
***Ni si quiera el cuerpo de Francisco ha sido depositado en su cripta, y ya comienza el espectáculo grotesco de la sucesión papal.
Mientras los fieles rezan por la supuesta alma del pontífice, en los pasillos del Vaticano se libra otra batalla: la del poder, los intereses, y el control del multimillonario imperio religioso que se disfraza de espiritualidad.
Y en el centro de este melodrama reaparece el cardenal italiano Giovanni Angelo Becciu (n. en 1948), un hombre acusado de fuertes actos de corrupción, a quien el fallecido papa suspendió parte de sus derechos cardenalicios, entre ellos, su condición de elector que, por edad, le corresponde; pero le permitió mantener otros privilegios.
Esto, a pesar de existir pruebas contundentes de que Angelo Becciu desvió fondos de la iglesia para fines particulares y de su familia, llegando incluso a adquirir un edificio de lujo en Londres.
Y que a raíz de todas sus actividades delictivas, fue acusado el 27 de julio de 2021 ante un tribunal civil del Estado Ciudad del Vaticano, siendo condenado el 16 de diciembre de 2023 a cinco años y seis meses de cárcel, así como a la prohibición del ejercicio de cargos públicos; manifestando Becciu que apelaría el veredicto con sus abogados. Menos mal que tiene suficiente dinero para pagarlos. Por lo pronto, más de un año después de su sentencia, continúa en libertad, actuando como cardenal de la Santa Iglesia Católica.
Por tanto, es muy grande el nivel de desvergüenza que demuestra Becciu al intentar reinsertarse en el cónclave que elegirá al sucesor de Francisco… Porque resulta que insiste que tiene derecho a votar al próximo “vicario de Cristo”. ¿Será que sabe a qué atenerse?
A fin de cuentas, Becciu no es sólo una “manzana podrida” más.
Es un testimonio viviente del cáncer estructural que corroe a la jerarquía católica: un sistema donde se predica humildad, pero se practica el lujo; donde se promueve la caridad, pero se desvía el Óbolo de San Pedro para comprar edificios, ropa y muebles de lujo… o para financiar cervezas artesanales de dudosa calidad, elaboradas por el hermano del cardenal.
Sí, leyeron bien: la Birra Pollicina, una cerveza financiada con fondos eclesiásticos desviados desde Cáritas. Todo un milagro de la malversación.
Sucede que Becciu manejó millones de euros cuando actuó como “sostituto” en la Secretaría de Estado del Vaticano entre 2011 y 2018, gozando de acceso directo al papa y control absoluto sobre los tentáculos financieros de la Santa Sede.
Y desde ese trono de poder, favoreció sistemáticamente a sus hermanos, otorgándoles contratos sin licitación en las nunciaturas de Angola y Cuba, transfiriendo fondos a cooperativas familiares, y beneficiando muy generosamente la empresa de alimentos de su hermano Mario, usando incluso dinero destinado a los pobres.
¿Un acto de amor cristiano o un descarado tráfico de influencias? Y por si fuera poco, una mujer de confianza de Becciu, apodada la “dama del cardenal”, Cecilia Marogna, recibió más de 500.000 euros de los fondos vaticanos para supuestas “misiones de inteligencia”.
Pero lo más indignante no es que Becciu cometiera todas esas pillerías, sino que el Vaticano lo supo durante años, y apenas lo castigó con una palmadita doctrinal.
Fue suspendido de sus funciones en 2020, pero mantuvo su dignidad cardenalicia y su salario. Y aunque fue sentenciado a una pena de cárcel, parece que eso hubiera sido sólo “simbólico”, o acaso mediático…
Y ahora, con esa impunidad eclesiástica tan característica, Becciu intenta colarse en el cónclave de 2025, argumentando que “no hubo voluntad explícita de excluirlo”.
¿Será que Angelo Becciu sabe muchas cosas como para que nadie se atreva a detenerlo? ¿Será incluso que su presencia en la sala de votación conviene a más de un cardenal que teme que Becciu hable demasiado?
Porque esa es la pregunta que no se atreven a formular los creyentes: ¿cuánto sabe Becciu? ¿Cuántos secretos circulan en los pasillos del Palacio Apostólico?
¿Cuántas cuentas, contratos, amantes o crímenes están anotados en su libreta de contactos?
Por algo, habiendo hecho todo lo que hizo, todavía goza de privilegios. El colmo sería que terminara siendo electo papa… Bueno, es sólo una conjetura descabellada.
Pero el problema aquí no es sólo Becciu, es la lógica del sistema: un cuerpo de “hombres santos” que se visten como príncipes renacentistas, que se arrodillan en misas para luego conspirar en cenas privadas, que hablan del “reino de Dios”, mientras negocian como banqueros.
El cónclave, ese evento supuestamente guiado por el “Espíritu Santo”, es en realidad una cumbre de intereses, rivalidades y estrategias de poder. Donde los candidatos son evaluados por su capacidad de conservar los privilegios de la institución, no por su santidad.
Y en este contexto, la presencia de Becciu no desentona: encaja perfectamente en una institución que se ha especializado en maquillar la podredumbre con incienso y retórica espiritual.
Ahora bien, el caso Becciu no es una excepción. Es una advertencia. Y si alguna vez alguien creyó que la elección papal era un acto sagrado, que repase la historia y despierte de una vez.
Porque entre sotanas, fajos de billetes, traiciones y cerveza artesanal, lo único verdaderamente divino en el Vaticano parece ser su talento para la hipocresía.