Pedro L. Angosto.
El 14 de abril de 1931, el pueblo español, sin un solo disparo, decidió sustituir la monarquía corrupta y felona de Alfonso XIII por una república democrática regida por la ley de las mayorías parlamentarias, la libertad y la aspiración al progreso y la justicia social. La familia real española abandonó el Palacio de Oriente escoltada y protegida por militantes de la Unión General de Trabajadores mientras, a escasos metros, se constituía, en medio de un fervor popular pocas veces visto, el Gobierno Provisional de la Segunda República Española.
La proclamación de la República no fue un hecho casual. Desde finales del siglo XIX, regeneracionistas, institucionistas y noventayochistas venían reclamando un cambio de régimen, de modos políticos, que sacara al país de la decadencia, del infortunio, de la opresión en que vivía desde el siglo XVII. La pérdida de Cuba y Filipinas no fue un desastre nacional, sino el revulsivo para hacer salir del anonimato a la España vital, una España que se oponía con todas sus fuerzas al derrotismo, a vivir de pretendidas glorias pasadas, de las lanzas herrumbrosas, a perpetuar el privilegio: “Cerrad con siete cadenas el sepulcro del Cid –diría Costa- y arrojar las llaves al mar”.
Pero no fue solo Costa quien pedía el fin del régimen de la oligarquía, el caciquismo y el militarismo, un militarismo de analfabetos tan crueles como egoístas, en la misma trinchera estaban Pérez Galdós, Altamira, Unamuno, Ganivet, Picabea, Maragall, Corominas, Pompeu i Fabra, Domingo, Iglesias, Castelao, Hurtado, Calderón, los Giner de los Ríos, Posada, Ortega, De Buen, Clarín, “el extravagante ciudadano” –Primo de Rivera dixit- Valle Inclán, Simarro, Pittaluga, Machado, Vicenti, Castrovido y un sin fin de personalidades del mundo de la ciencia, las letras, las artes y la cultura española, a las que se añadiría la amplísima y joven generación del Veintisiete en pleno y la mayoría de un pueblo ahíto de justicia, instrucción pública y libertad, un pueblo sometido, escarnecido hasta lo indecible, humillado e iletrado por voluntad regia que pagaba con su sudor y su sangre las veleidades del régimen para defender sus propios intereses y los de la oligarquía dominante.
En medio de una crisis sin precedentes –nada tiene que ver, por grave que sea, la actual con aquella: Entonces reinaba el hambre-, la República española comenzó su obra, una obra que consistía en dar educación al pueblo y mejorar sus condiciones de vida, hecho este que, necesariamente, habría de chocar con los intereses seculares de la minoría que siempre había mandado en el país.
Dos años y medio duró aquella aventura. Los militares africanistas, acostumbrados a matar y a enriquecerse en África sin que nadie controlase sus acciones, siempre en nombre de Dios y del Rey y de acuerdo con la plutocracia financiera, industrial y terrateniente, envueltos en el hedor del vino rancio, del pachulí, del incienso y los perfumes baratos de las casas de lenocinio, del papel moneda bañado en la sangre coagulada de indígenas de uno y otro lado del mar, comenzaron a conspirar desde el mismo día de vida del nuevo régimen, mostrando su indisciplina, altanería, hipocresía y deshonor en cuantas ocasiones pudieron: España era suya y no iba a serlo nunca de los españoles.
No podemos negar las convulsiones, por otra parte menores a las de países de nuestro entorno como Francia o Alemania, que rodearon a la República debido a la crisis económica, a las ansias del pueblo por ver hechas realidad inmediata reformas que, indudablemente, necesitaban un tiempo y, sobre todo, a la refracción delictiva de los hombres del antiguo régimen.
En cualquier caso, el 17 de julio de 1936, España gozaba de un régimen constitucional y tenía un gobierno legítimo que combatía por igual a los golpistas que a quienes, sin querer, colaboraban con ellos provocando desórdenes que por su mala organización no llevaban a ningún lado: Una democracia parlamentaria que basaba su poder en la fuerza de los votos, en la soberanía popular.
Durante todo el siglo XIX, los militares se habían acostumbrado a inmiscuirse en la política con las armas en la mano. Normalmente del lado liberal. Tres guerras carlistas perdieron los más reaccionarios y ganaron los llamados liberales ofreciendo de inmediato el perdón y la reposición en sus puestos a los “compañeros” derrotados. Luego vinieron las guerras coloniales, la pérdida de Cuba y Filipinas, la inmersión militar y mercantil en el “Avispero de Marruecos”, que diría Alfredo Vicenti, dando lugar a la aparición de una casta militar antigua, retrograda, endogámica, inmoral y sanguinaria que no estaba dispuesta bajo concepto alguno a aceptar la fuerza de la razón.
Esa casta, financiada por la oligarquía y con el apoyo de las potencias nazi-fascistas, decidió iniciar la cuarta guerra carlista el 17 de julio de 1936, arremetiendo con mercenarios africanos contra la democracia española, provocando el periodo más triste, cruel y tiránico de nuestra historia: Los tres años de guerra y los cuarenta de posguerra. Muerto el líder de los africanistas, se inició en España un proceso transitivo que algunos llamaron modélico cuando sólo fue posibilista, proceso que consistía en edificar sobre el olvido de la felonía y del genocidio, una democracia amnésica.
Bien, quizá en aquel tiempo –no olvidemos que estábamos inmersos de nuevo en una gravísima crisis económica-, no se pudo hacer de otra manera, pero el tiempo ha pasado, ya somos mayorcitos y tenemos derecho a saber la verdad, a dar a conocer la verdad, a reparar las injusticias y cerrar de una vez por todas las heridas abiertas por los salvajes que asaltaron al Estado democrático republicano con las armas que éste les había dado, incendiando España y llenándola de sangre, terror y odio.
Cualquiera que haya visitado un cementerio español, una iglesia española, ha podido ver las placas en las que figuran los “caídos por Dios y por España”, las tumbas de quienes fueron asesinados por turbas descontroladas totalmente ajenas y contrarias a un poder republicano que se había quedado sin su principal instrumento para imponer el orden: Los funcionarios armados sin honor que se sublevaron.
Pero no sólo eso, somos muchos todavía los españoles que hemos vivido años, lustros, décadas de homenaje a quienes apoyaron los delitos más graves que se puedan cometer: el delito de lesa patria, el incumplimiento de los juramentos y promesas dadas, el exterminio ideológico, la imposición del terror a generaciones y generaciones de españoles, convertir en presidio a una nación entera, lobotomizar a sus ciudadanos para convertirlos en súbditos…
Y todavía, cuando setenta años después, un juez decide abrir un proceso para liquidar ese periodo de ignominia, muchos tertulianos, muchos comentaristas políticos, muchos juristas se dedican a hablar del sexo de los ángeles, que si es jurídico, que si no tiene bases legales, que si también los republicanos cometieron gravísimos delitos, en fin, cosas de ignorantes complacientes que en su maledicencia comparan a quienes defendieron la democracia con quienes provocaron todas las carnicerías.
La Segunda República española no cometió ningún delito por ser República. Cualquier infracción legal cometida contra sus leyes democráticas, habría sido depurada en su seno más bien temprano que tarde, como ocurrió- recurramos al tópico- en Casas Viejas.
Al rebelarse los africanistas, hicieron volar por los aires todos los mecanismos de la República para mantener el orden, apareciendo grupos de personas llenas de rencor que se tomaron la justicia por su mano; los sucesivos gobiernos republicanos se dejaron la piel y la vida para cortar la venganza, sometiendo a los tribunales, en cuanto les fue posible, a los criminales.
Por su parte, Mola, Yagüe, Queipo y Franco, por citar a los más conocidos, establecieron un plan de exterminio –existen cientos de testimonios de ellos mismos en ese sentido- que requería la eliminación física del disidente. En palabras de Franco, que reproducía otras dichas por Mola y Queipo en el mismo sentido, la guerra no podía ser corta porque el país estaba infectado por una enfermedad terrible y precisaba una curación lenta y dolorosa que pasaba por eliminar del suelo patrio cualquier individuo u organización contagiada:
El exterminio ideológico, y el terror que de él se deriva, fue el sistema metódicamente aplicado por los africanistas para “sanar” a un enfermo contaminado de ideas disolutas y extrañas como el liberalismo, el republicanismo, el parlamentarismo o el socialismo.
Y yo me pregunto, al margen de la decisión de Garzón que puede costarle, ante nuestro estupor, la expulsión de la carrera judicial, ¿puede vivir un país en paz sobre la sangre de miles de desaparecidos? ¿Puede una democracia llamarse de tal modo cuando tergiversa, tapa, oculta y hace escarnio de su propia historia?
¿No ha llegado el momento de que sepamos toda la verdad de la represión fascista, de que todo el mundo quede enterado de que el régimen franquista nació de la traición y el crimen organizado, de que el fascismo español ha sido uno de los regímenes más criminales de la historia de Europa, de que vivimos cuarenta años de ignominia que la democracia todavía no ha saldado?
Creo que sí, es de justicia y la justicia nada tiene que ver con la venganza, sino con la verdad: Hace unos días han acabado los trabajos en una de las fosas de Málaga. Los estudios preliminares decían que allí yacían 2000 republicanos, la sorpresa ha sido mayúscula: 4700 fusilados y torturados de los que no se ha podido identificar ni siquiera a la mitad, cosas de la cal viva.
Es la mayor fosa de sangre excavada en Europa. Quedan cientos, entre otras las de Valencia, dónde se calcula que hay más de veinte mil exterminados.
No se puede vivir con el armario lleno de cadáveres, sin restituirles su honor, sin decir a viva voz y condenar a sus verdugos.
Esa es la misión de cualquier historiador honrado, esa la obligación de caulquier ciudadano que se tenga por tal.