Es Haití, en paz y con plena soberanía, quién volverá a conquistar el buen gobierno que resuelva sus propios problemas.
El día 7 de febrero se consumó en Haití un autogolpe protagonizado por el presidente -hoy de facto- Jovenel Moïse, tras vencer el período de cinco años de gobierno que estipula la Constitución del país. Moïse corona así una larga deriva autoritaria que lo enfrentó y lo enfrenta a la movilización permanente de las clases populares, a la oposición política y al conjunto de poderes e instituciones del Estado.
En una reciente entrevista concedida por Moïse al diario español El País, en ciertas intervenciones públicas de miembros de su gobierno y en la voz de algunos comentadores de la situación haitiana, han circulado una serie de tesis que tergiversan hasta volver incomprensible la actualidad y la crisis en curso en el país caribeño. Algunas risibles, otras creativas aunque no rigurosas, y la mayoría apenas el reciclaje de viejos prejuicios racistas, eurocéntricos y coloniales. En las siguientes líneas intentaremos ajustar cuentas con algunas de estas ideas.
1) La crisis política en Haití es eterna, generalizada e incomprensible
La crisis en Haití no es ni abstracta ni metafísica ni eterna. Tiene fechas, causas y responsabilidades precisas. En primer lugar el largo historial de ocupaciones, injerencia y golpes de estado con soporte internacional, que hicieron del país una neocolonia francesa apenas pocos años después de consumada la Revolución de 1804, y luego una neocolonia norteamericana tras la ocupación de los marines yankis entre los años 1915 y 1934.
En líneas generales los grandes jugadores de esta política de recolonización y tutela han sido la triada compuesta por los Estados Unidos, Francia -quien nunca abandonó la isla realmente- y Canadá -quizás el país que practica una política imperialista más invisible y solapada en nuestro continente, siempre a caballo de sus corporaciones mineras.
Pero en los últimos 50 años también han tenido una mediación y un protagonismo destacados los organismos multilaterales, como la Organización de Estados Americanos (OEA), las Naciones Unidas y grupos de interés como el Core Group -conformado por los países autodenominados “amigos de Haití”, la mayoría europeos, con intereses mineros, migratorios, financieros o geopolíticos en el país. El auge del llamado “intervencionismo humanitario” en la post Guerra Fría, o de ideologemas parecidos como la “responsabilidad de proteger” -R2P por su acrónimo en inglés- o el “principio de no indiferencia”, se han plasmado, en el laboratorio haitiano, en las innumerables misiones civiles, policiales y militares que desembarcaron en la costa occidental de la isla, desde la pionera MICIVIH en el año 1993, hasta la tristemente célebre MINUSTAH durante el período 2004-2017. Los loables objetivos declarados por estas misiones y organismos han sido la paz, la estabilidad, la gobernanza, la justicia, la reconstrucción y el desarrollo. Sin embargo Haití, impedido de llevar adelante una política elementalmente soberana, ha retrocedido en los últimos casi 30 años en todos estos rubros e indicadores.
Quienes desde el norte global gustan de señalar y medir los déficit democráticos de los países periféricos con la vara de sus robustas democracias liberales -sin importar si todavía parasitan en ellas monarcas u otras rémoras de tiempos no republicanos-, suelen detenerse en señalar la cantidad de gobiernos y presidentes que Haití ha tenido en los últimos años, como inequívoco síntoma de inestabilidad política.
Sin embargo, suelen no mencionar que desde el año 1957, todos los gobiernos de Haití -con la salvedad del primer gobierno del cura progresista Jean-Bertrand Aristide y más tarde el de su delfín René Préval- llegaron al Palacio Nacional con la mediación, la intervención, el golpe o la ocupación por parte de las sucesivas administraciones norteamericanas, hayan sido estas demócratas o republicanas. La larga lista de figuras ejecutivas apañadas por Occidente incluye a un dictador vitalicio, a su hijo adolescente, a tiranos efímeros, a un general retirado, a un ex Ministro, a un pastor evangélico, a un contador, a un cantante de konpa, a un empresario bananero, etc.
Haití no es un “estado fallido”, ni un “estado frágil”, ni una “entidad caótica ingobernable”, ni su población tiene una propensión natural y genética al caos, la inestabilidad y el desgobierno. Por el contrario, un inusitado entusiasmo democrático y un verdadero aluvión de votos llevó al poder al primer presidente progresista de la región, aún antes de que diera comienzo la llamada “primavera latinoamericana”. En estas elecciones clave del año 1990, un 75% por ciento del electorado -en comicios no obligatorios- le dieron a Aristide una resonante victoria con el 67.39% de los votos.
Aún después del golpe que lo sacó del poder -con la participación directa de los Estados Unidos- en unos nuevos comicios celebrados en el año 2000, el pueblo haitiano volvió a hacer gala de su compromiso democrático con una participación de alrededor del 50%, eligiendo de nuevo a Aristide por un abrumador 91,7% de los votos emitidos válidos. En 2004 Aristide volvió a ser derrocado, esta vez por la acción de una Fuerza Multinacional Provisional compuesta por tropas de los Estados Unidos, Francia y Canadá. Es decir que la dimensión política de la crisis haitiana es incomprensible sin las permanentes intromisiones foráneas en su sistema democrático.
2) Se esperan cambios sustanciales en la política de la administración Biden
Tanto las administraciones republicanas como las demócratas han seguido en el país, sin distinción, las siguientes estrategias: destruir su economía agrícola y agroindustrial, así como privatizar sus escasas empresas nacionales; liberalizar el comercio y las finanzas; aplicar los recetarios neoliberales como la eliminación de subsidios perseguida por el Fondo Monetario Internacional; hacer del país un nodo periférico en las cadenas globales de valor, en particular en los sectores textil y electrónico; promover, apoyar y financiar golpes de Estado; organizar y asesorar misiones internacionales de ocupación; infiltrar mercenarios y paramilitares, etc. Probable y paradójicamente, quizás ningún presidente norteamericano haya hecho tanto daño al país como el muy carismático y progresista Bill Clinton, co-presidente de la Comisión Interina para la Reconstrucción de Haití (CIRH) que desvió hacia el sector privado buena parte del dinero enviado al país por la cooperación internacional luego del devastador terremoto del 12 de enero del 2010.
Y principal responsable, según su propia autocrítica, de la destrucción de la economía arrocera del país, que llevó a la ruina agrícola e indujo al éxodo a cientos de miles de campesinas y campesinos luego devenidos en balseros.
Como en tantos otros aspectos y en relación a tantos otros países, lo que podemos constatar bajo el flamante gobierno demócrata es un cambio de métodos, pero no de estrategias, en el intento de morigerar los costos de algunas alianzas tan sensibles como indefendibles.
El cese en la venta de armas a Arabia Saudita para desacelerar su ofensiva en Yemen, la caracterización de la Honduras de Juan Orlando Hernández como un “narco-estado” de parte de los propios funcionarios del establishment y algunos límites y condicionantes “democráticos” impuestos al gobierno de Jovenel Moïse deben leerse en la misma línea.
En Haití, en particular, se ha conminado al gobierno del PHTK a volver a un cierto orden constitucional. Para eso se ha convocado a un maratónico calendario electoral, aunque a cargo de un Consejo Electoral Provisorio -permanentemente provisorio en realidad- nombrado unilateralmente por el ejecutivo; se ha manifestado cierta incomodidad por el cierre del Parlamento en enero del 2020; se ha pedido que se ponga en libertad a algunos de los jueces del Tribunal de Casación acusados de sedición; y se han señalado como contrarias a las libertades civiles y a los derechos humanos la creación de una opaca Agencia Nacional de Inteligencia, así como decretos en materia de seguridad y “antiterrorismo”. E incluso, en el marco de la Ley Magnistky, fueron sancionados a comienzo de año dos funcionarios de gobierno y un cabecilla criminal aliado al gobierno por su participación en la Masacre de La Saline cometida en el año 2018. Julie Chung, subsecretaria adjunta de la Oficina de Asuntos para el Hemisferio Occidental del Departamento de Estado, subió el tono de las declaraciones, contrariando el respaldo irrestricto a Moïse por parte de otros funcionarios: “Estoy alarmada por las recientes acciones autoritarias y antidemocráticas, desde el cese unilateral y nombramientos de jueces de la Corte de Casasión hasta ataques contra periodistas”. Incluso añadió que su país “no se quedará callado cuando son atacadas las instituciones democráticas y la sociedad civil”, y que condenan “todos los intentos de socavar la democracia por medio de la violencia, la supresión de libertades civiles y la intimidación”.
Por ahora, el trazado de estas coordenadas es un llamado explícito a “cuidar las formas”, lo que establece una serie de condicionantes a la carta de inmunidad que Donald Trump había otorgado a Moïse cuando este consumó su giro contra la República Bolivariana de Venezuela en enero del año 2019. Dilatada y publicitada más de la cuenta pese al cerco mediático la etapa insurreccional abierta en julio del año 2018, el llamado del Departamento de Estado es a una normalización rápida y forzosa, aunque sea a cuenta de elecciones condicionadas y fraudulentas. Políticas de bajo costo y alto impacto: esa parece ser la fórmula globalista y multicultural para recuperar confianza y margen de maniobra en la geopolítica latinoamericana, caribeña y mundial.
3) Existe un conflicto de interpretaciones constitucionales
Si tal diferendo efectivamente existió, ya fue saldado por el poder judicial, el poder encargado de interpretar las leyes en cualquier República que se precie. En Haití, como en cualquier otro país soberano -o cuando menos que no sea una colonia formal- existen tribunales competentes encargados de zanjar los diferendos constitucionales.
El día 7 de febrero el Consejo Superior del Poder Judicial (CSPJ) falló en torno a la fecha de finalización del gobierno de Jovenel Moïse, sentando posición firme entre la interpretación del propio gobierno y sus aliados occidentales, y la interpretación que hicieron, entre otros actores: el Parlamento, los sindicatos y centrales sindicales del país, las cámaras empresariales, la Conferencia Episcopal y los sectores evangélicos, la Federación de Colegios de Abogados, numerosos agrupamientos de la diáspora, las organizaciones feministas y de mujeres, los movimientos sociales rurales y urbanos y un largo etcétera.
El CSPJ hizo una interpretación restrictiva del Artículo 134 inciso 2 de la Constitución de 1987, estableciendo que la presidencia de Moïse culminó el pasado 7 de febrero, a cinco años de realizadas las elecciones que en 2016 lo llevaron al poder, siendo improcedente la extensión de su mandato por la dilación en su asunción formal. Lo paradójico es que esta misma interpretación restrictiva de la Carta Magna es la que el propio Moïse utilizó para cerrar el Parlamento en enero del 2020, cuando dos tercios de los diputados y el conjunto de los senadores vieron su mandato cumplido, sin posibilidad de renovarlo, ante la incapacidad el gobierno para organizar las elecciones legislativas previstas para el año 2019.
Entonces, lo que define la crisis política de Haití no es un enfrentamiento entre poderes -como plantea Moïse- o una crisis constitucional. Lo que se verifica es la extensión ilegal de un mandato presidencial que expiró. Esto, sumado a los atentados contra los otros poderes del Estado por parte del ejecutivo, confirman la consolidación de un régimen de facto, supralegal y anticonstitucional en toda la regla, que gobierna por decreto, carece de presupuesto público, encarcela y nombra de forma improcedente magistrados, persigue políticamente a sus opositores y propone ahora una reforma constitucional expeditiva que ratifique, no el estado de derecho, sino el estado de fuerzas existente en el país.
4) El gobierno de Moïse sufrió un intento de golpe de estado mientras que un juez se “autoproclamó” presidente
Sencillamente es tan imposible afirmar esto como exactamente lo contrario. Al día de la fecha el gobierno de Moïse no ha presentado ninguna prueba que respalde la denuncia de tentativa de magnicidio contra su persona, lo que llevó al encarcelamiento de Ivickel Dabrésil, juez de la Corte de Casación, Marie Louise Gauthier, inspectora general de la Policía Nacional y otras 20 personas.
A título de prueba fehaciente fueron presentados a los medios nacionales e internacionales dos fusiles automáticos, dos escopetas calibre 12, un machete, dinero y algunos teléfonos, lo que denotaría una capacidad financiera y operativa sospechosamente precaria de parte de los insubordinados, cuando no una burda operación de parte de un gobierno que intenta victimizarse. Tampoco se ha explicado por qué fue detenido en República Dominicana Ralph Youry Chevry, ex alcalde de Puerto Príncipe y conocida figura opositora, quien denunció que de ser deportado a su país podría ser asesinado.
Respecto a la acusación de golpismo contra un sector de la oposición, tal golpe no podría existir legalmente. Más bien podría ser leído como un proceso de insubordinación civil, ya que la ruptura del orden constitucional corrió a cuenta del presidente de facto Jovenel Moïse.
Lo contrario sería sostener, ridículamente, que el movimiento democrático haitiano de la década del 80’ fue golpista al derribar a la dictadura vitalicia de Jean-Claude Duvalier. Por el contrario, lo que vemos en Haití es el principio de un esquema de doble comando, en tanto el gobierno de Moïse se aferra al poder y mantiene el control de las débiles palancas del Estado haitiano -en particular de sus fuerzas represivas-, y sectores enormemente mayoritarios de la sociedad civil y la oposición política han decidido nombrar a un presidente provisorio -el magistrado Joseph Mécène Jean Louis- con vistas a comandar lo que llaman una “transición de ruptura” y a convocar en un plazo medio a elecciones transparentes y democráticas. En medio, el gobierno de facto y un sector de la oposición más conservadora compiten por el favor de la todopoderosa embajada norteamericana, como lo evidencia la comunicación de Patrick Leahy, presidente pro-tempore del Senado, al Secretario de Estado Antony Blinken, solicitando su apoyo para la transición.
Por supuesto, detrás de la elección de Mécène Jean Louis hay una puja de poder entre diferentes sectores de oposición, que van desde movimientos sociales hasta partidos conservadores y viejos miembros de la casta política. Puja en la que indudablemente el corredor más aventajado vendría siendo la formación centro-derechista del Sector Democrático y Popular que conduce el abogado André Michel, aunque este dista de tener el determinante control de las movilizaciones callejeras que podrían torcer la correlación de fuerzas en el futuro inmediato.
Las propuestas soberanistas y antineoliberales que enfatizan el elemento de ruptura antes que el elemento de transición, corren a cuenta de los movimientos de la CLOC-La Vía Campesina y de la Articulación de Movimientos Sociales hacia el ALBA, quienes junto a otras organizaciones y partidos construyeron un polo de oposición más radical llamado el Foro Patriótico Popular. Pese a lo que Mécène Jean Louis representa en este delicado equilibrio de fuerzas y más allá de su real capacidad de agencia, lo que queda claro es que es improcedente calificarlo de una suerte de presidente “autoproclamado”, trazando confusas e improcedentes analogías con el caso de Juan Guaidó en Venezuela.
Esto por al menos tres hechos fundamentales: porque el consenso social y las fuerzas progresivas no están aquí del lado oficialista, sino de quienes exigen la partida de Moïse; porque el magistrado no fue autoproclamado de forma sediciosa frente a un gobierno democráticamente constituido, sino elegido por la oposición social y política para llenar el vacío legal frente a la consumación de un auto-golpe; y fundamentalmente porque la política norteamericana, el auténtico fiel de la balanza en el país, se inclina al menos de momento por la continuidad del gobierno del PHTK y no por la construcción de un gobierno de transición, ni mucho menos por uno de ruptura que amenace su dominio sobre la geopolítica de la Cuenca del Caribe.
5) La violencia en el país es ciega, espontánea y generalizada
Contrariando lo que dicta el sentido común, los niveles de violencia ciudadana en Haití son relativamente bajos, al menos en la comparativa caribeña y latinoamericana. Máxime si presuponemos el excelente caldo de cultivo que generan condiciones extendidas de pobreza, desempleo, marginalidad, hambre y desigualdad. Por causas que diferentes intelectuales del país han alumbrado con sus investigaciones, la sociedad haitiana es una comunidad humana particularmente homogénea e integrada en términos sociales, lingüísticos y culturales, sobresaliendo elementos importantes como la existencia extendida de una cultura popular muy rica, de una lengua nacional y popular singular como el creol haitiano, o de formas de organización socio-territorial propias de la vida campesina. Esto no significa, por supuesto, que la violencia no exista en Haití. Por el contrario, lo que observamos en el país son altos índices de violencia política organizada. Nos referimos con esto a que los actores de la violencia más flagrante en el país -notablemente grupos criminales, bandas armadas, paramilitares- son actores orgánicamente ligados al poder político, al Estado y a los poderes internacionales. La mayoría de estos grupos han sido montados y financiados por senadores, ministros y presidentes, cuando no directamente estimulados por las potencias imperialistas.
Por eso es imposible entender la actual ola de secuestros que azota al país, la comisión de sucesivas masacres en comunidades rurales o barrios populares de la capital -Carrefour Feuilles, La Saline, Bel Air, la lista es extensa bajo el gobierno Moïse- sin comprender sus fundamentos y sus objetivos políticos. Centralmente se trata de desmovilizar a la población que en julio de 2018 tomó masivamente las calles del país, generando una insurrección social de tal volumen y radicalidad que resulta, a la fecha, imposible de gestionar y reprimir por las débiles fuerzas de seguridad del estado haitiano. Sus Fuerzas Armadas, disueltas por Aristide en 1996 y reconstruidas nominalmente en el 2017, no están realmente operativas. La Policía Nacional, principal cuerpo securitario, cuenta con una cantidad insuficiente de efectivos y sin las capacidades logísticas del caso. Por su parte la ONU retiró sus últimos efectivos policiales y militares con la partida de la MINUJUSTH en el año 2019. La pregunta en sotto voce del establishment local e internacional es como reprimir y desmovilizar a las clases populares que han llevado a la mismísima interrupción del ciclo de acumulación del capital en numerosas ocasiones, forzando la paralización del comercio, el cese de las importaciones, amenazando el flujo de remesas, y produciendo una foco de peligrosa inestabilidad geopolítica a apenas escasas millas de Cuba, Venezuela, el Canal de Panamá y las costas de la Florida. Esto contradice lo asegurado por el propio Moïse en su entrevista con El País, y repetido por sus aliados, cuando se refiere a la existencia de “pequeñas bandas de oposición movilizadas”. Baste mencionar que el paquetazo del FMI y su decreto de eliminación de subsidios a los combustibles, generó en julio del 2018 una movilización estimada en dos millones de personas -en un país de 11- cifra sideral y sin antecedentes en términos históricos si la extrapolamos a la dimensión de países como Brasil o los Estados Unidos.
Considerándose muy costoso en términos políticos y financieros una nueva misión de ocupación -aunque nunca faltan lobbystas de esta causa-, teniendo tras de sí el pesado lastre de los numerosos crímenes y escándalos de la MINUSTAH -violencia sexual generalizada, masacres, la introducción de una epidemia de cólera, etc- y considerándose muy deficitario el accionar de la Policía Nacional, la última apuesta, desde la administración Trump en adelante, ha parecido ser la “vía Libia”, o para usar referencias más cercanas, elementos combinados del modelo colombiano, hondureño y salvadoreño y prácticas propias de la Guerra Híbrida aplicada con sistematicidad contra Venezuela. Claro que aquí nadie se plantea el atacar de plano los fundamentos sociales y económicos del profundo malestar social que ha llevado a la inmensa mayoría de la población haitiana al mismísimo umbral de reproducción de la vida, catapultándolas una y otra vez a las calles del país. La única respuesta parece ser la destrucción completa del robusto tejido social haitiano que sustenta y reproduce a sus fuerzas organizadas y a su capacidad de movilización política, en medio de las condiciones materiales más adversas de todo el hemisferio.
Por eso es que el gobierno ha tejido una firme alianza con una suerte de coalición de grupos delincuenciales denominado el “G9”, el cual co-gobierna hoy por hoy el territorio haitiano, en ciertas regiones incluso con un dominio más sustantivo que el del propio Estado. Ya no basta la panoplia de fundaciones, agencias de cooperación, ONGs coloniales e iglesias neopentecostales norteamericanas que han intentado cooptar y desmovilizar a los movimientos rurales y urbanos, difundiendo teorías coloniales, teologías mercantiles y concepciones pseudo desarrollistas, y compitiendo por lo que consideran una clientela cautiva. El poder duro pero invisible se ejerce a través del fomento del narcotráfico, el crimen organizado y el paramilitarismo. Basta recordar los casos comprobados de infiltración de paramilitares -norteamericanos, haitianos, serbios, rusos, pero todos ellos contratistas o ex militares de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos- que fueron detenidos en el Aeropuerto Internacional Toussaint Louverture cargados de armamento de gran poder y avanzados equipos de telecomunicaciones. Incluso es imposible comprender la pasmosa facilidad con que circulan armas en un país que hace apenas 30 años estaba practica y milagrosamente libre de ellas, sino no es por los recursos inyectados desde el exterior, o por el propio tráfico generado por los cascos azules durante los años de oro de la MINUSTAH. La violencia, entonces, no es ciega, espontánea y generalizada: es organizada, direccionada y netamente política.
6) La oligarquía quiere tomar el poder
En la entrevista ya mencionada, Moïse afirmó que detrás de la oposición a su gobierno estaría la “oligarquía que quiere tomar el poder”. En primer lugar, hay que señalar que la oligarquía en Haití nunca salió del poder, y nunca hubo nada parecido a una burguesía liberal, progresista e industriosa, más allá del trasvasamiento del poder de la tradicional burguesía mulata a una burguesía negra consumada por la dictadura de François Duvalier. En particular, lo que un escritor haitiano llamó elocuentemente una “repugnante élite”, está compuesto por una clase oligárquica, pero sobre todo por una burguesía importadora que se reproduce parasitariamente a través del control de las aduanas del país. Una burguesía que nada produce, todo lo consume y apenas si habita en su propio país. Además, el hecho risible de que Moïse denuncie a la oligarquía de pretender apropiarse del poder es como que Guillermo Lasso acuse a los banqueros de querer gobernar el Ecuador -de nuevo-, o que Álvaro Uribe haga idénticas acusaciones a los narcotraficantes colombianos. El mismo Moïse es un típico empresario bananero catapultado a la política desde el plafón de su capital acumulado en el sector agrícola y agroindustrial, con empresas demostradamente fraudulentas como AGRITRANS, partícipes de diferentes desfalcos al erario público.
Sin dudas que no todos los interesados en la partida de Moïse son campesinos, migrantes, clases medias o pobres urbanos. Es claro que hay un sector de la clase dominante haitiana que también opera para desplazarlo, pero se trata en este caso de los sectores, en sentido estricto, menos oligárquicos. En particular el gobierno ha intentado construir una tardía y poco convincente épica popular a través de su enfrentamiento con Dimitri Vorbe en particular y con las compañías eléctricas como Sogener en general. De hecho, la propuesta de campaña estrella de Moïse fue el llevar energía a todos los hogares “24 por 24”, dado que apenas si el servicio eléctrico alcanza al 40 por ciento de la población, y considerando que aún en la capital su servicio es deficitario e intermitente. Pese a las pujas por el control de la empresa eléctrica nacional (EDH), sería cándido pretender que las otras fracciones de la clase dominante haitiana no operen contra un gobierno que es incapaz de ofrecer las más mínimas garantías de estabilidad para el proceso de acumulación, así como el trazar teorías conspiranoides que pretenden achacar a uno o dos operadores una crisis orgánica de hegemonía que se expresa en todos los órdenes y se asienta, principalmente, en la movilización incesante de las clases populares y en el deterioro permanente de sus condiciones de vida.
7) Haití, incapaz de resolver sus propios problemas, necesita de la ayuda y la cooperación internacional
Esta afirmación es una sentencia de doble filo. Algo parecido afirma el reciente editorial de The New York Times que se titula precisamente “Haití necesita ayuda”, en donde se piensa en “una solución” en la que “los poderes externos -alguna combinación de los Estados Unidos, la OEA, la ONU y la Unión Europea-” incidan de alguna forma -aún más notoria- en el país. Pero un país soberano no es un niño, como para andar requiriendo de acompañamientos y tutelas. Menos aún si se trata del país que abolió la esclavitud de forma pionera, que creo una filosofía humanista que eclipsaría a la de las mismísimas revoluciones burguesas, que consumó la primera revolución social del hemisferio y que construyó la primera república independiente al sur del Río Bravo. Pero, además, es imposible aislar como si fuera una cepa viral a los llamados “problemas de Haití”, sin enmarcarlos en la geopolítica regional y global y en la larga historia de injerencia que ya desarrollamos. Por poner un ejemplo reciente y práctico: estamos convencidos de que ningún gobierno habría soportado un solo día la movilización activa y radical de un quinto de su población sin el apoyo político, financiero, diplomático y eventualmente militar de los Estados Unidos y los organismos multilaterales. Ningún gobierno, del signo que fuese, hubiese podido sortear el tembladeral de una coalición opositora que incluye a prácticamente todos los sectores sociales y a todas las fuerzas políticas del país. Aún hoy, Moïse culminaría su mandato de inmediato de no contar con la promesa de los Estados Unidos de un salvoconducto, dinero y una visa para él y toda su familia una vez consumada su salida del poder, dado que el destino habitual que el país ha dado a presidentes aún menos impopulares es el linchamiento en una plaza pública. Ni tampoco las elecciones y la reforma constitucional propuesta -última tentativa de recuperar algo de legitimidad- podrían concretarse, como es evidente, sin el apoyo financiero, logístico y técnico de estos mismos países y organismos que desde hace años controlan el sistema electoral haitiano.
Entonces, el “problema Moïse”, así como el problema de las políticas neoliberales y sus efectos devastadores en el país más empobrecido del continente -políticas que no cayeron del cielo sino que fueron impuestas de forma impiadosa por el FMI y el Departamento de Estado-, no son tan solo problemas de Haití. Son más bien problemas de geopolítica regional que se expresan fortuitamente en aquel castigado pero orgulloso país.
Pero aún podemos rescatar esta séptima y última tesis en un sentido bienintencionado y propositivo. La ayuda y la cooperación que necesita Haití es la de todos los gobiernos populares, sectores democráticos, fuerzas progresistas y de izquierda, organizaciones de derechos humanos, organismos de integración autónoma y militantes imperialistas de la región y el mundo que quieran hacer frente a la arrasadora injerencia de eso que se ha dado en llamar la “comunidad internacional”, conformada en realidad por un minúsculo grupos de países ricos y poderosos. Una vieja consigna, acuñada durante los tiempos de la MINUSTAH, parece aún sostener toda su elocuente vigencia: “es hora de dejar en paz a Haití”. Es Haití, en paz y con plena soberanía, quién volverá a conquistar el buen gobierno que resuelva sus propios problemas.
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