Mucho antes de ser derrocado por un golpe fascista, el presidente constitucional chileno figuraba entre los obstáculos a eliminar por las más altas autoridades del gobierno de Estados Unidos
Nueve días antes que el Congreso de Chile ratificara como presidente de la República al doctor Salvador Allende Gossen, el 15 de octubre de 1970, un ultrasecreto comité estadounidense integrado por el asesor de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, el general Alexander Haig y el director adjunto de Planes de la CIA, Thomas Karamessines, organizó, planificó y determinó cada una de las acciones para impedir que el nuevo gobernante entrara en el Palacio de la Moneda.
En menos de 48 horas, Karamessines presentó a Kissinger el borrador de un proyecto con diversas ramificaciones para conseguir por cualquier vía el fin del mandato de Allende y del gobierno de la Unidad Popular antes de que se iniciara.
Unos días más tarde, el jefe de Planificación de la CIA envío un cable cifrado al jefe de la estación en Santiago, Henry Hecksher, en el que aclaraba: “es política firme y continua que Allende sea derrocado por un golpe de Estado”.
Unos días más tarde, el jefe de Planificación de la CIA envío un cable cifrado al jefe de la estación en Santiago, Henry Hecksher, en el que aclaraba: “es política firme y continua que Allende sea derrocado por un golpe de Estado”.
A finales de 1970 la embajada de Estados Unidos en Chile multiplicó su personal, incluidos varios equipos operativos independientes del control del embajador Nathaniel Davis, quien poseía un pasado tenebroso, cuyo rastro se perdía en la Guatemala de los años sesenta, donde ayudó a fundar organizaciones paramilitares anticomunistas, encargadas de la represión silenciosa de los elementos de izquierda y opositores.
Un grupo de agentes con un prolongado historial de fechorías quedó agregado a la representación diplomática de Washington en Santiago de Chile, entre ellos, David Atlee Phillips y David Sánchez Morales, más conocido como “El Indio”, veteranos de operaciones encubiertas en Guatemala, Cuba y otros puntos del hemisferio occidental, ambos relacionados con los magnicidios de los hermanos John y Robert Kennedy en 1963 y 1968, respectivamente.
La primera acción de peso, el secuestro del jefe del Ejército, general René Schneider, recibió de los servicios de inteligencia norteamericanos ayuda material y financiera, pero —según archivos desclasificados— los ejecutores acabaron cometiendo lo que los analistas de Langley denominaron una “chapucería”, cuando asesinaron al militar, quien se resistió al rapto.
De todas maneras las condiciones no estaban creadas. Los chilenos vivían la efervescencia del triunfo electoral de la Unidad Popular (UP), hecho que si bien ponía fin al predominio político de la derecha conservadora, confirmaba la respetuosa tendencia de los uniformados a la Constitución por casi medio siglo, periodo en el que las instituciones armadas, pese a su acendrada formación, habían permanecido en los cuarteles.
Desde 1958 la Agencia Central de Inteligencia destinaba cifras millonarias a impedir el ascenso electoral de Salvador Allende.
Los métodos iban desde campañas publicitarias financiadas y orquestadas desde Washington o el financiamiento indirecto de los partidos opositores o medios de difusión, de ahí que antes de los comicios presidenciales de 1970 la CIA destinó más de 10 millones de dólares a la campaña del candidato democratacristiano y al diario El Mercurio, sin embargo, el 4 de septiembre de ese año, el voto popular otorgó la victoria al aspirante de la UP.
A partir de ese momento, el golpe militar figuró en los planes de la administración de Richard Nixon, mientras el Departamento de Estado consideró expulsar a Chile de la Organización de Estados Americanos (OEA) mediante un mecanismo similar al utilizado contra Cuba.
Al final, la CIA estructuró el Proyecto Fubelt, aprobado el 16 de septiembre de 1970, ocho días antes de que Salvador Allende fuera ratificado por el Congreso. Al explicar la finalidad del plan al Consejo de Seguridad Nacional, el entonces director del organismo de inteligencia estadounidense, Richard Helms, informó que este tenía “un solo propósito, evitar que Allende tome el poder”.
Las primeras presiones llegaron a través de las transnacionales, encargadas de retener el refinanciamiento de los préstamos de la deuda chilena, maniobra llamada bloqueo invisible.
Según el documento secreto titulado Informe de la postura estadounidense frente a la política crediticia del BID a Chile, preparado para Kissinger, el director ejecutivo estadounidense del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) asumió que no recibirá nuevas instrucciones hasta nuevo aviso en relación con los créditos pendientes para Chile.
Contra todo pronóstico, el gobierno de la Unidad Popular, pese a los enfoques encontrados de sus diferentes organizaciones, resistió una agresión descomunal, que incluyó acciones económicas como el prolongado paro de los transportistas, financiado desde Estados Unidos por la CIA a través de organizaciones sindicales y patronales, en tanto, en el plano político, la bancada de los partidos Democratacristiano y Nacional aspiraba a deponer a Allende mediante la censura parlamentaria, pero el golpe militar seguía en la preferencia de Washington.
El secretario de Defensa, Melvin Laird, era partidario de “hacerle todo el daño posible” al mandatario chileno y “destrozarlo hasta las cenizas”, incluso ante el temor de que las fuerzas armadas chilenas cumplieran con los dictados de la Constitución.
El propio presidente Nixon ofreció el 9 de diciembre de 1971 al general brasileño Emilio Garrastazu Medici apoyo material y financiero para influir en los altos mandos militares del país austral para derrocar el gobierno de la Unidad Popular. Pocas semanas antes del golpe fascista, Hernán Cubillos, futuro canciller del régimen golpista, voló a Sao Paulo en un avión militar.
Dentro de los mandos castrenses, la Armada era el cuerpo más comprometido. La inteligencia naval estadounidense envío a Chile al teniente coronel Patrick Ryan con el objetivo de establecer contacto con los futuros golpistas, quienes encabezados por el almirante José Toribio Merino y el vicealmirante Patricio Carvajal, se agrupaban en la organización secreta denominada La Cofradía y cuyos afiliados ocuparían puestos claves en el futuro gobierno militar.
En septiembre de 1973 la marina de guerra chilena intervino en las maniobras navales UNITAS, organizadas por Estados Unidos en el Pacífico sur, mientras en el hotel Miramar de Valparaíso, oficiales norteamericanos coordinaban las operaciones en Santiago.
Junto a ellos, otro estadounidense, el periodista independienteCharles Horman, descubría cómo los uniformados de su país alentaban el terror y el crimen contra un gobierno legitimo. Saberlo le costaría la vida.
El último jefe militar en sumarse a la conspiración golpista fue el recién nombrado jefe del Ejército, Augusto Pinochet. Solo 72 horas le bastaron para traicionar la confianza de Allende.
Meses después de asumir el poder, su propia esposa contó antes las cámaras de televisión cómo tuvo que forzarlo a superar sus temores.
Por eso, la noche del 8 de septiembre fijó su pacto secreto con el jefe de la Aviación Gustavo Leigh y con el general Sergio Arellano Strak, el mismo que una semana más tarde dirigiera a lo largo de la geografía chilena la tenebrosa Caravana de la Muerte.
Por eso, la noche del 8 de septiembre fijó su pacto secreto con el jefe de la Aviación Gustavo Leigh y con el general Sergio Arellano Strak, el mismo que una semana más tarde dirigiera a lo largo de la geografía chilena la tenebrosa Caravana de la Muerte.
Algunas fuentes ubican el detonante de la asonada en la decisión de Allende de someter su cargo a un plebiscito nacional, hecho que si bien aceleró el golpe, nunca motivó una decisión tomada desde mucho antes a orillas del Potomac.
Tampoco los insubordinados pensaron nunca en respetar la vida del gobernante. El jefe de la Fuerza Aérea, Gustavo Leigh, recomendaba ofrecerle un avión a Allende para que abandonara el país, pero que “después podía caerse”.
Por algo más de cuatro horas, Salvador Allende, presidente constitucional de Chile, resistió con poco más de 40 hombres una fuerza 10 veces superior, armada con tanques y aviones.
A más de cuatro décadas, su derrocamiento y muerte quedan como una macabra cicatriz en la piel de la sociedad chilena, pero su ejemplo todavía convoca a la dignidad de los pueblos y mueve multitudes.
ERIC GAYOL//
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