverso tenía su tarifa. Estos «malhechores ungidos», como se les conocía en Alemania, estaban al margen de la jurisdicción civil. En su lugar, ventilaban ante los tribunales eclesiásticos toda suerte de casos, incluso relativos a la testamentaría, la legitimación y la usura. Cualquier magistrado civil que tratase de atajarles era excomulgado, lo cual significaba que perdía todos los derechos como ciudadano y como hombre. Las posesiones de la Iglesia, desde el momento que pertenecían a Dios, eran inalienables. En todos los países la Iglesia contaba con riquezas inmensas, pero en Alemania se calculaba que la mitad del territorio estaba en manos del clero. Estaban exentos de todo impuesto y de todas las obligaciones, como la defensa nacional.

La chispa que provocó el incendio en estas adustas tierras fue provocada por el príncipe Alberto de Hohenzollern. A los veintidós años ya poseía las ricas sedes de Magdeburgo y Halberstadt, pero su objetivo era llegar a ser arzobispo de Mainz y primado de Alemania. Para conseguirlo estaba dispuesto a pagar. 

El papa León andaba escaso de liquidez a causa de la nueva San Pedro y estaba dispuesto a negociar de forma inmediata. Daría a Alberto la sede de Mainz permitiéndole, en contra del derecho canónico, conservar las otras dos diócesis a cambio de una cantidad de diez mil ducados. El precio se sumaba al estipendio del palio, en este caso veinte mil ducados.

Dado que Alberto no disponía de efectivo para pagar, León hizo caso omiso de la condena eclesiástica de la usura. Negoció con los Fugger un préstamo para Alberto a un interés exorbitante. ¿Cómo saldaría su deuda Alberto? León ya había pensado en ello. 

Siguiendo los pasos de Sixto IV y Julio II, le suministró una lucrativa indulgencia que podría vender en las calles durante más de ocho años, aunque, con anterioridad a su elección, hubiese hecho un voto solemne de revocar todo este tipo de indulgencias. De todos los ingresos recaudados, la mitad iría a parar a los banqueros y la otra mitad al vicario de Cristo para finalizar las obras de San Pedro.

El fraile elegido para predicar la indulgencia en Alemania fue el dominico Tetzel. Un hábil oficiante con un vozarrón resonante. Sus servicios fueron muy bien retribuidos. Su salario, gastos aparte, era veinte veces superior al de un profesor universitario. Como representante del papa, Tetzel siempre hacía una solemne entrada en la localidad, acompañado por los dignatarios civiles y eclesiásticos. Iba precedido por un acólito portador de una cruz blasonada con las armas pontificias. La bula de la indulgencia era llevada sobre un cojín de terciopelo ornado de oro. Con la cruz plateada en la plaza del mercado, daba comienzo el negocio. Se vendían salvoconductos para el paraíso. Un agente de los Fugger rondaba por los alrededores para guardar la recaudación en una caja fuerte.

Tetzel estuvo maravilloso describiendo los tormentos que sufrían las almas en el purgatorio. Cómo se retorcían en las llamas, clamando incesantemente a sus familiares sobre la Tierra: «¡Tened piedad de nosotras! ¡Tened piedad de nosotras!». Por doce peniques un hijo podía liberar a su padre de la agonía. El refrán más popular de Tetzel era:

Tan pronto como una moneda en los cofres suena,un alma del purgatorio escapa de su pena.

Uno de los colaboradores de Tetzel prometió una indulgencia tan poderosa que exoneraría del pecado a alguien, ¡Dios nos ampare!, que hubiese violado a la Virgen María.

Johann Tetzel hubiera continuado su labor sin dificultades de no ser por un delgado monje agustino de treinta y cuatro años. De origen campesino, la mirada ardiente y rostro franco y cordial, Martín Lutero recordaba a un árbol arraigado en la tierra. Su pasión era la Biblia y en ella no encontraba justificación a los abusos papales. Le encolerizaba ver a los ministros del papa vendiendo indulgencias a precios de saldo, utilizándolas incluso como fichas de juego en posadas y tabernas. 

El abuso había durado mucho. En 1491, Inocencio VIII había sancionado durante veinte años la indulgencia Butterbriefe. Por un veintésimo de florín renano, los alemanes disfrutaban del privilegio anual de ingerir productos lácteos incluso en los días de abstinencia. Es decir, podían gratificarse con su vianda predilecta sin trasgredir el ayuno. 

Las recaudaciones de la indulgencia eran invertidas en la construcción de un puente sobre el Elba enclavado en Torgau. En 1509, Julio II prorrogó esta indulgencia por veinte años más. Lo que más enfurecía a Lutero era la manera como se engañaba a las gentes sencillas e ingenuas, a las que se les hacía creer que podían comprar la subida al cielo.

En la festividad de Todos los Santos de 1517, con un martillo clavó sus noventa y cinco tesis sobre las indulgencias en la puerta de la iglesia del castillo de Alberto, en Wittenberg. Dentro había reliquias, incluso un mechón de cabellos de la Virgen, que concedía dos millones de años de indulgencias. Una de las tesis de Lutero decía: «La riqueza del papa excede con mucho la de todos los otros hombres. ¿Por qué no edifica la iglesia de San Pedro con su propio dinero en lugar de con el dinero de los cristianos pobres?».

Según este monje pendenciero, las llaves del reino estaban abriendo todos los bolsillos de la cristiandad; la avaricia papal estaba convirtiendo al mismo Cristo en cómplice de ladrones cuyo único objeto era robar a los pobres. Sin lugar a dudas, Lutero trataba de perforar el tambor de Tetzel.

Durante mucho tiempo, el papado había estado traicionando a los devotos cristianos en las ciudades, pueblos y caseríos. Su traición al pueblo sigue grabada en los ladrillos y los mármoles de San Pedro. El precio de dicha basílica fue la ruptura de la Iglesia que se ha prolongado durante cuatro siglos; y que se prolongará mucho más.

El papado irreformable Martín Lutero no fue el primero en ir a por lana a Roma y salir trasquilado. Para ser exactos, las críticas más severas contra el papado procedieron siempre de sus amigos, incluyendo muchos santos y ¡algunos papas! Su testimonio se remonta a tiempos muy anteriores.

Una de las conversaciones más preocupantes que tuvo como escenario Roma enfrentó al papa inglés, Adriano VI (1154-1159) y su extravertido compatriota, John de Salisbury, más tarde obispo de Chartres. «Realmente —susurró el pontífice—, ¿qué piensa el pueblo del papa y de la Iglesia?» «La gente comenta —replicó valientemente John— que la Iglesia se comporta más como una madrastra que como una madre; que tiene una veta fatal de avaricia, escribas y fariseos que colocan una pesada carga sobre los hombros de los hombres, acumulando valiosos ajuares, mostrando una codicia desmesurada.» «Y —añadió— que el santo padre es en sí mismo gravoso y apenas tolerable.»

El papa Inocencio IV (1243-1254), debido a una disputa con el emperador Federico II, se vio forzado a salir de Roma. Dio a entender que le gustaría exiliarse en Inglaterra. Los pares del reino no se lo permitieron. Alegaron que el dulce aroma de la verde Inglaterra no podría soportar el hedor de la corte pontificia. Entonces, Inocencio se llevó la curia a Lyon. 

Cuando Federico murió, Inocencio pudo regresar a Roma. El cardenal Hugo, en nombre del papa, escribió a los habitantes de Lyon dando las gracias. Este documento está fechado en 1250. Es uno de los más denigrantes de la historia pontificia.

Durante nuestra estancia en vuestra ciudad, nosotros [la curia romana] nos mostramos muy caritativos con respecto a vosotros. A nuestra llegada, apenas encontramos tres o cuatro hermanas del amor susceptibles de ser compradas, mientras que a nuestra partida os dejamos, por así decirlo, un burdel que se extiende desde las puertas del oeste a la del este.

En este mismo siglo, san Buenaventura, cardenal y superior de todos los franciscanos, identificaba a Roma con la ramera del Apocalipsis, anticipándose de este modo a Lutero trescientos años. Esta ramera, dijo, hace que los reyes y las naciones beban el vino de la prostitución. Afirmó no haber encontrado nada en Roma, excepto lujuria y simonía, incluso en las altas esferas de la Iglesia. Roma corrompe a los prelados, éstos corrompen al clero, el clero corrompe al pueblo.

Dante, católico devoto, no sólo sumergió en el infierno un papa tras otro, también trató con la misma firmeza a la curia. Los cardenales que, según un piadoso monje de Durham, otrora «resplandecían como prostitutas» se hallan despojados y desnudos en el cuarto círculo del Inferno. Grupos de indolentes prelados están condenados para toda la eternidad a empujar enormes peñas, simbolizando la opulencia, contra peñas arrastradas por otros hombres avariciosos.El poeta inglés William Langland escribió:

El país es el más abominable donde los cardenales llegan,y en el que más se tienden y se demoran, el libertinaje impera.

El obispo Alvaro Pelayo, ayudante de cámara papal en Avignon, insinuó que la Santa Sede había infestado a toda la Iglesia con el veneno de la avaricia. «Si el papa se comporta de este modo, dice la gente, ¿por qué no hacemos otro tanto nosotros?» En un día cualquiera, el superior de Pelayo, Juan XXII, excomulgó a un patriarca, cinco arzobispos, treinta obispos y cuarenta y seis abades. Su único crimen: haberse demorado en el pago de las exacciones pontificias.

Maquiavelo, amigo de Petrarca, escribió: «Los italianos tienen una gran deuda respecto a la Iglesia de Roma y su clero. Merced a su ejemplo perdimos la verdadera religión convirtiéndonos en unos completos descreídos. Es norma que cuanto más cerca se halla una nación de la curia romana, tanto menos religión posee».

Catalina de Siena indicó a Gregorio XI que no necesitaba visitar la corte papal para percibir su olor. «La peste de la curia, Santidad, hace tiempo que alcanzó mi ciudad.»

En el siglo XV, san Antonino, arzobispo de Florencia, reprobó la venta de títulos de deuda con beneficio en su ciudad; esto era usura. Cuando sus críticos le replicaron: «La Iglesia romana lo autoriza», Antonino respondió: «Los miembros de la curia tienen concubinas. ¿Ello prueba de que el concubinato sea legal?». La cabal vulgaridad de este argumento no deja de sorprender.

Una de las razones de que hubiera más prostitutas en Roma que en cualquier otra capital era el gran número de célibes. A menudo, los conventos eran burdeles. Algunas veces, cuando iban a confesarse, las mujeres se armaban con un puñal para protegerse del confesor. Las crónicas nos informan de clérigos que se pasaban los días en las tabernas, las noches en los blandos brazos de sus amantes. 

«El más santo de los anacoretas dispone de su ramera.» Como decía santa Brígida al papa Gregorio: «Los clérigos no son tanto sacerdotes de Dios como alcahuetes del demonio». Durante la misa, los mejores coros romanos cantaban canciones tan lascivas que una comisión de cardenales discutió si prohibir cualquier tipo de canto en la iglesia.

Erasmo, el filósofo del siglo XVI, una de las mentes más agudas de su época, comentó que «la tiranía de Roma era peor que la de los turcos». Escribió un apunte en el que el papa Julio trata de abrirse violentamente paso desde San Pedro a las puertas celestiales.

Pedro pone los ojos enblanco, incapaz de reconocer a un sucesor suyo en aquel barbudo guerrero. Julio se saca su capacete y se cala la tiara. Pedro se vuelve más suspicaz todavía. Finalmente, un exasperado Julio yergue sus llaves ante las narices de Pedro. El apóstol, luego de examinarlas, sacude lentamente la cabeza. «Lo siento, pero no son utilizables en ningún lugar de este Reino.»

En 1522, el papa holandés Adriano VI confesó a la Dieta de Nuremberg que lo más nocivo de la Iglesia procedía de la curia romana. «Durante muchos años se han producido sucesos abominables en el trono de San Pedro, abusos de orden espiritual, trasgresiones de los Mandamientos, de tal manera que todo ha sido impíamente pervertido.»

El jesuíta cardenal Bellarmino admitiría después: «Algunos años antes de Lutero y Calvino, en la Iglesia ya no quedaba religión». Sobre el papado opinó que casi había eliminado el cristianismo.

En 1518, cantando su Canción necia, Lutero escribió a la nobleza alemana lamentándose de la concupiscencia papal. Describió la Santa Sede como «más corrompida que Babilonia y Sodoma... Resulta acongojante y terrible ver la cabeza de la cristiandad, que presume ser el vicario de Cristo y sucesor de san Pedro, vivir en un boato terreno que ningún rey o emperador puede igualar; así que en él, que se llama a sí mismo el más santo y el más espiritual, existe mayor mundanidad que en el mundo mismo».

Dos años más tarde, Lutero sería excomulgado por León X. Lutero pidió la convocatoria de un concilio general. Durante veinticino años críticos, los papas y la curia se negaron a semejante petición, la única capaz de arreglar las graves disenciones dentro de la Iglesia.

Las condiciones eran tan malas que Contarini diría al papa Pablo III (1539-1549) que la totalidad de la corte papal era herética; estaba en oposición al espíritu del Evangelio. La ley de Cristo trae la libertad; el papado, dijo con franqueza Contarini, sólo aporta servidumbre y arbitrariedad. «Santidad, ninguna esclavitud mayor que ésta cabría imponer basándose en la fe de Cristo.»

Pablo III, el «cardenal enaguas», cuyo único mérito para desempeñar este cargo eclesiástico había sido el encanto irresistible de su hermana Giulia, no tenía madera de reformador.

En diciembre de 1545, el concilio de Pablo —no sería el último que se convocaría a lo largo de veinte años— se reunió en Trento. Edmund Campion, el santo jesuita que sería martirizado en Londres en 1580, dijo ufano de Trento: «¡Santo Dios, qué diversidad de naciones! ¡Qué selección de obispos del mundo entero'.». 

La verdad era que en Trento más de la mitad eran italianos. Apenas fue una asamblea «católica». En cualquier caso, llegaba demasiado tarde para deshacer el daño causado por el papado. Los padres se quedaron atónitos oyéndose a sí mismos describir abiertamente, como una tribu indigna —lobos más que pastores—, a los autores de la corrupción del mundo en Italia y en los demás lugares.

¿Cómo se explicaba que Roma, lejos de ser la campeona del Evangelio, se hubiese convertido, en labios de Contarini, en la encarnación de la herejía?

El poder era la raíz de la cuestión. Recordando la frase de Acton, el poder absoluto no sólo corrompía a los detentadores del cargo, sino también, al cargo pontificio. Por ello, hombres como Borgia, lejos de sentirse desplazados en el trono de San Pedro, se acomodaban a sus anchas.

La Reforma llegó con la aparición de la auténtica santidad, no cuando la Iglesia se hubo hundido completamente en el fango. Los reformadores salvaron al pontificado, que había caído demasiado bajo para salvarse a sí mismo y a la Iglesia. Jacob Burckhardt escribió: «La salvación moral del papado se ha debido a sus enemigos mortales». Pero el precio fue elevado. 

Trento consagró la teología medieval, la estrechez de miras del catolicismo y una orientación hacia el pasado que ha durado siglos. Fue el principio de una guerra fría religiosa. El padre Sarpi escribió sobre Trento: «Este concilio, deseado y convocado por personalidades pías con el fin de unificar la Iglesia que estaba derrumbándose, por el contrario ha motivado la confirmación del cisma y endurecido las actitudes dando lugar a que los desacuerdos fuesen irresolubles».

Trento, según su puntos de vista, fue responsable de la mayor «deformación nunca vista en el orden eclesiástico, con el resultado de que ahora el nombre de cristiandad sea odiado». Después de Trento, el grandioso poder de Roma fue confirmado, los obispos perdieron su independencia de manera que durante cerca de trescientos años no se convocó ningún concilio. 

Tres siglos más tarde se reunió un concilio para reconocer formal y definitivamente el absolutismo pontificio. A partir de entonces, la Iglesia romana, separada de los protestantes en Occidente, fue menos una Iglesia católica que una secta ensimismada y asustada sobre la cual gobernaba el papa.

Lo curioso es que Lutero no tuvo la menor intención de abandonar la Iglesia, hasta que se dio cuenta de que una cristiandad dividida era preferible a una sola comunidad regida por un papa que contravenía el Evangelio. Era mucho mejor ser gobernado por la Biblia abierta que por un corrupto e irreformable papado. 

Los cristianos de Occidente debatieron la sensatez del razonamiento de Lutero. Su análisis no difería del de Dante. Lo que había de equivocado en la Iglesia era la libido dominandi del papado, su insaciable sed de poder.

León X fue lo bastante obtuso como para excomulgar a Lutero, incluso por decir: «Quemar a los herejes va contra la voluntad del Espíritu Santo». Los papas posteriores no fueron más perceptivos.

La tormenta, que desde hacía tiempo amenazaba, estalló por fin. Se desató el relámpago, rugió el trueno. E, infalibles, siguieron convencidos de que el mundo, su mundo, continuaría pacíficamente como siempre.

En 1555 fue elegido otro pontífice. Lutero había muerto hacía más o menos diez años. Prácticamente, el cristianismo había estallado; una Iglesia dividida ya no deseaba escuchar los desvarios de un papa ineficaz. Y, sobre todo, se negaba a escuchar a sus príncipes.

El nuevo pontífice era más ciego y sordo que todos sus antecesores, pero en ningún momento se dudó de que fuera mudo. Con su voz, intentó acallar la tormenta comportándose como un Gregorio VII redivivo.

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