El decimosexto aniversario de los atentados del 11 de setiembre del 2001, los cuales cobraron más de 2900 vidas en Estados Unidos fue conmemorado nuevamente con ceremonias en donde estaban situadas las Torres Gemelas en el World Trade Center, el Pentágono y el punto en Pennsylvania donde cayó uno de los cuatro aviones secuestrados cuando sus pasajeros luchaban por retomar el control de la aeronave.
Miles se reunieron en la Ciudad de Nueva York para presenciar el acto solemne donde se leen los nombres de las víctimas de lo que constituyó un ataque terrorista criminal y reaccionario que tan sólo sirvió a los intereses del imperialismo estadounidense y mundial.
El acontecimiento ha sido utilizado para justificar guerras de agresión y ataques contra los derechos democráticos alrededor del mundo.
Las genuinas emociones de aflicción y añoranza compartidas por aquellos que perdieron a seres queridos ese día volvieron a contrastar marcadamente con la banalidad e hipocresía de las conmemoraciones oficiales escenificadas por los políticos estadounidenses.
Esta vieja dicotomía llegó a una nueva profundidad el lunes, con el discurso principal de la ceremonia en el Pentágono que dio el multimillonario estafador y presidente de tendencia fascista, Donald Trump.
Su primera reacción el día de los atentados fue presumir—falsamente además—que la caída de las Torres Gemelas convertía su propiedad en 40 de la calle Wall Street en el edificio más alto de Bajo Manhattan.
Sus comentarios esta semana fueron un revoltijo, si acaso recalentado, de discursos viejos, tributos a la bandera estadounidense y un llamado a “defender nuestro país contra las fuerzas barbáricas del mal y la destrucción”.
Trump repitió el desgastado cliché de que, “nuestro mundo cambió” ese 11 de setiembre, una frase que busca convencer que las guerras interminables, las medidas de Estado policial y los drásticos cambios en la vida política del país durante los últimos dieciséis años fueron el resultado de los supuestamente imprevistos e imprevisibles atentados del 11 de setiembre.
En otras palabras, no tuvieron nada que ver con lo que les precedió.
El hecho de que esta es una mentira cínica y que el Estado emplea en su propio beneficio es algo que se esclarece más cada año.
En vísperas del aniversario, salieron a la luz nuevas revelaciones que asocian a Arabia Saudita, el país árabe más cercano a Washington, con la preparación de los atentados del 11 de setiembre, en el que 15 de los 19 secuestradores eran ciudadanos saudíes.
La prensa corporativa, que no publicó nada significativo para el aniversario, por su mayor parte hizo caso omiso de la nueva evidencia.
El diario New York Times marcó el aniversario con un editorial detallando los esfuerzos del examinador médico de la Ciudad de Nueva York para identificar los restos humanos.
Una denuncia federal en nombre de las familias de 1400 víctimas de los atentados presentó evidencia que la embajada saudí en Washington financió lo que parece haber sido un ensayo en 1999 para los atentados del 11 de setiembre.
Dos agentes saudíes se hicieron pasar como estudiantes y abordaron un vuelo de America West de Phoenix a Washington D.C., con boletos pagados por la embajada saudí.
La denuncia establece que ambos hombres habían sido entrenados en campamentos de Al Qaeda en Afganistán con algunos de los secuestradores del 11 de setiembre.
Durante el vuelo, los dos hicieron preguntas técnicas a los asistentes de vuelo que crearon sospechas e intentaron entrar a la cabina de vuelo dos veces, obligando al piloto a realizar un aterrizaje de emergencia en Ohio.
Ambos fueron detenidos y cuestionados por el FBI, que decidió no levantar cargos.
Esta es tan sólo la última de una serie de revelaciones que han dejado abundantemente claro que los eventos del 11 de setiembre nunca pudieron haber sucedido sin un apoyo logístico substancial de fuerzas influyentes.
A pesar de la reiterada aseveración que “cambiaron todo”, nunca se ha llevado a cabo una pesquisa independiente y objetiva de cómo fue que se realizaron los atentados.
Y, a pesar de ser ostensiblemente el más catastrófico fracaso de inteligencia en la historia de EUA, nadie fue llamado a rendir cuentas; no hubo ni despidos ni demociones.
La evidencia que se ha hecho pública demuestra que los secuestradores del 11 de setiembre pudieron entrar al país libremente, atender escuelas de aviación pese a que algunos de los involucrados habían estado bajo la vigilancia de la CIA y el FBI por al menos dos años antes de los atentados.
Dos de ellos vivieron en la casa de un informante del FBI.
En el 2016, se publicaron 28 páginas de documentos fuertemente editados, tras permanecer ocultos del público por trece años. Estos indicaban que varios oficiales de la Inteligencia saudí les transfirieron grandes sumas de dinero a los secuestradores poco antes de los atentados, y les prestaron ayuda para encontrar dónde alojarse y recibir clases de aviación.
A pesar de que el gobierno saudí fue el más activo en la realización de los ataques, el involucramiento de la Inteligencia saudí implica a secciones del aparato estatal estadounidense. Esta no es una cuestión de teorías conspirativas, sino un hecho establecido.
Es una cuestión relacionada con conspiraciones reales involucrando a la CIA, Afganistán y Al Qaeda, remontándose a la creación del grupo islamista como un brazo de la guerra sucia de Washington contra el Gobierno afgano que era apoyado por la Unión Soviética en los años ochenta.
Lejos de que cambiar todo, los atentados fueron pretextos para actos de agresión militar que habían sido preparados mucho antes. Con la disolución de la Unión Soviética una década más tarde, la burguesía inició una política de emplear el poderío militar estadounidense para contrarrestar el declive del capitalismo estadounidense globalmente.
Afganistán e Irak fueron blancos de los esfuerzos para asegurar un dominio militar en dos de las principales regiones productoras de petróleo y gas del mundo, la cuenca del Caspio y Oriente Medio.
Este emprendimiento puramente criminal, justificado en nombre de las víctimas del 11 de setiembre ha cobrado más de un millón de vidas iraquíes y cientos de miles afganas y desatado la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial.
Intentar justificar estos crímenes invocando la “guerra contra el terrorismo”, heredada de Bush a Obama, y ahora a Trump, no sólo está ya desgastado sino que es completamente absurdo.
Uno de los productos de los dieciséis años ininterrumpidos de guerras de agresión estadounidenses ha sido la expansión sin precedentes de Al Qaeda y las milicias islamistas asociadas, en gran parte como resultado del uso de estos elementos por parte del imperialismo estadounidense como fuerzas terrestres indirectas para sus guerras de cambio de régimen en Libia y Siria.
Más allá, las múltiples guerras e intervenciones dirigidas por el Pentágono y la CIA, del Norte de África hasta Asia Central, podrían evolucionar en una conflagración mundial. Simultáneamente, Washington está amenazando a Corea del Norte con una guerra nuclear y confrontándose de forma cada vez más peligrosa a sus rivales geoestratégicos principales, Rusia y China.
El 11 de setiembre no “cambió todo”, sino que marcó el inicio de una escalada de lo que George W. Bush llamó “las guerras del siglo XXI”, lo que equivale a una escalada en las agresiones imperialistas que están conduciendo a la humanidad a una tercera guerra mundial.
Bill Van Auken