«A nadie en la tierra llaméis padre, porque uno es vuestro Padre, el que está en el cielo»
(Mateo 23: 9)
Esta mañana, en una emisora de imagen “progre”, entrevistaban a Jordi Hereu, alcalde de Barcelona. Entre otros temas, hablaban de la próxima visita a esa ciudad del jefe del Vaticano y de la Iglesia Católica Romana, cargos que actualmente recaen en la respetable persona de Joseph Alois Ratzinger, autonombrado Benedicto XVI (aunque en español castizo es preferible Benito 16, menos pomposo, humanamente más cercano, y en todo caso más apto para un simple mortal).
En la entrevista había alusiones al recibimiento que se le dispensaría, con referencias a las posturas críticas frente a esa visita. (Recordemos que existe incluso alguna digna campaña contra la misma y el coste involucrado, de al menos cerca de treinta millones de euros en plena crisis económica).
El alcalde, militante del PSC, ha respondido que, aun respetando la diversidad de opiniones, para él sería un éxito que resulte impecable la organización y recepción al ilustre visitante.
Ha resaltado que éste consagrará el templo de la Sagrada Familia, «uno de los iconos culturales» de la ciudad. Excusa “laica” para la implicación pública en los actos en torno a un edificio innegablemente religioso.
La presentadora ha mencionado, quizá con cierto regodeo, posibles respuestas “antisistema”. A raíz de ello otro contertulio del programa, también catalán, ha expresado reiterada y enfáticamente –incluso en tono un tanto “sobrado”– su deseo de que la ciudad no haga «el ridículo».
Esto sucedería, según él, si se incurre en la tentación de empañar tan magna visita, que además será seguida por «mil millones de personas». Aducía, pues, otra excusa “laica”: la imagen y la rentabilidad, incluso económica, que a medio y largo plazo pueden verse favorecidas por el evento.
Tras ello, el alcalde (dicen que socialista) ha reafirmado, ya en un tono menos “laico”, su deseo de que la visita del «Santo Padre» sea un completo éxito.
* * * Curiosamente (?), nadie ha replicado que quizá lo verdaderamente “ridículo”, además de indignante, es que se reciba con todos los honores oficiales al dictador vaticano, que es a la vez el líder supremo de una entidad religiosa particular, de la cual viene a hacer proselitismo.
Nadie le ha dicho a ese contertulio que lo lógico sería que esa visita, en todo caso legítima, la pagasen los fieles de dicha confesión, y que las autoridades civiles –representantes de un estado presuntamente aconfesional– deberían mantenerse al margen de los actos mencionados.
Nadie, en fin, ha destacado que, lejos de implicar el menor “ridículo”, levantarse masiva y pacíficamente contra esa visita supondría, bien mirado, un gesto de dignidad popular frente al atropello de la Constitución española (y en particular, su artículo 16.3) y frente al expolio de recursos públicos que implica toda la organización de esa visita; recuérdese que la pagarán también los ciudadanos que, por diferentes razones, no simpatizan con esa confesión religiosa (o que, aun simpatizando, detectan y rechazan el susodicho atropello).
Pero el colmo de la confusión entre lo público y lo privado, la guinda de tanto despropósito, la ha puesto el alcalde. Ha sido en su ya citada alusión a Benito 16 como el “Santo Padre”. Un dato que, no por usual en estos casos, debiera resultar menos llamativo.
Delata que cuando los responsables públicos empiezan cediendo “un poco” en la dignidad aconfesional del estado, aunque sea mediante las citadas excusas “laicas”, acaban entregados (casi) por entero a la parafernalia religiosa que deberían evitar como representantes que son de todos los ciudadanos.
Cabe preguntarse, además, si cuando ese alcalde habla en esos términos –absolutamente innecesarios, pues se puede aludir correctamente al líder vaticano de otras maneras– es consciente de que puede estar hiriendo la sensibilidad de no pocos creyentes en el cristianismo genuino.
Una herida que no sería fruto de una susceptibilidad especial, sino del amor a la verdad. Llamar “Santo Padre” a un simple mortal es directamente blasfemo. El Maestro de Nazaret advirtió explícitamente contra esa atribución de “Paternidad” espiritual a cualquier ser humano (ver Mateo 23: 9).
La Biblia, “Palabra de Dios” según los católicos romanos (incluido el papa), sólo le reconoce santidad con mayúsculas al Dios Todopoderoso (ver Apocalipsis 4: 8).
Como recuerda Guillermo Sánchez Vicente en “¿Quién es el Santo Padre?”, «la expresión “santo Padre” aparece una sola vez en toda la Biblia. En la oración llamada sacerdotal, Jesús dijo: “Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu Nombre, en ese Nombre que me has dado, para que sean uno, como lo somos nosotros” (Juan 17: 11). No cabe lugar a dudas: El Santo Padre es Dios.
¿Puede algún hombre asumir legítimamente ese título?»
Ni ése, ni muchos otros que también se arroga el papado de manera inicua (por falaz y en varios casos blasfema), como “Vicario de Cristo”, “Sucesor de Pedro” o “Sumo Pontífice” (véase de nuevo el artículo mencionado).
Alguien tan culto y conocedor de la Escritura como sin duda lo es Joseph Ratzinger no puede ignorar que el papado usa títulos que sólo a Dios corresponden. No es verosímil que desconozca los textos bíblicos aquí citados, y muchos otros, que niegan toda legitimidad a los tratamientos que él se hace aplicar.
En suma, el propio Joseph debería ser el primero en afirmar que en su próximo viaje a España no viene el Santo Padre, sino un simple mortal (como tú, querido/a lector/a, y como yo) con sus virtudes y sus defectos, con sus derechos y sus obligaciones.
Sólo entonces empezaría a honrar y alabar verdaderamente al Dios a quien dice representar. Al «único y sabio Dios» que merece «honor y gloria por los siglos de los siglos» (1 Timoteo 1: 17).
A ése, y sólo a ése, amante Salvador, es al que los cristianos despiertos y genuinos dicen: «¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!» (Apocalipsis 22: 20).
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