Pablo Gonzalez

El silencio de Wojtyła, el caso de Monseñor Oscar Arnulfo Romero


Oscar Arnulfo Romero es una figura imposible de ignorar. Quito de mi mente la minucia de su sotana y concentro mi mirada en su reclamo por justicia en medio de una nación vecina ensangrentada por una fría lucha entre dos gigantes enfermos de poder.

Imposible negar su valor, honor a quien lo merece, me importa un bledo su discurso religioso, solo puedo ver al hombre que fue y al coraje que lo llevó a la tumba luego de un tiro oficial en el corazón.

También imposible negar su clamor ignorado, la indiferencia de sus superiores, incluso el de más arriba, el injustamente aclamado Karol Wojtyla, el papa polaco ultraconservador que elevó al Opus Dei, promovió la explosión demográfica y la expansión del SIDA y se trajo al suelo el único intento por el que su iglesia me merecería un poco de respeto y que impulsó uno de sus predecesores, también uno de los pocos -levemente- respetables encargados de tan nefasto cargo.

Empapado de prejuicio político y ceguera intelectual, Wojtyla se dio el lujo de despreciar a un hombre que pudo darle el rostro humano que tanto le hace falta a su monstruosa institución:

- Santo Padre -le reclama con la autoridad de los mendigos-, soy el Arzobispo de San Salvador y le suplico que me conceda una audiencia.

El Papa asiente. Por fin lo ha conseguido: al día siguiente será.

Es la primera vez que el Arzobispo de San Salvador se va a encontrar con el Papa Karol Wojtyla, que hace apenas medio año es Sumo Pontífice. Le trae, cuidadosamente seleccionados, informes de todo lo que está pasando en El Salvador para que el Papa se entere. Y como pasan tantas cosas, los informes abultan.

Monseñor Romero los trae guardados en una caja y se los muestra ansioso al Papa no más iniciar la entrevista.

- Santo Padre, ahí podrá usted leer cómo toda la campaña de calumnias contra la Iglesia y contra un servidor se organiza desde la misma casa presidencial.

No toca un papel el Papa. Ni roza el cartapacio. Tampoco pregunta nada. Sólo se queja.

- ¡Ya les he dicho que no vengan cargados con tantos papeles! Aquí no tenemos tiempo para estar leyendo tanta cosa.

Monseñor Romero se estremece, pero trata de encajar el golpe. Y lo encaja: debe haber un malentendido.

En un sobre aparte, le ha llevado también al Papa una foto de Octavio Ortiz, el sacerdote al que la guardia mató hace unos meses junto a cuatro jóvenes.

La foto es un encuadre en primer plano de la cara de Octavio muerto. En el rostro aplastado por la tanqueta se desdibujan los rasgos indios y la sangre los emborrona aún más. Se aprecia bien un corte hecho con machete en el cuello.

- Yo lo conocía muy bien a Octavio, Santo Padre, y era un sacerdote cabal. Yo lo ordené y sabía de todos los trabajos en que andaba. El día aquel estaba dando un curso de evangelio a los muchachos del barrio...

Le cuenta todo al detalle. Su versión de arzobispo y la versión que esparció el gobierno.
- Mire cómo le apacharon su cara, Santo Padre.

El Papa mira fijamente la foto y no pregunta más. Mira después los empañados ojos del arzobispo Romero y mueve la mano hacia atrás, como queriéndole quitar dramatismo a la sangre relatada.

- Tan cruelmente que nos lo mataron y diciendo que era un guerrillero... -hace memoria el arzobispo.
- ¿Y acaso no lo era? -contesta frío el Pontífice.

Monseñor Romero guarda la foto de la que tanta compasión esperaba. Algo le tiembla la mano: debe haber un malentendido.

Sigue la audiencia. Sentados uno frente al otro, el Papa le da vueltas a una sola idea.

- Usted, señor arzobispo, debe de esforzarse por lograr una mejor relación con el gobierno de su país.

Monseñor Romero lo escucha y su mente vuela hacia El Salvador recordando lo que el gobierno de su país le hace al pueblo de su país. La voz del Papa lo regresa a la realidad.

- Una armonía entre usted y el gobierno salvadoreño es lo más cristiano en estos momentos de crisis.
Sigue escuchando Monseñor. Son argumentos con los que ya ha sido asaeteado en otras ocasiones por otras autoridades de la Iglesia.

- Si usted supera sus diferencias con el gobierno trabajará cristianamente por la paz.

Tanto insiste el Papa que el arzobispo decide dejar de escuchar y pide que lo escuchen. Habla tímido, pero convencido:

- Pero, Santo Padre, Cristo en el evangelio nos dijo que él no había venido a traer la paz sino la espada.

El Papa clava aceradamente sus ojos en los de Romero:

- ¡No exagere, señor arzobispo!

Y se acaban los argumentos y también la audiencia.

Todo esto me lo contó Monseñor Romero casi llorando el día 11 de mayo de 1979, en Madrid, cuando regresaba apresuradamente a su país, consternado por las noticias sobre una matanza en la Catedral de San Salvador.

Testimonio de María López Vigil, autora del libro PIEZAS PARA UN RETRATO, UCA Editores, San Salvador 1993

En memoria de Óscar Arnulfo Romero y Galdámez (Ciudad Barrios, El Salvador; 15 de agosto de 1917 – San Salvador, 24 de marzo de 1980).

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