Pablo Gonzalez

Catolicismo, La Inquisición y la revolución científica


   
A remolque de las evidencias

El Tribunal de la Inquisición es el severo defensor del universo de las ideas trascendentes, metafísicas e inmutables. La revolución científica introduce un universo físico y conceptual fluctuante, relativo, inasible en sus realidades últimas.

Durante la Baja Edad Media, surgieron numerosos movimientos espirituales para hacer frente a la decadencia moral generalizada de la alta jerarquía, el clero llano y el monacato. Algunos de ellos, encarnados en las órdenes mendicantes de los franciscanos y los dominicos, se esforzaban por reimplantar el modelo de la pobreza evangélica de las primeras comunidades cristianas. 

Otros, en cambio, como los de los albigenses y valdenses, aunque nacidos de este mismo anhelo de purificación, desbordaron ampliamente las fronteras de la ortodoxia, rechazaron la jerarquía y los sacramentos, reavivaron las antiguas herejías gnósticas, dualistas y maniqueas, exigieron la supresión de los diezmos, condenaron la guerra bajo todas sus manifestaciones y negaron la autoridad civil. En los siglos XII y XIII, aquellas sectas, ampliamente difundidas sobre todo en el sur de Francia y en el norte de Italia, no sólo implicaban un ataque a la Iglesia oficial, sino que constituían también, en razón del contenido anárquico de sus doctrinas, una grave amenaza para el orden social de la cristiandad europea.

Para erradicar el peligro se tomaron diversas medidas, entre otras la cruzada contra los albigenses, promovida por Inocencio III y dirigida militarmente por Simón de Montfort (1208), o la labor misional desarrollada por santo Domingo de Guzmán y sus compañeros en el sur francés. Ante su inutilidad, el papa Gregorio IX decidió crear, en 1231, un tribunal permanente, conocido con el nombre de Inquisición, para descubrir (inquirir) a los herejes, juzgarlos y, si eran hallados culpables, condenarlos y entregarlos a la autoridad civil para la ejecución del castigo.

Este tribunal medieval, sustituido más tarde por la Sagrada Congregación de la Suprema y Universal Inquisición o Santo Oficio, creada por Paulo III en 1542, fue ampliando poco a poco el campo de sus competencias y vigilaba celosamente cualquier mínima desviación doctrinal. En su variante española fue a menudo un instrumento eficaz con el que los monarcas (en especial los Reyes Católicos y Felipe II) eliminaron los elementos que constituían una amenaza para la unidad (religiosa y/o política) de sus reinos.

Con independencia de las intenciones de los inquisidores, varios elementos hacían moralmente discutible -si no ya claramente reprobable desde el primer momento- el tribunal de la Inquisición: admitía denuncias anónimas, sin revelar al acusado el nombre del acusador, por lo que se le privaba de la posibilidad de recusar al denunciante. Fuera cual fuese el nivel intelectual y la capacidad de autodefensa de los acusados, no se les concedía la asistencia y el consejo de abogados entendidos. Se admitía, además, la práctica de la tortura para arrancar confesiones, lo que llevó a la comisión de numerosos abusos y atrocidades. Se ignora el número de los condenados a morir en la hoguera. Algunos autores afirman que los procesos de brujas llevados a cabo en Alemania desde el siglo XV dejaron desiertas regiones enteras.

Los fundamentos de las sentencias de la Inquisición 


Para emitir su veredicto, los inquisidores, la mayoría teólogos dominicos, se atenían a la más estricta interpretación de las decisiones conciliares y de las enseñanzas de los Padres y doctores de la Iglesia. Bastaba la más mínima sospecha para despertar su recelo. No se libraron de sus suspicacias teólogos de la talla de fray Luis de León ni místicos como Juan de la Cruz o Teresa de Jesús.

La mentalidad dogmática de los inquisidores respondía a las pautas de la teología medieval. Entendían las afirmaciones de la Biblia al pie de la letra y como verdades absolutas e infalibles de validez universal en todos los campos.

Los fundamentos de la revolución científica 


Esta mentalidad estaba llamada a chocar frontalmente con las categorías conceptuales que sirvieron de base a la revolución científica. Para la ciencia, el punto de arranque del conocimiento no es la argumentación silogística deductiva que parte de unas premisas establecidas, sino el razonamiento inductivo, basado en la observación empírica. Sólo el análisis de las realidades concretas permite formular hipótesis explicativas, que luego son de nuevo contrastadas con los hechos para comprobar su verdad o su falsedad. Esta nueva forma de entender el mundo culmina, en el campo de la exploración del universo físico, en la mecánica cuántica de Max Planck, la teoría de la relatividad de Einstein o el principio de incertidumbre de Heisenberg. En el campo de la epistemología, la teoría del conocimiento de Kant somete a severo examen y a estrictas limitaciones la aprehensión de la realidad. No hay verdades objetivas absolutas. O, en todo caso, la mente humana no es capaz de descubrirlas. Surgía, pues, un entramado conceptual radicalmente contrario al universo categórico de la teología medieval.

Las enormes conquistas científicas y técnicas conseguidas por esta modalidad del conocimiento empírico inclinaban decididamente el platillo de la balanza en favor de la nueva forma de entender el cosmos. La mente humana había cruzado el umbral de una nueva era en la que no había lugar para tribunales inquisidores apoyados en verdades inmutables. El pensamiento oficial católico se veía en la imperiosa necesidad de revisar sus postulados a la luz de los nuevos avances.

De hecho, el choque entre la mentalidad dogmática y las ciencias experimentales ha aportado un nuevo enriquecimiento a la teología y la religión católicas. Ha servido para poner de relieve que el conocimiento derivado de la fe no se identifica con el extraído de la física o las matemáticas. La fe ni se opone a la razón ni se basa en ella. Dios sigue siendo un misterio al que se accede por la adhesión libre creyente. Ciencia y fe avanzan no por caminos enfrentados, sino diferentes. Sobre la razón creyente recae la noble tarea de explicitar los contenidos de la revelación, hacerlos accesibles a las diferentes culturas de las distintas razas y generaciones y demostrar que no son incompatibles con las verdades descubiertas por la natural capacidad de la mente humana.

Los conflictos entre ciencia y fe en la Edad Moderna 


El lenguaje y las categorías conceptuales de la teología católica en las primeras etapas de la Edad Moderna prolongaban los esquemas de las Sumas teológicas medievales. Los exegetas entendían las afirmaciones de la Biblia al pie de la letra. No admitían que pudieran existir contradicciones entre las verdades de la fe y las descubiertas por la razón, ya que ambas tienen su origen en el mismo y único Dios. En caso de conflicto, debería prevalecer la verdad de la fe revelada en la Escritura, en la que se expresa la palabra infalible de Dios.

Esta rígida postura doctrinal se vio desbordada repetidas veces por los avances de las ciencias experimentales, que estaban llegando a conclusiones inconciliables con las afirmaciones literales de la Escritura. Las autoridades eclesiásticas no reaccionaron con la deseable prontitud y flexibilidad, por lo que se produjeron enfrentamientos, incomprensiones y condenas de opiniones científicas en diversos campos, sobre todo de la física, la astronomía y la exégesis bíblica. Entre las controversias más significativas pueden citarse las siguientes:

El caso Galileo 


El pisano Galileo Galilei (1564-1642), hombre de gran capacidad matemática y grandes dotes de observación, difundió en sus escritos la teoría heliocéntrica de Copérnico según la cual es la Tierra la que gira alrededor del Sol, y no al contrario. La Inquisición condenó estas ideas en 1616 y luego de nuevo en 1632 por oponerse abiertamente a las enseñanzas de la Escritura. En efecto, un pasaje bíblico narra cómo el caudillo hebreo Josué ordenó al Sol detenerse: "Y el Sol se detuvo y la Luna se paró... El Sol se paró en medio del cielo" (Josué 10,13). Galileo fue confinado, bajo custodia, en su villa de Arcetri hasta 1633. De allí pasó a Florencia, donde, ya ciego, siguió trabajando hasta su muerte en sus Discorsi e dimostrazione matematiche intorno a due nuove scienze. Cuatro siglos más tarde, la Iglesia ha reconocido y deplorado oficialmente sus erróneas decisiones.

El darwinismo o evolución de las especies 


A los 22 años, el británico Charles Darwin (1809-1882) emprendió un viaje, en el navío Beagle, para topografiar las costas de la Patagonia. Durante una escala en el archipiélago de las Galápagos hizo una serie de observaciones sobre las variaciones morfológicas de los animales que poblaban las islas, que le llevaron a la conclusión de que las especies cambian bajo la influencia de las condiciones del medio (el clima y la alimentación, entre otras). Los organismos que al evolucionar van adquiriendo cualidades que se adaptan a la situación, sobreviven. Los que no logran hacerlo, desaparecen. Por lo tanto, no hay una barrera infranqueable entre las especies, sino evolución de unas a otras. En aquella época, la teoría darwinista implicaba una doble herejía, científica y religiosa. Científica, porque se admitía como incuestionable la doctrina de Linneo, que concebía las especies a modo de esencias metafísicas inmutables. Podían existir variedades dentro de una misma especie, pero no el paso de una especie a otra diferente. Y religiosa, porque el evolucionismo (en el que, en su libro La raza humana, de 1871, Darwin parecía incluir también al hombre) chocaba frontalmente con el relato bíblico según el cual es Dios quien crea las especies (fixismo creacionista). Lo más que podría concederse es que la evolución afecte al cuerpo humano, pero no al alma, creada directamente por Dios. En consecuencia, la doctrina católica condenó la teoría darwinista, sobre todo la que incluía la evolución ininterrumpida desde el simio al hombre.

Monogenismo frente a poligenismo 


A medida que las excavaciones de yacimientos antropológicos realizadas en los siglos XIX y XX iban sacando a la luz huellas y vestigios de la existencia de grupos humanos o humanoides de edades cada vez más remotas, de varios millones de años, y en lugares de la tierra muy distantes entre sí, se fue abriendo paso entre los científicos la hipótesis de que la evolución humana, desde el nivel puramente animal al racional, ha acontecido en diversos lugares, en diferentes épocas y en distintos grupos, independientes entre sí. La teoría topó con la oposición de la Iglesia oficial. Todavía en 1950, en la encíclica Humanae vitae, el papa Pío XII declaraba que no era posible conciliar esta doctrina con el dogma -fundamental para la teología católica- del pecado original, según el cual por la transgresión de un solo hombre (Adán) entraron el pecado y la muerte en todo el género humano. De donde se deduce que de este hombre descienden todos los demás. El problema sigue abierto tanto en su vertiente antropológica como dogmática. Los modernos avances genéticos parecen decantarse a favor del monogenismo: todas las razas actuales proceden de una sola pareja. Pero no se dice nada acerca de las numerosas razas humanas anteriores hoy desaparecidas.

La infalibilidad de la Biblia y los pasajes bíblicos contradictorios entre sí 


El argumento fundamental esgrimido por el magisterio de la Iglesia para rechazar las teorías científicas antes mencionadas y varias más es que estaban en abierta contradicción con las enseñanzas de la Biblia, que contienen la verdad infalible de Dios. Fue precisamente en este campo de la interpretación de las afirmaciones bíblicas donde se abrió paso un nuevo frente de conflictos.

Se deben al sacerdote francés Richard Simon (1638-1712) los primeros pasos en la dirección correcta. Su sagacidad le permitió descubrir que el Pentateuco -universalmente considerado en aquel tiempo como escrito por Moisés- se compone en realidad de varias fuentes o documentos cuyas informaciones no siempre son coincidentes. En un siguiente paso, más perturbador para el magisterio, se detectó la existencia de pasajes bíblicos no sólo diferentes, sino contradictorios. Por citar algunos ejemplos muy simples, en el Evangelio de Marcos (2,26) se dice que el sacerdote Abiatar dio a David los panes de la presencia, pero según el Libro primero de Samuel (21,2-7) no fue él, sino Ajimélec. Este mismo libro narra en el capítulo 17, con gran lujo de detalles, la victoria de David sobre el gigante Goliat de Gat, pero en el Libro segundo de Samuel (21,19) se atribuye esta hazaña a Eljanán, hijo de Yaír. La solución, trabajosamente lograda superando censuras y condenas del magisterio, no se abrió paso en la esfera oficial hasta 1943, gracias a la encíclica Divino afflante spiritu de Pío XII, confirmada por la constitución dogmática sobre la divina revelación del concilio Vaticano II.

En esencia, estos documentos reconocen que las afirmaciones bíblicas, para ser correctamente entendidas, deben tener en cuenta el género literario en el que se inscriben y la intención de los autores sagrados. Los libros de la Escritura no son tratados históricos, filosóficos o científicos, sino que contienen un mensaje revelado que explica la relación del hombre con Dios. Por tanto, la ciencia y la fe hablan lenguajes diferentes. Los dos interpelan al mismo ser humano, pero con distintas claves de interpretación.

Se abre así una puerta de acceso hacia el mutuo respeto y comprensión de la ciencia y la fe.

El catolicismo, entre Trento y la Nueva Era 





El concilio de Trento y la Contrarreforma católica

El concilio de Trento coronó con éxito, en muy difíciles circunstancias, la doble tarea de trazar con firmeza las líneas de la recta doctrina católica y poner los cimientos de una renovación sólida, profunda y duradera de las instituciones de la Iglesia.

La difusión de las ideas reformistas y los esfuerzos de los católicos por frenar su expansión crearon un gran caos no sólo doctrinal, sino también social y político en toda la cristiandad europea. El imperio alemán, escindido en numerosos principados, ducados y obispados, amenazaba con quedar reducido a ruinas. En Francia, el calvinismo parecía arrastrar a toda la nación, y estallaron sangrientas guerras religiosas. Inglaterra se había perdido para Roma. En Escocia triunfó el partido calvinista. Habían abrazado el luteranismo el norte alemán y los países escandinavos. Polonia, Hungría y Bohemia estaban desgarradas por movimientos protestantes. Los cantones suizos se habían escindido en bandos irreconciliables. Incluso en los dos baluartes del catolicismo, las penínsulas Itálica e Ibérica, había círculos que simpatizaban con la Reforma. Y todo ello en un momento en que el imperio turco alcanzaba la cima de su poder y sus ejércitos avanzaban incontenibles por la cuenca del Mediterráneo oriental y Europa Central.

Para evitar el colapso de la cristiandad era imprescindible recomponer la unidad, y el único medio eficaz era la celebración de un concilio. Pero el concilio se demoró demasiado. No se convocó hasta 1545, es decir, casi treinta años después de los primeros grandes estallidos de la rebelión. Si, por un lado, todos eran conscientes de su necesidad, por otro, la idea del concilio suscitaba suspicacias. Los papas temían que su convocatoria acentuara las tendencias conciliaristas y mermara la autoridad papal. Los príncipes protestantes alemanes y el rey de Francia recelaban que acrecentara el poder y la influencia del emperador. Por fin, con la paz de Crespy (1544) firmada entre el emperador Carlos V y el rey de Francia, Francisco I, se consiguió crear el clima mínimo de colaboración necesario para convocar la gran asamblea. La inauguración tuvo lugar en la ciudad italiana de Trento el 13 de diciembre de 1545. Las sesiones se desarrollaron en tres etapas.

La celebración del concilio
Primera etapa (1545-1548), bajo el pontificado de Paulo III. A la sesión inaugural apenas asistieron treinta obispos. Hubo tan sólo dos obispos alemanes y tres franceses. La mayoría eran italianos. Los españoles presentaban un grupo compacto y bien preparado. En febrero de 1547, una peste declarada en Trento aconsejó trasladar las reuniones a Bolonia, pero los obispos "imperiales" se negaron. Para evitar una peligrosa escisión, Paulo III suspendió el concilio (febrero de 1548).

Segunda etapa (1551-1552), bajo el pontificado de Julio III. Asistió una nutrida representación alemana, rompiendo el predominio italiano de la etapa anterior. Destacó la presencia de brillantes teólogos españoles (Soto, Cano, Castro). A instancias del emperador, asistieron algunos delegados reformistas, pero sus exigencias de participar en las deliberaciones, entre ellas el reconocimiento de la superioridad del concilio sobre el papa, no fueron aceptadas. En 1552 la situación política alemana experimentó un súbito agravamiento. Mauricio de Sajonia, en quien Carlos V había depositado su confianza, se unió a los príncipes protestantes. Sus tropas cruzaron el desfiladero de Klause y avanzaron sobre Innsbruck, donde se encontraba, desprevenido, el emperador. Sólo pudo salvarse huyendo a uña de caballo. Ante la gravedad de los acontecimientos, los obispos alemanes abandonaron Trento y el pontífice suspendió el concilio.

Tercera etapa (1562-1563), bajo el pontificado de Pío IV. No hubo representantes de los obispos alemanes ni delegados de los reformistas. Al final, se leyeron y aprobaron, una por una, las resoluciones de las tres etapas conciliares. El Papa dio su aprobación verbal a los pocos días, y solemnemente, en la bula Benedictus Deus de 30 de julio del año siguiente, aunque con fecha retrotraída al 26 de enero del mismo año.

La importancia del concilio de Trento 


La importancia del concilio de Trento radica en que con sus decisiones dogmáticas los padres conciliares fijaron de forma clara el contenido de la ortodoxia católica y con sus decretos disciplinares eliminaron las gravísimas lacras que durante siglos habían aquejado a la alta jerarquía de la Iglesia. Se ponía, por fin, en marcha la verdadera reforma, tan urgentemente reclamada por muchos sectores de la cristiandad.

En el plano de la disciplina destaca, por sus profundas repercusiones, el deber de los obispos de residir en sus diócesis. Se les impuso, además, la obligación de celebrar sínodos diocesanos anuales y de visitar sus parroquias para prevenir y erradicar los abusos. Se establecieron los principios a que debían atenerse las órdenes religiosas para adaptarse al espíritu conciliar. La creación de seminarios fue un poderoso instrumento de formación espiritual y cultural de los aspirantes al sacerdocio: dignificó notablemente el estamento clerical, elevó su prestigio y confirió mayor eficacia a sus tareas pastorales.

Por falta de tiempo, los padres conciliares tuvieron que dejar pendiente y confiar a los futuros pontífices una de las peticiones más solicitadas por los obispos: la reforma de la Curia Romana.

La doctrina oficial de la Iglesia católica 


La principal preocupación de los padres conciliares fue delimitar claramente la verdadera fe de la Iglesia católica frente a las desviaciones de la Reforma. Los reformadores ponían el acento sobre dos temas y a ellos consagró el concilio la mayor parte de sus sesiones dogmáticas: la sola Escritura como única autoridad doctrinal y la sola fe como fuente de justificación. Las definiciones conciliares sobre estos puntos han sido, durante cuatrocientos años, la piedra angular de la enseñanza oficial de la Iglesia católica. De hecho, una gran parte del esfuerzo de los teólogos postridentinos se consagró a fundamentar y consolidar, con argumentos extraídos tanto de la Escritura como de la tradición, la patrística y la teología especulativa, las enseñanzas del concilio.

Del rigor intelectual con que procedieron para determinar la recta doctrina da buena idea el orden seguido para llegar a las conclusiones. Se fijaron tres tipos de "congregaciones": particulares, generales y solemnes. 


En las congregaciones particulares, teólogos expertos en el tema debatido exponían sus puntos de vista en presencia de los padres conciliares, que podían así tener información rápida, sólida y de primera mano. 

A continuación, en las congregaciones generales, los padres conciliares analizaban de nuevo la materia y formulaban sus conclusiones. Por último, en las congregaciones solemnes se sometía el tema a votación. Sólo tenían derecho a voto los obispos, en cuanto garantes de la tradición apostólica.

 Excepcionalmente se concedió este derecho a algunos superiores generales de órdenes religiosas adornados de singular prestigio. La función de los teólogos era meramente consultiva.

Las grandes definiciones dogmáticas del concilio 


Frente al postulado protestante de la sola Escritura, los padres conciliares establecieron que las enseñanzas de la Iglesia se fundamentan en la Escritura, debidamente interpretada, y en la tradición. En este contexto, tuvieron que llevar a cabo la laboriosa pero indispensable tarea de fijar el canon de la Escritura, es decir, determinar, con sus nombres concretos, los libros de la Biblia inspirados por Dios que deben ser tenidos como fuente de la revelación. Esta labor se hizo urgentemente necesaria porque los reformadores negaban el carácter de sagrados a los escritos que estaban en abierta contradicción con sus enseñanzas, como la Carta de Santiago (la "carta de paja" según Lutero), que habla de la necesidad de las obras para la salvación. En las medidas disciplinares tomadas sobre este punto se decretó la obligación de crear en las iglesias principales cátedras para la exposición de la Escritura. Se echaban así los cimientos del posterior florecimiento de la exégesis católica.

Otro de los grandes principios de la teología protestante afirma que el hombre se justifica -y, por consiguiente, se salva- por la sola fe, sin las obras. Es más, según algunos teólogos de la Reforma, las obras del hombre son siempre y en cualquier circunstancia malas, porque proceden de una naturaleza radicalmente corrompida por el pecado original. El concilio enunció una doctrina mucho más matizada. Admitía, de acuerdo con la Escritura, que la justificación es un puro don de Dios al hombre. Ahora bien, esta justificación no consiste en que Dios declara, como juez que emite una sentencia, que el hombre queda justificado. Así podría entenderlo tal vez la teología nominalista estudiada por Lutero. Según el concilio, el hombre se justifica mediante una gracia que Dios le concede, que le renueva interiormente y le convierte en una nueva criatura, capacitada para llevar a cabo obras buenas, agradables a Dios. Estas obras son, pues, don de Dios, pero también, a la vez, mérito del hombre que las lleva a cabo con la ayuda de la gracia de Dios.

Tras el decreto sobre la justificación, los padres conciliares desarrollaron -como prolongación lógica de la misma- la doctrina sobre los sacramentos, ya que a través de ellos Dios comunica al hombre la justicia, o se la aumenta cuando ya la tiene, o la repara si la ha perdido.

Los sacramentos son actos o ritos simbólicos, por los que Dios comunica al hombre la salvación. Son símbolos necesarios para hacer posible el encuentro personal con Dios, porque el hombre, ser espiritual y trascendente, tiene también, al mismo tiempo, una estructura corpórea, social e interpersonal. Son signos eficaces por sí mismos, es decir, transmiten, a quienes lo reciben con la debida disposición, lo que las palabras que acompañan al rito o símbolo significan. Nada importa la santidad o la maldad personal de quien los administra. Confirmando la doctrina del concilio de Florencia, el de Trento fija su número en siete y afirma que todos ellos han sido instituidos por Cristo.

La jerarquía eclesiástica
En la exposición de la doctrina sobre los sacramentos ocupó un lugar destacado en la labor de los padres conciliares tridentinos el del orden, porque contra él habían dirigido los reformistas sus más apasionados ataques. No sólo se negaban a reconocer en la Iglesia jerárquica una institución querida y creada por Cristo, sino que afirmaban que era la nueva ramera babilónica y veían en el Papa la encarnación del Anticristo. Según el concilio, el sacramento del orden confiere a quienes lo reciben -y sólo a ellos, no al resto del pueblo fiel- la potestad de consagrar la eucaristía y de perdonar los pecados. Los obispos son sucesores de los apóstoles y han sido instituidos por el Espíritu Santo. Por consiguiente, las autoridades civiles no son competentes para instituir obispos ni para rechazarlos cuando han sido válidamente ordenados. Se afirma asimismo que existe una diferencia esencial entre los obispos y los simples sacerdotes. Los obispos son superiores a los presbíteros porque tienen potestades superiores. La principal de ellas radica en que sólo los obispos, y no los presbíteros, pueden ordenar nuevos sacerdotes.

Contra toda forma de progreso
Una vez trazadas en el concilio de Trento las grandes líneas maestras del dogma católico y definida en el concilio Vaticano I (1870) la infalibilidad del Papa, parecía desaparecer del horizonte de las ideas la necesidad de nuevos concilios.

Con el concilio de Trento, la Iglesia contaba con los medios y la autoridad doctrinal suficiente para garantizar la ortodoxia y esclarecer cuantas dudas pudieran ir surgiendo en las materias relacionadas con la fe y las costumbres, con las creencias teóricas y las conductas prácticas. De ahí la gran sorpresa que provocó el anuncio del papa Juan XXIII, el 25 de enero de 1959, de su propósito de convocar un nuevo concilio.

Pero, más allá de la sorpresa inicial, lo cierto es que se trataba de una decisión plenamente justificada, adoptada por un hombre dotado de un gran realismo, una penetrante perspicacia y una notable fuerza de carácter. En efecto, bajo la aparente quietud de las aguas en la superficie del universo católico, se agitaban en el fondo corrientes encontradas, tensiones latentes, que estaban reclamando un profundo análisis y una urgente solución.

El dogma de la infalibilidad del obispo de Roma era una de las cuestiones más espinosas. Si el Papa es infalible por sí mismo, y si, además, en virtud de su suprema autoridad de jurisdicción sobre toda la Iglesia puede nombrar, trasladar o deponer libremente a los obispos, parecía que éstos quedaban reducidos a la condición de meros ejecutores de las órdenes del sumo pontífice. No parecía tener ninguna significación práctica la afirmación del concilio de Trento de que los obispos son puestos al frente de sus diócesis por el Espíritu Santo, lo que en la terminología eclesiástica equivale a decir que les asiste un derecho divino, que debe ser respetado por el Papa. Era urgente armonizar estos principios y delimitar las fronteras y las competencias de ambas instituciones, entre otras razones porque, en el sentir de no pocos obispos, la curia romana no los trataba y respetaba de acuerdo con la dignidad y autoridad que les confería el hecho de ser sucesores directos de los apóstoles.

También en la comunidad de los teólogos existía una amplia sensación de malestar. Muchos entendían que no gozaban del clima de libertad intelectual necesario para llevar adelante, sin trabas, sus investigaciones y publicar sus resultados. Se habían vivido, en el pasado reciente, episodios muy dolorosos a propósito, sobre todo, del modernismo. Las autoridades doctrinales romanas mostraban una innegable desconfianza hacia muchos pensadores, tachados de ideas afines a aquella doctrina considerada como "la suma y la síntesis de todas las herejías". Fueron frecuentes las delaciones. Muchos profesores se vieron obligados a retractarse, fueron privados de sus cátedras y reducidos al silencio. Los métodos empleados por el Santo Oficio para la toma de decisiones distaban mucho de ser transparentes. A los acusados se les concedían escasas oportunidades de defensa. 

Era un secreto a voces el descontento de los exegetas. La Pontificia Comisión Bíblica, creada por León XIII en 1903 para impulsar los estudios de la Sagrada Escritura, emitía, bajo la autoridad del Papa, dictámenes que no se correspondían con los resultados de las investigaciones de la crítica bíblica más solvente. Hasta 1943, con la encíclica Divino afflante Spiritu, no comenzaron a abrirse puertas y ventanas por las que pudo penetrar en el espacio católico la corriente de los modernos estudios.

También estaba a la espera de una respuesta satisfactoria el problema de la relación de la jerarquía, es decir, el Papa y los obispos, con los seglares. Parecían reducidos a la condición de grey que sigue ciegamente, y sin presentar objeciones, la senda que le señalan sus pastores. No se tenían en cuenta las opiniones autorizadas de seglares expertos en algunos de los temas abordados por el magisterio, por ejemplo, en el campo de la moral matrimonial. Carecía de repercusiones prácticas la doctrina del sacerdocio universal de todos los fieles. Las instrucciones de los dicasterios relacionadas con el comportamiento ético no respetaban lo suficiente el principio de que todos los cristianos tienen el deber ineludible de atenerse, ante todo, a los dictados de su propia conciencia. Se diría que el pueblo de Dios estaba aún en la etapa de minoría de edad.

La emergente y cada vez más impetuosa corriente de los movimientos feministas había abierto un nuevo frente en el capítulo de las cuestiones pendientes de solución, a saber, el relativo al papel de la mujer en la Iglesia. Durante siglos, habían estado excluidas no sólo de funciones ministeriales, sino también de cualquier actividad que implicara el ejercicio de la autoridad eclesial. Su labor en la comunidad se había reducido a tareas asistenciales y obras de caridad. Pero ahora numerosas voces reclamaban un mayor protagonismo para ellas.

Existía, asimismo, una creciente presión en la opinión pública para abordar con seriedad, objetividad y claridad el problema, en sí mismo escandoloso, de la división de las Iglesias. Deberían buscarse las verdaderas causas de la desunión, individualizar los puntos de desacuerdo para intentar superarlos y, sobre todo, eliminar el clima de hostilidad y enfrentamiento que había prevalecido durante un milenio con las Iglesias de Oriente y durante cerca de quinientos años con el mundo protestante.

Y había una creciente descristianización de la sociedad occidental que obligaba a plantearse una pregunta fundamental: ¿Qué es, qué significa, qué sentido tiene la Iglesia para el hombre actual?

No eran preguntas que pudieran solucionarse con definiciones dogmáticas, anatemas al viejo estilo e instrucciones de obligado cumplimiento de los dicasterios romanos. Era indispensable crear un ambiente nuevo, introducir un nuevo espíritu. Y para ello era necesario un concilio.

El concilio Vaticano II

Punto de llegada o de partida
El concilio Vaticano II significó un punto de referencia para los creyentes católicos inmersos en un mundo que evolucionaba vertiginosamente hacia un modo de vivir ajeno a la religión.

El papa Juan XXIII inauguró el concilio Vaticano II el 11 de octubre de 1962, con asistencia de 2 860 padres conciliares procedentes de 141 países. Estuvieron también presentes 101 representantes de otras Iglesias no católicas en calidad de observadores.

En la etapa preparatoria se habían enviado consultas al episcopado solicitando su opinión sobre los temas que se deberían estudiar. Se recibieron cerca de 2 000 sugerencias, que varias comisiones romanas se encargaron de agrupar por materias y de organizar en esquemas que luego serían sometidos al examen de los padres conciliares.

Ya desde el primer momento se percibieron entre los asistentes dos corrientes enfrentadas: la de los adictos a las doctrinas y actitudes tradicionales, dispuestos a secundar las posiciones de la curia romana, y la de los renovadores, deseosos de buscar soluciones nuevas para los nuevos problemas. El primer asalto concluyó con la victoria de estos últimos, que rechazaron un esquema presentado desde el punto de vista de la curia. El episodio revelaba claramente que los padres conciliares no se limitarían a otorgar su asentimiento a los documentos que les fueran presentando. Se anunciaban vivas discusiones. Por lo demás, no hacía sino repetirse la situación vivida ya en todos los concilios anteriores.

Desarrollo del concilio
Las deliberaciones se desarrollaron a lo largo de cuatro etapas. La primera discurrió desde el 11 de octubre al 8 de diciembre de 1962. El 3 de junio de 1963 fallecía Juan XXIII, lo que implicaba la suspensión del concilio. Fue convocado nuevamente por su sucesor, Pablo VI. La segunda etapa se desarrolló desde el 29 de septiembre al 4 de diciembre de 1963. La tercera, del 14 de septiembre al 21 de noviembre de 1964. La cuarta y última, desde el 14 de septiembre al 8 de diciembre de 1965.

Doctrina conciliar
Los padres conciliares -todos los obispos de la Iglesia católica de todo el mundo- aprobaron tres constituciones dogmáticas, es decir, documentos en los que el elemento predominante es el doctrinal: sobre la sagrada liturgia (5 de diciembre de 1963), sobre la Iglesia (21 de noviembre de 1964), sobre la divina revelación (18 de noviembre de 1965) y una constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual (7 de diciembre de 1965).

Se aprobaron también nueve decretos, más orientados a cuestiones y soluciones prácticas, sobre el ministerio pastoral de los obispos, el ministerio y vida de los presbíteros, la formación sacerdotal, la adecuada renovación de la vida religiosa, el apostolado de los seglares, las Iglesias orientales católicas, la actividad misionera de la Iglesia, el ecumenismo y los medios de comunicación social.

Hubo, finalmente, tres declaraciones que enunciaban los puntos de vista y la actitud de la Iglesia sobre la libertad religiosa, la educación cristiana de la juventud y las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.

A pesar de la expectación que los temas del celibato sacerdotal y del acceso de las mujeres al sacerdocio suscitaban en amplios sectores de la opinión pública, no se abordaron en el concilio por indicación expresa de los dos papas que lo presidieron.

Al convocar el concilio, Juan XXIII se había propuesto como meta poner al día (aggiornare) la Iglesia. Finalizada la gran asamblea, el papa Pablo VI declaraba que se había impuesto una "nueva psicología en la Iglesia". Se había alcanzado el objetivo.

La nueva teología del concilio Vaticano II
El concilio Vaticano II no se limitó a repetir las antiguas enseñanzas. Tampoco demolió el viejo edificio doctrinal para alzar sobre sus ruinas otro nuevo. Una vez más, como había acontecido ya muchas veces en la historia de la Iglesia, se intentó dar respuesta, desde los postulados irrenunciables de la fe, a los nuevos problemas, adecuar las verdades inmutables del cristianismo a la sensibilidad y las necesidades de los nuevos tiempos.

Hubo un aspecto en que estuvieron de acuerdo, ya de entrada, todos los asistentes: se renunciaba al antiguo esquema de formular verdades dogmáticas y, a continuación, lanzar el anatema contra quienes no las aceptaran. No habría condenas ni excomuniones. Se buscaría una exposición de los temas en clave positiva. Emergía ya aquí una señal de los nuevos tiempos.

De las innumerables enseñanzas aportadas en los 16 documentos conciliares pueden reseñarse como más novedosas (por ser también las más conflictivas) las siguientes:

Naturaleza y misión de la Iglesia
De la Iglesia se han dado en la Escritura, el magisterio y la teología numerosas definiciones. De acuerdo con su significación hebrea (qahal) y griega (ekklesía), la Iglesia es, en el sentido activo de los términos, una convocatoria, una llamada dirigida a todos los hombres para que acepten el Evangelio. En sentido pasivo, indica la reunión de cuantos aceptan esta llamada. 

Es también el cuerpo (místico) y la esposa de Cristo, el templo del Espíritu Santo, el pueblo de Dios de la nueva alianza, la comunidad de todos los bautizados, el conjunto de cuantos confiesan a Jesucristo, el reino (imperfecto) de Dios en la Tierra, la madre y maestra de los fieles. El concilio hizo suyas todas estas definiciones y amplió algunas de ellas. Pero añadió también una nueva, de gran calado teológico y sociológico: la Iglesia es "como un sacramento, una señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad del género humano" (Constitución sobre la Iglesia, n.º 1).

En cuanto sacramento, la Iglesia es, a través de todas sus actividades, el instrumento visible de la salvación invisible. Es la manifestación concreta y la realización histórica del designio salvífico de Dios llevado a cabo en Jesucristo. Esta cualidad de sacramento la convierte, según la teología católica, en medio o instrumento a través del cual Dios comunica su gracia a los hombres, es decir, los salva. Quedaban así superadas las fórmulas excesivamente jerárquicas y jurídicas.

De este mismo concepto de sacramento se deduce que la Iglesia tiene una función esencialmente misionera, está abierta a todos los hombres de todas las razas y culturas, a los que ha de hacer llegar la llamada y la invitación del Evangelio. Su mensaje tiene como destinatarios -y, por consiguiente, como interlocutores- no sólo a los católicos, sino a todos los cristianos, los no cristianos y los ateos. Pero a la vez el concilio se cuida también de precisar el alcance del antiguo axioma: "Fuera de la Iglesia no hay salvación", surgido en otro tiempo y en otro contexto. 

También quienes desconocen el evangelio de Cristo y no admiten a la Iglesia pueden conseguir la salvación eterna, si buscan con sinceridad a Dios y se esfuerzan por cumplir los deberes que les dicta su conciencia. Dios no está sujeto a la Iglesia. La Iglesia es simplemente un instrumento en el plan salvífico de Dios.

El Colegio Episcopal
Uno de los temas que mayor tensión suscitaron se centraba en torno a la aclaración de las relaciones del episcopado con el Papa. Todos los obispos reconocían la supremacía del pontífice romano. Pero también se sabían pastores puestos por el Espíritu Santo, sucesores legítimos de los apóstoles y garantes, por consiguiente, de la sucesión apostólica y de la verdadera doctrina. Las deliberaciones alcanzaron su formulación definitiva en el Decreto sobre el ministerio pastoral de los obispos y en las secciones de la Constitución dogmática sobre la Iglesia que abordan su estructura jerárquica. En estos documentos se declara que el Colegio Episcopal, es decir, los obispos de todo el mundo, con el obispo de Roma como cabeza, es el sucesor del Colegio Apostólico. 

Los obispos rigen sus diócesis con potestad propia, no delegada por el Papa. "No deben ser tenidos como vicarios del Papa." En el espinoso tema de la infalibilidad se llegó a esta conclusión: "La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el cuerpo de los obispos cuando ejercen el supremo magisterio juntamente con el sucesor de Pedro" (Constitución sobre la Iglesia, n.º 25). En este mismo pasaje se señala que "cuando el Romano Pontífice, o con él el cuerpo episcopal, definen una doctrina, lo hacen siempre de acuerdo con la revelación, a la cual deben sujetarse y conformarse todos". 

Es decir, una doctrina no es verdadera porque el Papa (y los obipos) la defina, sino que la define porque es verdadera (ya antes de la definición). La función de la definición es conferir seguridad y claridad, y excluir de toda controversia posterior la verdad así revelada y definida.

La libertad religiosa
Fue en este punto donde el choque de las opiniones alcanzó la máxima tensión. Para algunos (en general, los obispos y teólogos procedentes de países tradicionalmente católicos) el principio de la libertad religiosa era radicalmente inaceptable. 

El hombre no goza de libertad en esta materia. Tiene el inexcusable deber moral de elegir la religión (objetivamente) verdadera. Concederle libertad de elección significaría poner en el mismo nivel a todas las religiones. La proposición sería incluso herética, puesto que había sido explícitamente condenada por Gregorio XVI (en 1832 y 1834) y por Pío IX en el Syllabus (1864). 

Para otros, residentes en lugares de población mayoritaria no católica y, sobre todo, en los países expuestos en aquellos mismos momentos a una implacable persecución -los países sometidos al marxismo ateo-, el principio de la libertad religiosa era radicalmente irrenunciable. El hombre goza de libertad para elegir la religión (subjetivamente) verdadera o incluso para no optar por ninguna. No aceptarlo así significaría que el ofrecimiento de diálogo dirigido por el concilio a otras confesiones y a los no creyentes era hipócrita.

Además, situaría a la Iglesia en la incómoda posición de institución retrógrada e intolerante a los ojos de la comunidad internacional. En la Declaración de la ONU de 1948 sobre los derechos humanos se incluía entre ellos la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión.

A la hora de formular su doctrina, los padres conciliares tenían plena conciencia de que se estaban dirigiendo a un nuevo tipo de hombre, en el contexto de una cultura y una sociedad nuevas. "Los hombres de nuestro tiempo tienen más clara conciencia de la dignidad de la persona humana y exigen que el hombre, en sus actuaciones, goce y use de su propio criterio y libertad responsable, no bajo coacción" (Declaración sobre la libertad religiosa, n.º 1). Esta postura contaba con un sólido argumento dogmático a su favor. La Iglesia ha proclamado siempre que la aceptación de la fe es un acto libre que a nadie le puede ser impuesto. Sin libertad, la aceptación es nula. Pero se trata siempre de una libertad responsable. 

Al reconocerle al hombre la libertad de religión, el concilio no le exonera de su responsabilidad. Le incumbe el deber de indagar antes de elegir. No puede éticamente elegir lo que le plazca, sino lo que juzgue verdadero. Así lo entiende ya con toda claridad el subtítulo de la "Declaración": "El derecho de la persona y de las comunidades a la libertad social y civil en materia religiosa". Lo que el concilio se propone es situar la libertad humana, también en el ámbito de la religión, fuera del alcance de las imposiciones y las coacciones de los poderes políticos, económicos o ideológicos de cualquier signo.

El ecumenismo

Hacia la reunificación de las Iglesias cristianas
"Que todos sean uno... La gloria que me has dado, yo se la he dado a ellos, para que sean uno como nosotros somos uno... y así el mundo conozca que tú me enviaste" (Evangelio de Juan 17,21-23).

Ya en el siglo V se registró la presencia de numerosas Iglesias (monofisita, apostólica armenia, ortodoxa etíope, siria de Oriente, siria de Malabar -cristianos de Santo Tomás-, patriarcado sirio de Alejandría). Pero fueron sobre todo el cisma de Oriente (1054) y la separación de las Iglesias de la Reforma (a partir del año 1520) las que introdujeron una enorme fractura en la cristiandad, escindida, hasta el día de hoy, en tres grandes bloques.

A pesar de la enorme gravedad del problema y de su evidente contradicción con los designios de Jesús, hasta fechas relativamente recientes las autoridades jerárquicas de los diferentes grupos no contemplaban entre sus prioridades el restablecimiento de la unidad. Por supuesto, en el plano teórico nunca se renunció a ella. Pero cada Iglesia entendía la reunificación en términos poco menos que de rendición del adversario, de conversión y renuncia a las ideas "erróneas" de los otros, sin ceder ni un palmo en las posiciones propias, consideradas irrenunciables. Tampoco los teólogos consideraban que su labor consistiera en explorar posibles vías de armonización entre las opiniones contrapuestas. 

Tendían, más bien, a subrayar los errores y las desviaciones de los contrarios, deformándolas a veces, en el ardor de la polémica, hasta límites caricaturescos, y presentando como obstáculos insalvables para el restablecimiento de la unidad diferencias sin importancia en el campo de la liturgia o del calendario eclesiástico. Fue la época de los desencuentros, las controversias, las persecuciones y las guerras de religión.

Fue en el espacio protestante, en el que la fragmentación había alcanzado mayores cotas, donde surgieron las primeras tentativas de reunificación. En 1846 se fundaba la Alianza Evangélica Universal y, en 1855, la Alianza Universal de Uniones Cristianas de Jóvenes. 

El movimiento recibió un fuerte impulso en 1910, cuando, con ocasión de la celebración de una Conferencia Universal de las Misiones, en Edimburgo, las jóvenes Iglesias de África y Asia, ajenas a los conflictos que habían enfrentado en el pasado a las Iglesias europeas y americanas, solicitaron que se pusiera fin al triste espectáculo de las luchas entre los misioneros de las distintas confesiones. Reclamaron que, por encima de las divisiones, se anunciara en los países de misión un mensaje con un denominador común.

El Consejo Ecuménico de las Iglesias
Tras varias tentativas y reuniones, entre las que destacan la Constitución del Consejo Internacional de Misiones (1921), la primera Conferencia del Cristianismo Práctico ("Vida y Acción", Estocolmo, 1925) y la primera Conferencia sobre Cuestiones Doctrinales ("Fe y Constitución", Lausana, 1927), y superado el paréntesis de la segunda guerra mundial, en 1948 se creó en Amsterdam el Consejo Ecumémico de las Iglesias (CEI), del que formaban parte las grandes Iglesias de la Reforma y de la Ortodoxia. Entre los grandes pioneros de la iniciativa figuran el arzobispo luterano sueco N. Söderblom, el arzobispo de la Iglesia ortodoxa griega Germanos y el teólogo reformista francés W. Monod.

El CEI no tiene autoridad sobre las Iglesias que lo componen. Es más bien un lugar de encuentro y de intercambio de opiniones. Sus decisiones no son obligatorias, aunque en la práctica ejercen una profunda influencia sobre sus miembros. El Consejo se autodefine como una "unión fraterna de Iglesias que confiesan a Jesucristo como Dios y salvador según las Escrituras e intentan dar una respuesta conjunta a su común vocación, para la gloria del único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo".

El ecumenismo católico
En un primer momento, la actitud de la jerarquía católica fue displicente. El gran cambio oficial se produjo con ocasión del concilio Vaticano II. Entre sus objetivos, Juan XXIII mencionaba una "invitación a la búsqueda de la unidad dirigida a las comunidades separadas". En el curso de las deliberaciones conciliares, la Iglesia católica y la ortodoxa levantaron los lamentables anatemas de 1054 que habían originado la grande y milenaria separación.

El Decreto sobre el ecumenismo de 21 de noviembre de 1964 declara en sus primeras palabras que "promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos es uno de los fines principales que se ha propuesto el sacrosanto concilio Vaticano II" (n.º 1), y exhorta a los católicos a "adquirir mejor conocimiento de la doctrina y de la historia de la vida espiritual y cultural, de la psicología religiosa y de la cultura peculiares de los hermanos (separados)" (n.º 9). Se creó un grupo mixto de representantes del CEI y del Vaticano para analizar las posibilidades de entendimiento. 

Pablo VI entendía que el ecumenismo era "la empresa más importante de su ministerio pontificio", y en 1969 hizo una visita a la sede del CEI. Se han multiplicado los encuentros, conferencias y publicaciones. Se han conseguido importantes aproximaciones en la interpretación de los textos sagrados. Han sido también notables los progresos en los temas capitales de la salvación por la sola gracia. En el concilio parecen haberse abierto importantes vías de entendimiento para la intelección de la infalibilidad del Papa (sujeta a la Revelación) y de la naturaleza del Colegio Episcopal (véase el tema anterior).

No se ha avanzado tanto como las esperanzas iniciales prometían, pero tal vez se haya conseguido algo importante: también aquí se ha instalado un nuevo clima de mutua comprensión y respeto. Los desconocimientos y enfrentamientos de antaño han cedido el puesto a los encuentros fraternos de los papas con las máximas jerarquías ortodoxas y reformistas en ambientes de cordialidad. Las actitudes de rechazo y condena se transforman ahora en peticiones de perdón por los errores propios.

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