Las puertas giratorias, los buenos ficheros y los generales fuera de control
Introducción de Tom Engelhardt
He aquí algo insólito. Los estadounidenses admitimos que la corrupción es un problema endémico en casi todo el mundo, no solo en nuestro país.
Y eso es extraño. Después de todo, por tomar un solo ejemplo, las zonas donde el Estados Unidos del siglo XXI libra sus guerras han sido notables lodazales de corrupción en una escala que deja a uno boquiabierto.
En 2011, el informe final de la Comisión de Contratos en Tiempo de Guerra, que trabaja con el mandato del Congreso, estimó que entre 31 y 60 billones (sí; leyó bien, cualquiera de las dos cifras seguidas de 12 ceros) de dólares del dinero del contribuyente se perdiieron en estafas y despilfarro en la ‘reconstrucción’ de Irak y Afganistán emprendida por Estados Unidos (un guarismo que sin duda acabará siendo una subestimación).
Los dólares del contribuyente estadounidense se gastaron en carreteras que van a ninguna parte, una gasolinera en medio de la nada, centros de formación de docentes y otras construcciones que nunca se terminaron (aunque se gastaron montones de dinero que fueron a parar a las manos de afortunados contratistas), una planta para desplumar pollos que jamás faenó un solo pollo (aunque sí a quienes pagan sus impuestos en EEUU) y un espléndido cuartel general de 25 millones de dólares que nadie necesitaba ni se molestó en utilizarlo.
Gracias a decenas de millones de dólares del tesoro de Estados Unidos se financiaron, adiestraron, armaron fuerzas y se reclutaron soldados y policías ‘fantasmas’ que formaron unidades enteras de fuerzas de seguridad (cuyos comandantes locales se forraron con salarios que nada tenían de ‘espectrales’). Y así por el estilo.
Por supuesto, todo eso se produjo en una lejana galaxia –muy lejana– donde la corrupción es la norma. Dentro de Estados Unidos, la corrupción está considerada como algo anti-estadounidense (sin embargo, no digáis esto a quienes viven en Ferguson (Missouri).
Esto por supuesto es sobre todo una cuestión de definición, como Thomas Frank lo dejó bien claro en una reciente entrega de TomDispatch cuando bosquejó la ‘influencia’ de la industria en Washington.
Ya sabéis, las hordas de grupos de presión que viven la gran vida y les ofrecen un bocado de ella a los funcionarios que quieran probarla, ninguno de los cuales es un ‘corrupto’. Se trata de algo completamente legal, una forma muy simpática de operar entre los agentes del poder en Washington.
En 2010, el Tribunal Supremo brindó –en su decisión ‘Ciudadanos unidos’– su propia definición de la corrupción en Estados Unidos asegurando así que enormes cantidades de dinero pudieran introducirse en el sistema político con una notable facilidad para influenciar (por no decir comprar) en políticos y elecciones.
Apenas hace unos días, el TS volvió a expresarse con una decisión unánime en favor de la corrupción como una forma de vivir perfectamente aceptable.
Fue en la anulación de la condena al gobernador de Virginia, Bob McDonnell por el “uso de su despacho para ayudar a Jonnie R. Williams (padre), que había proporcionado a McDonnell productos de lujo, préstamos y vacaciones por un monto superior a los 175.000 dólares mientras este era gobernador” (no vaya a ser que yo sea demasiado pesimista acerca de esto: permitidme que mencione una pequeña señal de algo diferente; el estudioso y activista contra la corrupción Zephyr Teachout acaba de ganar la nominación demócrata por un escaño en el congreso del estado de Nueva York. ¿Cesará el asombro alguna vez?).
Esta habilidad estadounidense para acabar con la corrupción en nuestra vida sin desterrar las actividades que normalmente se relacionan con ella vuelve hoy otra vez a nuestra mente porque Nick Turse, editor ejecutivo de TomDispatch dedica una mirada a un ex general que navegó con éxito en las zonas de corrupción de las guerras de Estados Unidos y cuya vida en retiro podría –dependiendo de vuestro punto de vista– parecer tan pura como la nieve o tan corrupta como pueda imaginarse.
La elección es vuestra.
* * *
La vida encantada de David Petraeus
La otra noche me topé con David Petraeus. Mejor dicho, corrí tras él.
Ha pasado más de un año desde la primera vez que intente comunicarme con el general de cuatro estrellas retirado y ex director de la CIA y todavía no ha habido suerte. Hace un par de atardeceres, mientras el cielo pasaba del azul a los marrones de los huevos de Pascua, volví a verlo.
Petraeus salía de una zona entre bastidores rodeada de cortinas en la que se había refugiado después de un coloquio en el centro de Manhattan; se movió con paso brioso hacia una habitación reservada, entró después en un ascensor abarrotado de donde salió directamente a la calle. Allí le esperaba un Mercedes S550 negro de último modelo.
Entonces, seguido de sus escoltas, se perdió de vista en la tibia noche de Nueva York.
Horas antes, Petraeus había estado conversando con Peter Bergen, periodista, analista de la CNN y vicepresidente de New América, el comité asesor que había patrocinado el encuentro.
De buen aspecto y descansado, el ex general de elegante traje azul oscuro había respondido agradablemente, dado palmaditas en el hombro y –a juzgar por el murmullo de aprobación de la audiencia– respuestas sencillas a las preguntas del anfitrión sobre cuestiones de la seguridad nacional que iban desde la lucha contra el Estado Islámico (Daesh, en adelante) hasta el control de las armas en poder de los civiles estadounidenses.
Por ejemplo, al mismo tiempo que expresaba su apoyo a la Segunda Enmienda, hablo sobre la implementación de “soluciones sensatas a la disponibilidad de las armas”, específicamente mantener las pistolas lejos de las manos de los “violentos” y de aquellos que están en la lista de quienes no pueden volar. Incluso mientras expresaba su “gran respeto” por quienes habían practicado la tortura en las secuelas del 11-S, él denunció su empleo, excepto en el caso de una “bomba de relojería a punto de estallar”.
En una época en la que la palabra ‘victoria’ no ha sido muy utilizada en relación con las fuerzas armadas de Estados Unidos, él hasta presagió algo cercano a ella en el horizonte. “... lo he dicho desde el mismísimo comienzo, incluso en los días más oscuros: el Daesh será derrotado en Irak”, dijo al admirado público.
Yo fui al coloquio con la intención de hacerle a Petraeus un par de preguntas, sin embargo Bergen no me mencionó cuando llegó el turno de la preguntas. No obstante, mi espera no fue una pérdida total.
Viendo en acción al general retirado, volvió a mi cabeza la peculiaridad de este tiempo tan peculiar: una época de generales cuya carrera está hecha de guerras no ganadas; unos años en los que oficiales de alto rango y misiones no cumplidas dieron vueltas en las puertas giratorias que les depositaban no solo en los puestos más altos con importantes comerciantes de armas, sino también en ‘bancos demasiado grandes para caer’, prestigiosas universidades, empresas de alta tecnología, empresas de asistencia sanitaria y otras enormes corporaciones.
Al parecer, a nadie en absoluto le importa que esos generales y almirantes se hayan desempeñado en guerras tipo atolladero ni incluso que, en dos casos prominentes, terminaran su servicio al país como el resultado de sendos escándalos de fin de carrera. Sin duda, el ciudadano David Petraeus es el arquetipo de este fenómeno.
Famoso por ser el más cerebral de los generales, el graduado en West Point y doctorado en Princeton alcanzó el estrellato en la guerra de Irak: salió airoso de la pacificación de la revoltosa ciudad de Mosul antes de convertirse en uno de los arquitectos del nuevo ejército iraquí.
Después de eso, Petraeus regresaría a Estados Unidos donde modernizaría y reanimaría la fracasada doctrina de la contrainsurgencia de la guerra de Vietnam, antes de ser destinado a comandar el ‘Renacimiento’ de las fuerzas de EEUU en Irak, un esfuerzo destinado a darle un vuelco a los profundos conflictos que las afectaban.
En este recorrido, Petraeus realizó una de las más hábiles campañas de autopromoción que se recuerden: frecuentando a políticos y académicos, y –especialmente– halagando a periodistas que informaban sobre su incansable resistencia, su afición por el ejercicio físico, e incluso –no estoy bromeando– contando cómo había revivido a un teniente, a quien se creía en coma irreversible, vociferándole el grito de combate de su unidad.
Varios biógrafos trataron al general como si fuera un personaje a quien, después de haber conseguido lo que de alguna manera aparecía como un éxito en Irak, regresaba para encabezar el Comando General en Estados Unidos y supervisar dos guerras, tanto la de Irak como la de Afganistán. Cuando se derrumbó la carrera militar de su subordinado, el general Stanley McChrystal, Petraeus fue designado una vez más para llenar el hueco, comandar el resurgimiento de la guerra de Afganistán y ganar otra guerra que se había transformado en un atolladero.
Y Petraeus lo hizo. No en Afganistán, por supuesto. Esa guerra continúa sin que se vea el final. Pero de algún modo el general de teflón salió de todo eso con la gente hablando de él como un futuro candidato en la carrera presidencial. Mirando en retrospectiva los éxitos de Petraeus, no se entiende cuál ha sido la proeza. Las estadísticas prueban que en realidad Petraeus nunca pacificó Mosul, que sigue bajo control del Daesh desde hace años.
El ejército que Petraeus ayudó a reconstruir en Irak se hizo trizas ante la misma fuerza que, en algunos casos, fue respaldada incluso por los mismos combatientes sunníes que Petraeus había puesto en nómina para hacer que el ‘Renacimiento’ tuviera la apariencia de un éxito.
Ciertamente, Petraeus llegó al cuartel general estadounidense en Nueva York para responder a una pregunta en particular: “Respecto de la seguridad nacional, ¿con qué desafíos se encontrará el próximo presidente?”. Al-Qaeda, el Talibán, el Daesh, Irak, Afganistán: precisamente el conjunto de adversarios contra los que él había combatido, o qué había sido de sus supuestas victorias.
Mandamases retirados, entonces y ahora
“¿Qué se puede hacer con un general cuando deja de serlo? O... ¿qué se puede hacer con un general cuando se retira?”
Irving Berlin, en 1948, fue el primero en plantear estas preguntas; seis años más tarde, Bing Crosby las cantó en Navidad blanca, la lujosa película musical de Hollywood que se convirtió en el ingrediente imprescindible de la temporada de vacaciones de 1954.
No obstante, da la impresión de que no son estas preguntas las que le han quitado el sueño a David Petraeus. Se retiró de la vida militar en 2011 para asumir la dirección de la CIA, solo para renunciar ignominiosamente unos años más tarde cuando se reveló que había filtrado información clasificada a su biógrafa y ocasional amante Paula Broadwell; más tarde mintió al FBI sobre esta cuestión. Gracias a un arreglo con los fiscales federales, Petraeus solo se declaró culpable de un delito menor y no pasó ni un día entre rejas, permitiéndole –como informó el New York Times el año pasado “centrarse en su lucrativa carrera privada como socio de una empresa de valores y dar conferencias en todo el mundo sobre temas de la seguridad nacional”.
En los tiempos de Crosby y Berlin, después de una serie de victorias militares en guerras mundiales, las cosas eran diferentes. Pensemos en el general de cinco estrellas George C. Marshall, el comandante más importante de la Segunda Guerra Mundial, a quien hoy se recuerda mejor por el plan de recuperación económica de la Europa de posguerra que lleva su nombre.
Su compañero de armas y también general de cinco estrellas Dwight Eisenhower recordó que, durante la Segunda Guerra Mundial, Marshall “no quería ocupar una despacho en Washington y ser jefe de estado mayor. Estoy seguro de que él quería un comando operativo, pero ni siquiera permitió que su jefe [el presidente Flanklin Roosvelt] se enterara de lo que él quería, porque decía: ‘Yo estoy aquí para servir y no para satisfacer mi ambición personal’”. Da la impresión de que esta forma de pensar continuó siendo su guía después de retirarse, en 1945, y continuó sirviendo como enviado especial a China, y como secretario de Estado y de Defensa.
Se sabe que Marshall rechazó varias lucrativas propuestas de escribir sus memorias, entre ellas las del editor Henry Luce, de Time y Life, que implicaban un millón de dólares –de entonces– después de impuestos. Lo hizo basándose en la noción de que no era ético obtener provecho económico del hecho de haber servido a Estados Unidos o beneficiarse del sacrificio de los hombres que habían estado a su mando; se dice que le respondió de este modo a un editor, que “... no había pasado su vida sirviendo al gobierno para poder vender la historia de su vida al Saturday Evening Post”.
En sus últimos años, aceptó colaborar con un biógrafo y entregó el archivo de sus documentos a la Fundación de Investigación George C. Marshall “con la condición de que ningún beneficio económico derivado de la publicación de libros iría a parar a sus manos o a las de su familia sino que sería destinado al trabajo de investigación de la Fundación Marshall”. Incluso se pidió a su biógrafo que renunciase a cualquier derecho de autor. Marshall también rechazó formar parte de cualquier consejo corporativo.
Marshall quizá fuera un parangón de circunspección y rectitud moral, sin embargo no estaba solo. En tiempos tan cercanos como 1994-1998, según un reportaje del Boston Globe, apenas un poco menos del 50 por ciento de los generales retirados de variado rango iban a trabajar a la industria de la defensa ya fuera como consultores o ejecutivos. En el periodo 2004-2008, ese número había saltado al 80 por ciento. Un análisis realizado por Ciudadanos por la Responsabilidad, una organización sin fines de lucro con sede en Washington, halló que entre 2009 y 2011 ese guarismo se mantenía en un elevado 70 por ciento.
Generales famosos como Petraeus y sus compañeros ex generales de cuatro estrellas Stanley McChrystal (cuya carrera militar también acabó en las llamas del escándalo) y Ray Odierno (que se retiró en medio de una polémica), como también el almirante retirado y ex jefe del Estado Mayor Conjunto Mike Mullen, ni siquiera necesitan entrar en el mundo de los vendedores da armas y las empresas de la defensa. En estos días, estos empleos pueden ser dejados cada vez más para luminarias militares de segunda línea como el general de la infantería de marina James Cartwright, el ex segundo jefe del Estado Mayor Conjunto, que ahora integra la junta de directores de Raytheon, o el ex vicealmirante y jefe de la inteligencia naval Jack Dorsett, que se incorporó a Northrop Grumman.
Sin embargo, si usted fuera una de la estrellas más brillantes de las fuerzas armadas, cada día más el límite es el cielo. Por ejemplo, usted puede estar al frente de una empresa consultora (McChrystal y Mullen) o asesorar o incluso sumarse a la gerencia de bancos o corporaciones privadas como JPMorgan (Odierno), Jet Blue (McChrystal) y General Motors (Mullen).
En cuanto a Petraeus, después de haber dejado atrás su aventura extramatrimonial, se convirtió en socio de la empresa de valores Kohlberg, Kravis, Roberts & Co. L.P. (KKR), para la que también sirve como presidente del Instituto Global KKR y, según su biógrafa, “como supervisor de la plataforma de liderazgo de pensamiento del Instituto centrada en las tendencias geopolíticas y mecroeconómicas, como también en los temas medioambientales, sociales y de gobernanza”. Entre sus ayudantes hay un ex presidente de la Comisión Nacional Republicana y jefe de la campaña presidencial de George W. Bush, como también una ex luminaria de Morgan Stanley.
En la cartera de KKR se puede encontrar un poco de todo, desde Seguros Alliant y Cuidados sanitarios Panasonic hasta hospedar firmas chinas (Rundong Automobile Group y Asia Dairy, entre otras). Bajo su paraguas también se encuentran empresas de la defensa como TASC, la autoproclamada “principal proveedora de servicios de ingeniería e integración de toda la Comunidad de Inteligencia, departamento de Defensa y agencias civiles del gobierno federal”, y los negocios electrónicos de defensa del Airbus Group, donde KKR realizó una compra por 1.200 millones de dólares.
Sin embargo, en el currículo personal post-CIA de Petraeus, KKR es apenas el comienzo.
Un hombre para el ‘Four Seasons’
“Una vez que han dejado de ganar y de alimentarlo, nadie piensa en darle un empleo”, escribió Berlin hace 68 años.
Cómo han cambiado los tiempos. Cuando se trata de Petraeus, evidentemente el ganar y el comer nunca cesan, como cuando Edward Luce, columnista del Financial Times, lo llevó consigo a principio del año para comer atún a la tártara, salmón hecho a fuego lento y un cuenco lleno de fresas, frambuesas y moras con crema.
En el elegante establecimiento, a pocos pasos del despacho de Petraeus en Manhattan, durante un momento el ex jefe de la CIA lo dejó desolado. “Cuando le pregunté qué era lo que le mantenía tan ocupado en estos días, él se explayó tanto que casi lamenté haberle preguntado”, escribió Luce.
Obviamente, yo ya había oído otra versión de lo mismo cuando interrumpiendo una pregunta del periodista Fred Kaplan en el encuentro de New American en el que estuve, Petraeus soltó una larga parrafada en la que explicó lo ocupado que está. Al hacerlo, derramó luz sobre justamente qué significa ser un célebre general retirado de las guerras no ganadas de Estados Unidos. “Tengo un empleo en KKR. Una vez por semana enseño en la Universidad de la ciudad de Nueva York, el Honors College. Doy un curso de una semana cada semestre en la Universidad del Sur de California. Dedico varios días a enseñar en Harvard. Estoy en el circuito de las conferencias. Hago cosas sin honorarios como esta. Soy copresidente del Consejo Asesor Global del Instituto Wilson, vicepresidente de RUSI (Royal United Services Institute, una institución de investigación centrada en cuestiones militares). Formo parte de otros tres comités asesores”, dijo.
En una época en la que los denunciantes de secretos gubernamentales –desde Edward Snowden, denunciante de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA, por sus siglas en inglés) y John Kiriakou, denunciante de la CIA, hasta Chelsea Manning, denunciante del Ejército de EEUU– han acabado en el exilio o en prisión, la vida del filtrador Petraeus sin duda ha sido muy diferente.
La experiencia del ex alto ejecutivo de la NSA Thomas Drake, que compartió información no confidencial sobre las distintas formas de despilfarro de la agencia con un periodista es más típica de lo que podrían esperar los filtradores. A pesar de que el departamento de Justicia retiró los cargos más graves contra él –se declaró culpable de un delito menor–, perdió su trabajo y su pensión, quedó en quiebra y pasó varios años trabajando en un almacén de Apple después de haber sido procesado por una ley contra el espionaje de los tiempos de la Primera Guerra Mundial. “Mis contactos sociales desparecieron; soy una persona non grata allá donde vaya”, le dijo a Defense One el año pasado. “Para mí es imposible conseguir un empleo en una empresa que contrate con el gobierno o en el entorno cuasi gubernamental; quienes defienden a los denunciantes no quieren tener contacto conmigo.”
Petraeus, en cambio, compartió con su amante y biógrafa ocho “libros negros” clasificados como altamente confidenciales; según el gobierno, estos libros contenían, entre otras cosas, “la identidad de funcionarios encubiertos, estrategias de guerra, mecanismos y capacidad de la inteligencia, conversaciones diplomáticas, registros de citas y conversaciones deliberativas de encuentros de alto nivel del Consejo de Seguridad Nacional y conversaciones del acusado David Howell Petraeus con el presidente de Estados Unidos”. Petraeus fue procesado, se declaró culpable y fue sentenciado a dos años de libertad condicional y a pagar una multa de 100.000 dólares.
No obstante, Petraeus se mueve hoy en los círculos de la elite y en salones respetables; es miembro o trabaja en instituciones a cuál más influyente. Además, de las tareas que enumeró en New America, su currículum vitae incluye: profesor visitante honorario en la Universidad Exeter, copresidente de la fuerza de tareas sobre América del Norte en el Consejo de Relaciones Exteriores, copresidente de la Comisión Asesora Global del Centro Internacional para Eruditos Woodrow Wilson, miembro del Consejo de Liderazgo de la Cumbre Concordia, miembro del consejo de administración del Instituto McCain para el Liderazgo Mundial, miembro del Consejo Asesor en Seguridad Nacional de la Coalición Estadounidense de Liderazgo Global, y tiene una asiento en la junta de directores del Consejo Atlántico.
La marca Petraeus
Hace más o menos una año intenté contactar con Petraeus por dos lados: mediante KKR y también con el Macaulay Honors College de la Universidad de la ciudad de Nueva York; me interesaba que él comentara un trabajo mío. Nunca recibí una respuesta.
Supuse que estaba evitándome –o a quienquiera que le hiciese preguntas incómodas– o que sus guardianes pensaran que yo no era lo bastante importante como para responderme. Aunque quizá solo estuviera demasiado ocupado. Para ser franco, yo no me había dado cuenta de lo apretada que estaba su agenda (desde luego, Edward Luce –del FT–, informa de que cuando él mandó un correo electrónico para invitar a Petraeus, el general retirado respondió en cuestión de minutos; por lo tanto, la falta de respuesta quizá tenga que ver con que yo no había tenido en cuanta la posibilidad de comer en el ‘Four Seasons’).
Asistí al acontecimiento de New America porque tenía incluso más preguntas que hacer a Petraeus. Pero yo no fui tan afortunado como Fred Kaplan –autor, dicho sea de paso, de The Insurgents: David Petraeus and the Plot to Change the American Way of War (Los sublevados: David Petraeus y el complot para cambiar el modo estadounidense de hacer la guerra)– o no fui los suficientemente rápido o ágil para alcanzar al ex general antes de que se sentara en el asiento trasero de su lujoso Mercedes.
La canción de Irving Berlin sobre lo que se puede hacer con un general termina con una nota lúgubre que suena mejor en los tonos edulcorados de Crosby que lo que se lee en el papel: “Da la impresión de que este país nunca ha disfrutado de tantos generales –de una, de dos, de tres y de cuatro estrellas– sin empleo”.
Hoy, un miembro del Estado Mayor Conjunto que se retires después de 38 años de servicio recibe un retiro mensual de unos 20.000 dólares, nada mal como para un desempleado de por vida; aun así en la muy unida fraternidad de los oficiales de alta graduación hay muchos que desean complementarla. Ahí está el general Cartwright, que en 2012 se incorporó a Raytheon y, según la empresa de investigación en inversiones Morningstar, recibe de esa compañía cerca de 364.000 dólares al año como retribución y tiene acciones por 1,2 millones de dólares.
Todo esto me deja con todavía algunas preguntas más para hacer a Petraeus (cuyo retiro se dice es de más 18.000 dólares por mes o 220.000 por año) sobre un modo de pensar que parece estar a años luz del que Marshall mantuvo durante su retiro. Me interesaba saber, por ejemplo, por qué en su contratación no es una condición el haber ganado guerras para aprovechar la capacidad de liderazgo en ellas, y por qué el costo personal y profesional del escándalo es tan increíblemente selectivo.
Parece que en estos momentos si se tiene un buen fichero con la apropiada lista global de turnos, un nombre de nota y una refinada marca geopolítica se pueden disimular muchos pecados. Y es precisamente este tipo de poder de fuego el que Petraeus pone sobre la mesa.
Después de un año sin tener respuesta, volví a ponerme en contacto con KKR. Esta vez, mediante un intermediario, Petraeus proporcionó una respuesta a mi última solicitud de una entrevista: “Gracias, por su interés, Nick, pero él rehúsa respetuosamente por esta vez”, se me dijo.
Sin embargo, tengo la esperanza de que el general retirado cambie de parecer. Por tener el privilegio de hacer varias preguntas a Petraeus, yo estaría muy contento de invitarlo a comer en Four Seasons.
Con el elegante lugar donde comen los representantes del poder a punto de cerrar como parte de un plan para volver a abrirlo en otro lugar, es necesario que me dé prisa. Conseguir una mesa podría ser difícil.
Por suerte, justamente sé el nombre que debo mencionar.
Nick Turse es director de edición de TomDispatch e integrante del Nation Institute; también colabora con Intercept. Es autor del éxito editorial del New York Times: Kill Anything That Moves: The Real American War in Vietnam. Su libro más reciente es Next Time They’ll Come to Count the Dead: War and Survival in South Sudan. Su sitio web es NickTurse.com.