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Durante tres meses, Daniel Ortega y su gobierno fueron objeto de intensa presión – por parte de manifestantes y grupos opositores, medios locales y políticos de derecha estadounidenses – para que dejaran el poder.

Pero a partir de mediados de julio se ha evidenciado que a pesar de las imágenes de colapso casi total que sigue difundiendo la prensa internacional, el país lleva camino de estar volviendo a algo parecido a la normalidad.

¿Cómo puede ser que un movimiento de protesta que parecía tan fuerte haya perdido fuelle tan rápido?

Daniel Ortega está en el poder desde 2007, en las últimas elecciones obtuvo el 72% de los votos y hasta hace poco conseguía altas puntuaciones en las encuestas de aceptación independientes. A pesar de ello, cualquier lector de medios nacionales e internacionales se llevaría fácilmente la impresión de que se le desprecia profundamente.

En openDemocracy, el grupo internacional de protesta SOS Nicaragua lo llama un «tirano empeñado en la sangrienta represión de la nación». 

Sus detractores locales coinciden totalmente con esta visión. Por ejemplo, el 10 de julio, Vilma Núñez, antigua opositora de Ortega y originalmente aliada suya, contaba en la BBC que el presidente está llevando a cabo un «plan de exterminio» en Nicaragua.


Cuando, hace unas semanas, los rebeldes se hicieron brevemente con el control de una ciudad del país, sus líderes dijeron que habían puesto fin a «once años de represión». SOS Nicaragua afirma incluso que Ortega es un «tirano más odiado y longevo que el ex dictador de Nicaragua» (en referencia a Anastasio Somoza y su familia, que gobernaron Nicaragua con mano de hierro durante más de 40 años).

Pero mientras las ONGs de derechos humanos repiten el mensaje de que la policía y las fuerzas de seguridad (en palabras de Amnistía Internacional) «disparan a matar», la mayoría de la gente en Nicaragua sabe que esto no es cierto. 

 Una mirada a las redes sociales confirma que son muchos los que comparten estos puntos de vista y está claro que coincidiendo con el punto más alto de popularidad de la oposición, tuvieron un poder de arrastre muy considerable. Pero el primer error de la oposición fue quizás precisamente su retórica exagerada, ya que la gente empezó a cuestionarse si cuadraba realmente con su propia percepción.

Por ejemplo, hasta abril de este año, Nicaragua era el segundo país más seguro de América Latina a pesar de ser también uno de los más pobres. 

Su policía tenía fama de ser una policía de proximidad, cercana a la comunidad, y a diferencia de los países del «triángulo norte» (Honduras, El Salvador y Guatemala), los homicidios cometidos por sus agentes eran una rareza. Los delitos relacionados con las drogas eran mínimos y no existían pandillas violentas como en los países vecinos.

Por supuesto, la policía no era perfecta, pero la gente podía denunciar con seguridad problemas de violencia doméstica sin temor a una respuesta violenta por parte de las propias fuerzas de seguridad. La oposición califica ahora esta misma policía de «asesinos» y le culpa de la mayoría de las muertes habidas desde que comenzaron las protestas.

Nadie ha cuestionado cómo puede ser que una fuerza con un historial tan poco violento se haya transformado de la noche a la mañana en un cuerpo de despiadados asesinos, capaces supuestamente de torturar e incluso de matar a niños.

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