Aún no se ha instalado en la Casa Blanca, pero Donald Trump comunica y designa decisiones, movimientos y ministros de su próximo gabinete presidencial cada día.
En los últimos días, se han filtrado posibles decisiones respecto a aranceles aduaneros y sanciones contra China, México, Canadá y la UE.
Trump afirma que quiere imponer un impuesto del 25% a todos los productos que ingresen desde Canadá y México, y otra tarifa adicional del 10% sobre los bienes procedentes de China.
El impacto en la economía estadounidense sería significativo, dado que EE. UU. es el mayor importador de bienes del mundo, con México, China y Canadá como sus tres principales proveedores.
Y si para Europa los aranceles generales podrían oscilar entre el 10% y el 20%, para Pekín se especula con tarifas de hasta el 60%.
Los analistas internacionales coinciden: la tarifa universal del 10% propuesta por Trump sobre todas las importaciones estadounidenses podría socavar significativamente el ya lento crecimiento europeo y poner a prueba sectores dependientes del comercio con EE. UU., como el automotriz y el químico, aunque con repercusiones más amplias debido al alto grado de exposición y la importancia del mercado estadounidense para la economía de la UE.
Lo de Trump es una declaración de guerra comercial cuya magnitud tendrá un impacto significativo en el comercio exterior de Canadá, cuya economía depende en gran medida de su mercado natural, Estados Unidos.
El peso del comercio bilateral con su vecino determina en gran medida la salud económica del país. Trudeau ya ha corrido a besar las pantuflas del magnate, buscando una captatio benevolentiae en este ambiente prenavideño.
Los aranceles a la UE provocarían un colapso de las exportaciones hacia EE. UU., siendo Alemania y los Países Bajos las más afectadas. En general, los aranceles de Trump reducirían el crecimiento de la UE en aproximadamente 1,5 puntos porcentuales, con una pérdida de 260 mil millones de euros basada en un PIB europeo estimado para 2024 de 17,4 billones.
Bruselas podría responder utilizando el apalancamiento monetario para reducir los tipos de interés a niveles cercanos a cero para 2025, debilitando así al dólar en beneficio del euro. Además, podría decidir aplicar aranceles y restricciones idénticos a los productos estadounidenses, lo que tendría un impacto significativo en la economía de EE. UU.
Sin embargo, estas son hipótesis meramente técnicas: que la Comisión Europea, liderada por Ursula von der Leyen, responda con medidas de reciprocidad a los aranceles estadounidenses es poco probable, dado el sometimiento político de la UE hacia EE. UU.
Incluso en lo que respecta a posibles medidas monetarias, la presidenta del BCE, Christine Lagarde, parece más inclinada a comprender las necesidades de Trump, desactivando cualquier posible reacción europea.
Mostrando una sumisión sin precedentes, en lugar de amenazar a la FED, Lagarde sugiere que la UE debería poner sobre la mesa ofertas atractivas para Trump, con el fin de convencerlo de que renuncie a los aranceles.
Incluso propone comprarle gas, lo que terminaría de destruir la competitividad de los productos europeos. ¿No sabe acaso el impacto que una rendición tan incondicional y costosa tendría en las economías europeas?
Claro que lo sabe, pero no olvidemos que Lagarde trabajó en Washington como Directora General del Fondo Monetario Internacional, y su primera carrera profesional se desarrolló en uno de los mayores bufetes legales estadounidenses, Baker & McKenzie.
Tanto su trayectoria como la de Von der Leyen son ejemplos de carreras construidas bajo el signo de la obediencia a Washington, demostrando cómo EE. UU. maneja a altos funcionarios internacionales, quienes dedican su labor a obedecer a la Casa Blanca, incluso cuando ello debería enfrentarlos a los intereses estadounidenses.
En este contexto, a Europa solo le queda la necesidad de buscar espacios en otros mercados.
Sin embargo, compensar las pérdidas llevará años: según estimaciones, cinco años para Alemania y doce para Francia, Reino Unido e Italia. Este desplazamiento del eje central del sistema de importación/exportación no será ni indoloro ni rápido: cierre de empresas, mayor desempleo y una reducción general de los ingresos familiares en países ya en dificultades por su situación socioeconómica.
Se perfila un destino amargo para Europa, que se ha suicidado económica, política y militarmente en su confrontación con Rusia, beneficiando exclusivamente a los Estados Unidos, sus planes de division de Eurasia y sus recursos energéticos.
Esto es una clara demostración, por un lado, de la falta de liderazgo político en el Viejo Continente y, por otro, de la intensa capacidad de penetración estadounidense en los núcleos vitales de las decisiones políticas, con un alto nivel de chantaje hacia sus principales figuras.
Hoy, Europa ya no es vista como una potencia política y comercial; más bien, gracias a su progresiva erosión, es relegada por el resto del mundo a ser un interlocutor poco confiable y carente de capacidad decisoria, lejos de ser un referente estratégico.
La realidad es que estamos frente a una caída de la demanda mundial, consecuencia de políticas restrictivas de crédito y del progresivo desmantelamiento del estado del bienestar, que empobrecen a millones de familias y amplían cada año más la brecha social. Si EE. UU. importa tanto es porque la demanda interna es alta y diversa en cuanto a tipos y precios, y no puede satisfacerse con la producción nacional.
El capítulo de los aranceles a Europa y Canadá es parte de la ideología autoritaria estadounidense, que percibe cualquier disidencia, diversificación o manifestación de intereses contrapuestos, o incluso la mera existencia de intereses no estadounidenses, como una amenaza a su dominio imperial, a la cual responde violentamente.
Así, cualquier economía del mundo puede convertirse en objeto de medidas político-administrativas variables: aranceles comerciales, sanciones, embargos o bloqueos. Estas herramientas se han convertido en la respuesta clásica y pavloviana de un mecanismo automático que se activa contra todos y cada uno.
En el fondo, se percibe la idea de lograr el resurgimiento de la grandeza económica de Estados Unidos a través del retroceso de las demás economías, sean consolidadas o emergentes.
Es decir, más que hacer crecer a EE. UU., se trata de reducir y frenar el crecimiento de los demás, para asì conservar el dominio de los mercados, obtenido mediante la fuerza; es el único escenario en el que Estados Unidos encuentra aplicación para su poder económico y comercial, y en la ausencia de reacciones, verifica el reconocimiento de su liderazgo político.
Trump también ha amenazado a los países BRICS para que no desafíen la hegemonía del dólar con una nueva moneda internacional, dejando claro que el dominio de la moneda estadounidense en los mercados internacionales es el verdadero indicador de la ya menguada supremacía de EE. UU. y de cuánto pone en riesgo la estabilidad de su sistema imperial voraz.
Este sistema utiliza la divisa y los mecanismos de transacciones bancarias internacionales para aplastar a las economías emergentes competitivas.
La amenaza de Trump consiste en aumentar un 100% los aranceles a los países BRICS, sin comprender que, si estos respondieran diversificando su importación/exportación, sumando además a los países sancionados, EE. UU. quedaría prácticamente limitado a comerciar con apenas sesenta países o algo más. Alguien debería explicárselo.
No obstante, la amenaza revela el terror de Estados Unidos a tener que enfrentarse (en perspectiva) a una diversificación o incluso a una alternativa en el mercado internacional de intercambios, así como a una reforma del sistema monetario global.
El fin del despotismo del dólar, utilizado tanto para cubrir el fracaso sistémico de EE. UU. como para imponer su dominio sobre el resto del planeta, anunciaría la caída del liderazgo imperial estadounidense.
Si esta es la esencia de la iniciativa política que la nueva administración de la Casa Blanca pretende implementar contra el Sur Global, no se avecina un período fácil para Washington.
Los procesos económicos que impulsan el desarrollo y el fortalecimiento de la unidad entre las economías emergentes encuentran en la arrogancia y la piratería estadounidense un factor de cohesión que supera las diversificaciones políticas, económicas y culturales presentes entre el Este y el Sur.
Elevar el nivel de la amenaza, en lugar de abrir un diálogo inclusivo sobre la necesidad de una gobernanza global compartida, es el peor camino que Trump podría haber elegido, aunque compatible con su particular claridad política.
Amenazar al 43% de la economía mundial, que sigue creciendo a pesar de las sanciones occidentales mientras disminuye el peso del G7, no es más que una certificación del creciente nivel de impotencia en el ejercicio del dominio imperial.