
En estos días, cuando se acentúa la guerra de exterminio contra la población gazatí, con bombas, drones, hambre y desplazamientos forzosos, y en Cisjordania continúa la colonización violenta del territorio, también se acentúan las movilizaciones populares en muchos países del mundo presionando a los gobiernos para que tomen la única decisión digna y justa que podría cambiar las cosas: la ruptura de todo tipo de relaciones con el Estado sionista de Israel.
El escándalo de la presencia de representaciones de ese estado en competiciones deportivas, en Eurovisión y otros ámbitos refleja la hipocresía de gobiernos e instituciones a los que se llena la boca con el discurso de los derechos humanos pero que son cómplices, en muchos casos activos, del genocidio.
Incluida la del actual Gobierno español que, a la vez que decreta el embargo del comercio de armas con Netanyahu, continúa permitiendo que desde las bases de Morón y Rota –ambas, ¡ay!, en nuestra Andalucía– se abastezca a este de ellas por parte de la gran potencia yanqui.
La actual situación refleja la quiebra del Derecho Internacional y de la ONU, organismo paralizado por la sola voluntad de una potencia, los Estados Unidos, sin cuyo apoyo total Israel no sería nada, ni ahora con Trump ni antes con sus antecesores presidentes. Es “desde abajo”, desde quienes no son insensibles al que es el mayor genocidio del siglo XXI (aunque a algunos aún parezca incomodar esta palabra) desde donde se alzan la denuncia, la protesta y la presión.
Por ello se intenta confundir a la ciudadanía haciendo equivaler antisionismo con antisemitismo.
No es la primera vez que en esta tribuna trato de explicar la diferencia.
Insisto ahora en ello con la inestimable ayuda de los acuerdos del Primer Congreso Judío Antisionista, un acontecimiento que ha tenido lugar en Viena, al comienzo del verano, del que apenas se han hecho eco las grandes agencias de noticias precisamente porque supone un clamoroso mentís a esa falsa equivalencia. “¡Nunca más, significa nunca más para nadie!” y “¡El judaísmo no es sionismo!” repitieron cientos de intelectuales, profesionales y supervivientes judíos del Holocausto venidos de todo el mundo precisamente a la ciudad donde, en 1897, nació el sionismo como doctrina política.
Ya en la convocatoria del Congreso podía leerse: “El mundo observa con horror el genocidio que se desarrolla contra el pueblo palestino cometido por el sionismo en asociación con Occidente. Es nuestra obligación como judíos tomar medidas, ya que esto se hace en nuestro nombre (…) La tradición, la historia y la cultura judías se oponen totalmente al genocidio.
El sionismo es un crimen contra el judaísmo y contra el pueblo indígena de Palestina y estamos comprometidos a ponerle fin: es responsable del colonialismo, el apartheid, la limpieza étnica y el genocidio en Cisjordania y Gaza durante más de ocho décadas.
A las atrocidades que comete decimos firmemente ¡No en nuestro nombre!”.
La Declaración final tampoco deja la menor duda: se exige a la Unión Europea que suspenda el estatuto de Israel como miembro asociado, que cese todo apoyo militar a este, se intensifique el BDS (Boicot, Desinversión y Sanciones) y sea expulsado el Estado sionista de las Naciones Unidas. Se comprometen a “difundir la verdad sobre Palestina en las comunidades judías existentes en el mundo para romper el monopolio sionista” y se concluye haciendo un llamamiento “a todos los judíos israelíes para que se reconsideren su lealtad con el régimen genocida del apartheid y se unan al movimiento por la descolonización de Palestina”. Todo ello, como retorno a las raíces del judaísmo como religión de paz.
Isidoro Moreno – Catedrático emérito de Antropología