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El tributo a politicuchos y belicistas, el Nobel de la vergüenza



Si se quería una prueba de la ignominiosa decadencia del Premio Nobel - pasado de ser un reconocimiento a personas que introducían novedades y cambios en la comunidad científica y literaria, que sobresalían en las artes y en los saberes, a convertirse en un tributo a politicuchos y belicistas - la concesión del Nobel a María Corina Machado es una señal inequívoca. Mas precisamente, un escándalo.

por: Fabrizio Casari


Se puede argumentar que personas como Kissinger o Obama, promotores de guerras y golpes de Estados, lo han recibido y esto es cierto. 

Sin embargo estamos hablando por lo menos de políticos arriba de la media, mientras que en el caso de la Machado vamos mucho por debajo de cualquier media, hasta la más generosa.

La señora golpista es conocida más por ser la portavoz de la Casa Blanca y de Langley que por ser una política venezolana. 

Representante en Venezuela de intereses estadounidenses y de operaciones descubiertas y encubiertas de la CIA, tiene una idea muy aproximativa del concepto de patriotismo y confirma que nacer en Venezuela y ser venezolano no es lo mismo: la diferencia radica, fundamentalmente, en el sentido de pertenencia a la patria.

 Sentimiento completamente ausente en el corazón de Machado; su retórica estridente, toda basada en eslóganes histéricos, recuerda a quienes han tenido que escucharla por trabajo o por interés que la política hace mucho tiempo perdió la posibilidad de ser practicada y explicada con mayúscula “P”.

Machado es una aspirante a incendiaria que dedicó toda su edad adulta a redactar cartas dirigidas a toda la escoria presidencial del mundo pidiéndoles la cortesía de invadir Venezuela. 

Entre sus últimas joyas figura la defensa apasionada de Netanyahu, a quien considera “un defensor de los valores de Occidente, un genuino aliado de la libertad”

Esto da una idea de las referencias ético-políticas de la señora, recién premiada por la paz.

Tiene dos grandes pasiones: el fascismo y los dólares, y no necesariamente en ese orden. Dotada de un ego desmesurado que la llevó a ponerse al frente de todo accionar fascistoide en Venezuela y dondequiera que pudo, cada vez que intentó salir de las habitaciones donde recibía órdenes de la CIA para comprobar en la calle el grado de apoyo que tenía, la decepción la superó. 

No en vano nunca llegó a representar formalmente a la oposición; se limitó a ejercer de directora detrás de candidatos lanzados únicamente para impugnar las elecciones antes y después del voto, sin la menor idea de ganarlas.

Un observador ingenuo, pero curioso, podría preguntarse legítimamente por qué se nombra a Corina Machado.

 ¿Por qué ella y por qué el Venezuela en el centro de la diana de la secta de Oslo? 

No puede evitarse relacionar su premio con la presencia provocadora y agresiva de la IV Flota estadounidense frente al Caribe, justo ante las costas venezolanas. 

La excusa es la lucha contra el narcotráfico, que sin embargo - con la colaboración activa de la DEA de EE. UU. - hace que la mercancía destinada a Estados Unidos transite por el otro océano (el Pacífico). 

La droga se convierte en dinero y poder cuando se abre un círculo vicioso: se consume sobre todo en Estados Unidos (primer cliente mundial de estupefacientes) y sus réditos quedan en Wall Street, gracias al blanqueo practicado por bancos y operadores financieros estadounidenses. 

Un volumen de riqueza equivalente a alrededor del 4% del PIB de EE. UU. Un auténtico subidón.

Lo que la Casa Blanca llama “lucha contra el narcotráfico” es, en realidad, un bloqueo naval en el Caribe destinado a preparar el cambio de régimen en Venezuela, a realizarse por ataque directo dado lo imposible de planear un golpe de Estado interno. 

Y aquí, según los planes, debería entrar en escena la señora golpista que, fresca de título, parecería perfecta para la asignación interina de la presidencia del país.

¿Para qué? La señora Machado, hija de una familia oligárquica, tiene una sola receta para Venezuela: el fin de toda política pública y, con ella, de cualquier proyecto de redistribución social; la privatización total del sistema económico y, por supuesto, de la producción petrolera, para arrebatar el petróleo a los venezolanos y entregarlo a las multinacionales petroleras estadounidenses que siempre han sido dueñas de la oligarquía venezolana.

Dueñas, porque las dos entidades - oligarquía venezolana y compañías petroleras estadounidenses y europeas - nunca fueron aliadas en sentido estricto. 

Aunque los intereses coinciden plenamente, la relación es jerárquica: la dependencia de la oligarquía respecto de las multinacionales torna fuera de lugar y de contexto hablar de “alianza”. Se trata, más bien, de amo y siervo.

Ambas comparten, eso sí, la aversión al chavismo y al proyecto bolivariano que hoy representa Maduro y su gobierno, el cual, pese a un bloqueo económico, logra mejorar indicadores económicos y condiciones generales de la población. 

A ambos les brota por todos los poros la nostalgia de la Venezuela de Carlos Andrés Pérez, cuando Caracas era la patria de la cirugía plástica reconstructiva con fines estéticos mientras miles de niños pobres morían cada año por enfermedades curables por falta de asistencia sanitaria y las clases populares registraban índices de desnutrición entre los más altos del subcontinente, pese a ser el país más rico de la región. Verdadera nostalgia canalla.

Por varias razones, el imperio tiene un fuerte deseo de reconquistar el petróleo venezolano: sus yacimientos son los más grandes del mundo y su calidad es particularmente codiciada. 

En primer lugar, la corta distancia respecto a EE. UU. supondría una enorme reducción del coste de transporte (actualmente procedente de Kuwait y otros reinos del Golfo Pérsico) y, por tanto, márgenes de plusvalía muy superiores a los actuales en las importaciones.

En segundo lugar, se sumaría a la ya consumada reconquista de Ecuador - importante productor petrolero en manos de un criminal especulador como Noboa, que combina negocios y represión y ha abierto las puertas a contingentes militares estadounidenses que lo sostienen - y de Bolivia, entregada por el suicidio de la izquierda a la derecha, y que figura entre los principales productores mundiales de gas y litio. 

Las complejas relaciones con México y Brasil, las otras dos potencias petroleras, dejarían de ser un problema, al menos en la medida que interesa a la Casa Blanca.

Añadiendo esos recursos a los del régimen delirante de Milei, que controla el riquísimo subsuelo argentino, EE. UU. obtendría un aporte muy importante en la carrera por el acaparamiento energético y de tierras raras, decisivas para la supervivencia imperial pero en su mayoría en manos de países BRICS. 

Además, recuperaría el dominio político sobre todo el continente, puesto en cuestión por el desarrollo del ALBA y por la identidad política alternativa promovida por Venezuela, Nicaragua y Cuba.

En tercer lugar (o primero, según el peso que se quiera dar al asunto), derrocar al gobierno legítimo de Maduro pondría en crisis la cooperación china, rusa e iraní en la región y, aunque no implicaría la salida definitiva de esos actores del subcontinente, permitiría a EE. UU. asestar un golpe duro a la creciente organización multilateral del mundo.

Qué haya motivado la elección de la academia de Estocolmo es, por tanto, un objetivo político: la agresión estadounidense a Venezuela.

Trump, que comparte ese objetivo con entusiasmo, no ocultó, sin embargo, su mosqueo por no haber sido elegido. Ciertamente no era fácil aspirar a un reconocimiento que acreditase su postura a favor de la paz. Y aun así exhibe medallas por la paz, por ejemplo, el bombardeo de Irán.

Y si eso no bastara, su historial de gobierno de estos primeros diez meses habla por sí mismo. 

Por cierto, la causa palestina tendría candidatos legítimos al premio, tanto entre los voluntarios que intentaron socorrer a la población de Gaza como – incluso - entre algunas figuras que han desempeñado papeles de mediadores en la agresión israelí. 

Lo mismo cabe decir de los éxitos diplomáticos de este año, entre ellos la reapertura de relaciones entre Irán y Arabia Saudita. 

Por tanto, queda claro que no es la paz el termómetro de la concesión del Nobel.

La asignación de un premio ya largamente desacreditado no determinará el futuro del Venezuela bolivariano. 

Que la derecha orgánica y la escondida en el centroizquierda europeo aplaudan indica cuánto desconocen del premio y, sobre todo, de Machado.

No es Estocolmo donde se decide. Por mucho que EE. UU. pretenda impresionar a Caracas, si decidirán lanzar un ataque directo, encontraran una resistencia que hoy ni siquiera imaginan. 

El Nobel no cuenta en la batalla. Cuenta la Patria, solo la Patria.
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