Sí, EE.UU. podría… ¡irse!
Tom Dispatch
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens |
Sí, podríamos irnos. No es una broma. Realmente podríamos retirar nuestros masivos ejércitos, que ahora llegan en su conjunto a 200.000 soldados, de Afganistán e Iraq (y eso ni siquiera toma en cuenta a nuestro ejército oculto de contratistas privados, de casi igual tamaño, que ayudan a disimular el verdadero tamaño de nuestras dobles ocupaciones). Indudablemente los podríamos retirar razonablemente rápido y razonablemente sin dolor.
Es algo que no sabríais al escuchar los debates en Washington o al ver las noticias de los medios dominantes. En ellos, la retirada, cuando hablan de ella, parece ser una empresa que va más allá de lo imaginable. Sólo en Iraq, todas esas bases que desmantelar y millones de piezas de equipamiento que enviar a casa en una operación digna de años de esfuerzo intensivo, es el tipo de operación que hace que la desesperada evacuación británica de Dunquerque en la Segunda Guerra Mundial parezca un paseo dominical por el parque. Y representa sólo el aspecto técnico del problema.
Luego existe la convicción de que cualquier cosa que no sea una retirada lentísima se parecería a la liebre de la fábula de Esopo –por lo menos dos años en Iraq, entre cinco y diez en Afganistán–, pondría en peligro al propio planeta, o por lo menos a su país más importante: el nuestro. Sin nuestra mano eternamente estabilizadora, iraquíes y afganos, se toma por entendido, se verían perdidos. Sin la ayuda de fuerzas estadounidenses, por ejemplo, ¿hubiera podido anunciar el gobierno de Maliki la muerte del jefe de al-Qaida en Iraq? No es probable, mientras que EE.UU. ha eliminado dos veces a su dirigencia, primero en 2006, y de nuevo, evidentemente, la semana pasada.
Desde luego, antes de que la entrada de nuestros soldados a Bagdad en 2003, y del comienzo de la ocupación estadounidense de ese país, no había al-Qaida en Iraq. Pero eso pertenece al pasado distante, del que no vale la pena hablar. Y olvidad también que nuestras invasiones y guerras han resultado ser estruendosamente destructivas, que han causado caos, miseria y muerte como secuelas, y convertido, por ejemplo, el sistema de atención sanitaria de Iraq, que otrora fue considerado un país avanzado en el mundo árabe, en una zona de desastre (que –sobra decirlo– sólo nosotros, estadounidenses, estamos ahora equipados para reparar).
De la misma manera, mientras matamos regularmente civiles afganos en puntos de control en sus carreteras y en sus casas, en sus celebraciones y en su trabajo, ignoramos el hecho de que nuestra invasión y ocupación abrió el camino para la transformación de Afganistán en la primera nación agrícola con cultivos enteramente dependientes de la droga, y de esa manera, en la primera narco-nación del planeta. No es sólo que el país tenga ahora un monopolio casi total del cultivo de amapolas de opio (por lo tanto heroína), sino según el último informe de la ONU, ahora está copando también el mercado del hachís. Y hablamos de diversificación.
Es un récord del que se puede depender y que, evidentemente, hay que mantener e incluso expandir. Somos como el famoso invitado que vino a cenar, se quebró una pierna, no se fue y rápidamente se hizo cargo de las vidas de toda la familia. Sólo que en nuestro caso, llegamos, le quebramos la pierna a otra persona, y luego insistimos en quedarnos para quebrar muchas piernas más, por temor a que el mundo se convirtiera en un sitio mucho más terrible.
En Washington se sabe y acepta que si nos fuéramos de Afganistán precipitadamente, el talibán se haría cargo, al-Qaida volvería en forma y de inmediato, y que luego otros de nuestros edificios gigantes obviamente morderían el polvo. Y sin embargo, mientras más nos quedamos y mientras más aumentamos nuestras fuerzas, más ha reaparecido el talibán, más territorio es dominado por esa insurgencia minoritaria. Si nos quedamos lo suficiente, podremos, de hecho, crear la insurgencia mayoritaria que pretendemos temer.
Es sabiduría común en EE.UU. que, antes de retirar nuestros militares, Afganistán, como Iraq, debe ser afianzado como un aliado suficientemente estable, así como por lo menos una frágil democracia joven, lo que consigna la verdadera partida a un horizonte lejano. Y ese sentido del tiempo puede ayudar a explicar el deseo de responsables estadounidenses de obstaculizar los intentos del presidente afgano Hamid Karzai de negociar ahora con el talibán y otras facciones rebeldes. Washington, parece, prefiere un “proceso de reconciliación” que dure años y que sólo comience después que los militares de EE.UU. logren dominar en el campo de batalla.
La realidad que no se atreve a revelar su nombre en Washington es: no importa lo que pueda suceder en un Afganistán sin nosotros –sea que (como en los años noventa) las diversas facciones en el país se ataquen entre ellas, o que el talibán establezca un control significativo, aunque (como en los años noventa) no sobre todo el país– los riesgos para los estadounidenses serían menores. Lo que no significa que alguien que importe vaya a decir algo semejante.
Veamos, ¿qué tipo de interés pueden tener realmente los estadounidenses en uno de los países más empobrecidos del planeta, tan distante geográfica, cultural y religiosamente? Sin embargo, como para desafiar el sentido común, hemos estado combatiendo allí –mediante sustitutos y directamente– de forma intermitente durante 30 años interminables en perspectiva.
La mayoría de los estadounidenses siguen estando evidentemente convencidos que ese “refugio” fue la clave para el éxito de al-Qaida, y que Afganistán era el único lugar donde esa organización podría haber planificado el 11-S, aunque la verdadera planificación haya tenido lugar en Hamburgo, Alemania, que no bombardeamos ni invadimos.
En un futuro en el cual nuestros crecientes ejércitos realmente tuvieran éxito en el control de Afganistán e impidieran el acceso de al-Qaida, ¿qué pasaría con Somalia, Yemen, o, en realidad, Inglaterra? Ahora se olvida convenientemente que el primer intento casi exitoso de derribar una de las torres del World Trade Center en 1993 fue planificado en el campo en Nueva Jersey. Si el gobierno de Bush hubiera prestado la más mínima atención el 10 de septiembre de 2001, o hubiese tomado precauciones razonables, incluyendo el cierre de las puertas de las cabinas de los pilotos, el 11-S y por lo tanto la invasión de Afganistán habrían sido relegados a la trama fantástica de alguna novela de Tom Clancy.
Vietnam y Afganistán
¿Habéis notado, a propósito, que siempre hay algún obstáculo en el camino de la retirada? Ahora mismo, en Iraq, son las secuelas de la elección del 7 de marzo, saludada como prueba de que hemos llevado la democracia a Oriente Próximo y que por lo tanto, sean cuales sean nuestros errores, hicimos lo correcto. Lo que pasa es que la elección, como muchos predijeron entonces, ha llevado a una parálisis potencialmente explosiva y todavía no llega cerca de resultar en una nueva coalición gobernante. Al aumentar la violencia, se nos dice, la retirada planificada de las tropas estadounidenses para agosto al nivel de 50.000 está en peligro. El proceso, a pesar de repetidas promesas, parece avanzar lentamente.
Y sin embargo, la idea de que después de todos estos años una retirada estadounidense debiera depender de eventos entre iraquíes, parece curiosa. Siempre hay algún motivo para dudar –y nunca tiene que ver con nosotros. Indudablemente la retirada sería un rompecabezas mucho menos complicado si Washington simplemente se comprometiera de lleno a irse, y si dejara de convencerse de que la presencia de militares de EE.UU. en países lejanos es esencial para un mundo mejor (y, claro está, para tener una posición de control en el planeta Tierra).
Los anales de la historia están repletos de países que invadieron y ocuparon otras tierras y luego se fueron, a menudo sin gloria y bajo intensa presión. Pero lo hicieron.
Vale la pena recordar que, en 1975, cuando el ejército sudvietnamita colapsó y en esencia huimos del país, abandonamos inmensas cantidades de equipamiento. Helicópteros fueron empujados por sobre los bordes de portaaviones para ganar espacio; barriles de dinero fueron quemados en la embajada de EE.UU. en Saigón; bases militares tan grandes como cualquiera que hemos construido en Iraq o Afganistán cayeron en manos norvietnamitas; y aliados sudvietnamitas fueron abandonados en el pánico del momento. Sin embargo, cuando no quedaba otra alternativa, nos fuimos. No de manera elegante, ni agradablemente, ni reflexivamente, ni servicialmente, pero nos fuimos.
Hay que recordar que, también entonces, se predijo el desastre para el planeta si nos retirábamos precipitadamente –incluyendo la arrolladora toma comunista de un país tras el otro, la pérdida de “credibilidad” para la superpotencia estadounidense, y un baño de sangre asesino en el propio Vietnam. No sólo fueron predichos por los Casandra de Washington, sino citados interminablemente durante los años de la guerra como razones para no irse. Y no obstante vino el choque de que algo semejante no se registró entre todas las así llamadas lecciones de Vietnam: nada de eso sucedió después.
Hoy en día, Vietnam es un país razonablemente próspero con relaciones amistosas con su antiguo enemigo, EE.UU. Después de Vietnam, no cayó ninguna otra “ficha de dominó” y no hubo un baño de sangre en ese país. Por cierto, podía había sido diferente –y en otros sitios, a veces, lo ha sido. Pero incluso cuando los cielos locales se oscurecen, el mundo no se acaba.
Y esa es la verdad del asunto: el mundo no se acabará, no en Iraq, ni en Afganistán, ni en EE.UU., si terminamos nuestras guerras y nos retiramos. El cielo no se caerá, incluso si EE.UU. se va relativamente rápido, incluso si después se derrama sangre y las cosas no van bien en ninguno de los dos países.
Llevamos a nuestras tropas con una rapidez extraordinaria. Somos bastante capaces de sacarlas a un ritmo parecido. Podríamos, quiero decir, irnos. Hay, sin duda, maneras mejores y peores de hacerlo, maneras que castigarían aún más a las sociedades que hemos invadido, y maneras que les podrían ser de cierta utilidad, pero en todo caso, podemos irnos.
Una breve historia de retiradas estadounidenses
Evidentemente, existe un pequeño problema. Toda la evidencia indica que Washington no quiere retirarse –no realmente, ni de una región ni de la otra. No tiene interés en privarse del negocio del control y de la influencia globales, o del tinglado del poder militar. No es demasiado sorprendente, ya que estamos hablando de una gran potencia imperial y del control (o por lo menos del control imaginario) sobre las regiones petrolíferas estratégicas del planeta.
Y además existe otro factor que hay que considerar: el hábito. Con el pasar de las décadas Washington se ha acostumbrado a quedarse. Hace tiempo que EE.UU. se especializa en llegar, pero no tanto en partir. Después de todo, 65 años después, cantidades impresionantes de fuerzas estadounidenses siguen acantonadas en las dos principales naciones derrotadas en la Segunda Guerra Mundial: Alemania y Japón. Todavía tenemos cerca de tres docenas de bases militares en la relativamente pequeña isla japonesa de Okinawa, y ahora mismo estamos luchando encarnizadamente, en términos diplomáticos, para no ser obligados a abandonar una de ellas. La Guerra de Corea fue suspendida por un armisticio hace 57 años y, de nuevo, cantidades impresionantes de soldados estadounidenses siguen acantonados en Corea del Sur.
De la misma manera, algunas décadas más tarde, después de la campaña aérea contra Serbia a fines de los años noventa, EE.UU. expandió el enorme Campo Bondsteel en Kosovo con su perímetro de once kilómetros, y seguimos allí. Después de la Primera Guerra del Golfo, EE.UU. construyó o expandió bases militares y otras instalaciones en Arabia Saudí, Kuwait, Qatar, Omán, y Bahréin en el Golfo Pérsico, así como la isla británica de Diego Garcia en el Océano Índico. Y nunca ha dejado de reforzar sus instalaciones en toda la región del Golfo. En este sentido, abandonar Iraq, en la medida en la que lo hacemos, no es un asunto tan significativo como se imagina a veces, en términos estratégicos. No es como si los militares de EE.UU. se fueran a Dubuque, Iowa.
Una historia de las retiradas estadounidenses sería ciertamente un libro muy breve. Fuera de Vietnam, los militares de EE.UU. se retiraron de las Filipinas bajo la presión del “poder popular” (y un volcán local) a comienzos de los años noventa, y de Arabia Saudí, en parte bajo la presión de Osama bin Laden. En ambos países, sin embargo, ha retenido o recuperado un punto de apoyo en los últimos años.
El presidente Ronald Reagan retiró a los soldados estadounidenses del Líbano después del devastador atentado del camión suicida en 1983 contra un cuartel de los marines, y el presidente de Ecuador, Rafael Correa, expulsó funcionalmente a EE.UU. de la Base Aérea Manta en el año 2008 cuando se negó a renovar su convenio. (“Renovaremos la base con una condición: que ellos nos permitan instalar una base en Miami –una base ecuatoriana,” dijo astutamente). Y hubo unos pocos sitios como la isla de Grenada, invadida en 1983, que simplemente importaban demasiado poco como para que Washington se quedara.
Por desgracia, sea cual sea el gobierno, el afán por quedarse parece ser una constante. Está evidentemente implantado en el ADN de Washington y arraigado profundamente en la política interior en la que seguras acusaciones de “retirada apresurada” e imputación por “perder” Iraq o Afganistán atemorizarían a cualquier gobierno. No es sorprendente, que al considerar los principales artículos noticiosos sobre Iraq y Afganistán, se puedan ver señales de la presión para quedarse en todas partes.
En Iraq, mientras el presidente Obama se ha comprometido a retirar las tropas estadounidenses antes de fines de 2011, queda mucho terreno para manipulaciones. New York Times ya informa que el general Ray Odierno, comandante de las fuerzas de EE.UU. en ese país, presiona a Washington para que establezca “una Oficina de Cooperación Militar dentro de la embajada estadounidense en Bagdad para sostener la relación después… del 31 de diciembre de 2011.” (“Tenemos que mantenernos comprometidos a esto después de 2011,” citan a Odierno. “Creo que el gobierno lo sabe. Creo que tiene que hacerlo para seguir adelante hasta terminar. Es importante que se reconozca que sólo porque los soldados de EE.UU. se van, Iraq no ha terminado.”)
Si deseáis una verdadera medida de la retirada estadounidense, prestad atención a las megabases que el Pentágono ha construido en Iraq desde 2003, especialmente la gigantesca Base Aérea Balad (ya que los iraquíes no tendrán, a fines de 2011, una verdadera fuerza aérea propia), y tal vez Campo Victory, la vasta, mal bautizada base y centro de comando contigua al Aeropuerto Internacional de Bagdad en las afueras de la capital. Prestad atención también a la embajada de EE.UU., de 42 hectáreas, construida a lo largo del río Tigris en el centro de Bagdad. Actualmente, es la mayor “embajada” del planeta y representa algo nuevo en la “diplomacia,” ya que es esencialmente una base militar combinada con un centro de comando y control para la región. Evidentemente no se irá a ninguna parte, retirada o no.
En los hechos, informes recientes indican que en el futuro cercano el personal de la “embajada”, incluyendo a entrenadores de la policía, funcionarios militares relacionados con esa Oficina de Coordinación, espías, asesores estadounidenses vinculados a diversos ministerios iraquíes, y gente semejante, podría ser más que duplicado del actual impresionante nivel de personal de 1.400 a 3.000 o más. (La embajada, a propósito, ha solicitado 1.875 millones de dólares para sus operaciones en el año fiscal 2011, y eso fue sobre la base de sólo 1.400 empleados.) Visto de manera realista, mientras una embajada semejante permanezca en Zona Cero Iraq, no nos habremos retirado de ese país.
Del mismo modo, tenemos una gigantesca embajada de EE.UU. en Kabul (que está siendo expandida) y otra mega-embajada que está siendo construida en la capital paquistaní Islamabad. No representan, es seguro, señales de partida.
Tampoco el hecho de que en Afganistán y Pakistán, todo lo que tiene que ver con la guerra está aumentando, incluso de maneras que a menudo no son aparentes.
La decisión del “aumento” del presidente Obama ha sido descrita sobre todo en términos de esos 30.000 soldados adicionales que está enviando, no en términos del ejército fantasma de 30.000 o más contratistas privados adicionales que cumplen diversos roles militares (y que mueren sin ser registrados en cantidades impresionantes); ni el contingente adicional de tipos de la CIA y la escalada de la guerra de drones que están supervisando en las zonas tribales fronterizas de Pakistán; ni el aumento al doble de las unidades de Operaciones Especiales asignadas para perseguir a la dirigencia talibán; ni los funcionarios adicionales del departamento de Estado para el “aumento civil”; ni, por ejemplo, la “caja” adicional de 10 millones de dólares de fondos que podrían estar pronto a disposición de 120 fuerzas de Operaciones Especiales de EE.UU., que ya se encuentran en esas zonas fronterizas entrenando al Cuerpo Fronterizo paramilitar paquistaní, para gastarlos en “ganar corazones y mentes.”
Tal vez sea históricamente exacto si se dice que las grandes potencias generalmente parten del país, se van a otros sitios armadas hasta los dientes, y luego sienten la necesidad de quedarse. Con nuestras guerras de más de un billón de dólares, y un presupuesto anual de seguridad nacional de más de un billón, hay mucho en juego para quedarse, e indudablemente en librar dos, tres, muchas guerras de Afganistán (e Iraq) en los años por venir.
Tarde o temprano, nos iremos de Iraq y Afganistán. Es demasiado tarde en la historia de este planeta para ocuparlos para siempre y un día más. Más vale que sea antes.
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Tom Engelhardt, es co-fundador del American Empire Project, dirige el Nation Institute’s TomDispatch.com. Es autor de “The End of Victory Culture”, una historia sobre la Guerra Fría y más cosas, así como una novela: “The Last Days of Publishing”. En junio se publicará su último libro: “The American Way of War” (Haymarket Books).