Texto de la intervención realizada por el autor en la 12 Conferencia de Estudios Americanos, celebrada el 24 de octubre de 2014 en el Centro de Investigación de Política Internacional (CIPI), en La Habana.
En estos años me he interesado en el tema de los gobiernos progresistas surgidos en nuestra región desde inicios del siglo XXI. Al comienzo, comentando las realidades que propiciaron su aparición, sus aportaciones y límites, y el campo de oportunidades que han abierto, así como las diferencias entre procesos progresistas y revolucionarios, intentando bosquejarle cierto marco teórico al asunto.
Luego, observando la muy previsible contraofensiva de las derechas, sus recursos y modos de operar y, en consecuencia, las acciones que las organizaciones y partidos de izquierda, y los gobiernos progresistas, debieran asumir para vencer esa contraofensiva y emprender la siguiente etapa del desarrollo regional. En este caso, más en busca de respuestas políticas que de generalizaciones teóricas.
Como en estos días hay acontecimientos que inciden en el tema y pueden modificarlo, hoy me limitaré a resumir ciertas premisas que ya señalé antes y a situar algunas consideraciones adicionales:
Usualmente, las presentaciones sobre la oleada de gobiernos progresistas surgidos desde comienzos del siglo XXI empiezan por la primera elección de Hugo Chávez (1998). Sin embargo, pocas recuerdan que hacía unos años el establishment político mexicano le había escamoteado una significativa victoria del movimiento encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas.
Enseguida de la victoria chavista empezó una secuela de triunfos: el de la Concertación chilena (2000) y los liderados por Lula da Silva (2002 y 2006), Néstor Kirchner (2003), Tabaré Vásquez (2004), Martín Torrijos (2004), Manuel Zelaya (2005), Evo Morales (2006, 2009 y 2014), Daniel Ortega (2006), Michelle Bachelet (2006 y 2014), Rafael Correa (2006, 2009 y 2013), Álvaro Colom (2007), Cristina Fernández (2007 y 2011), Fernando Lugo (2008), Mauricio Funes (2009), Pepe Mujica (2010), Dilma Rousseff (2011 y 2014), Nicolás Maduro (2013), Salvador Sánchez Cerén (2014) y Luis Guillermo Solís (2014).
A ellos deben añadirse las importantes demostraciones electorales abanderadas, también en el 2006, por Carlos Gaviria, Andrés Manuel López Obrador y Ollanta Humala1.
Más que discernir sus respectivos perfiles políticos, aquí interesa observar que esa oleada ‑‑reelecciones incluidas‑‑, se extendió por todo el decenio y fue muy notoria en 2006. Antes de ese año, lo que sucedía pudo parecer una excepción venezolana, que poco después tuvo una réplica más dilatada en el Cono Sur.
Pero las victorias de Evo Morales y Rafael Correa evidenciaron que este brote andino ya implicaba la aparición de un fenómeno continental. No extraña así que, aunque la punta del iceberg asomó en 1988 y se confirmó en 1998, fue a partir de 2006 que la literatura periodística y académica lo asumió como tal, aunque todavía apelando más a reminiscencias ideológicas de la época anterior que inquiriendo en la originalidad del nuevo proceso.2
Ese fenómeno emergió a través de disímiles procesos nacionales, que en pocos años sumaron un conjunto relativamente heterogéneo. Pero esto no niega sino que confirma la vigencia de un factor común: el agotamiento de los modelos conservadores constituidos por las derechas locales y los grupos financieros internacionales que, tras la imposición de las prédicas y prácticas neoliberales, rápidamente agravaron la crisis social y sus efectos políticos.
Pese a la intensa implantación de los mitos neoliberales, el malestar e inconformidad exacerbados por ese drama sobrepasaron los sistemas políticos y electorales que, país por país, antes habían bastado para controlar la situación.
Esa ola de gobiernos progresistas pronto significó que millones de latinoamericanos pudieron comer tres veces al día, mejorar sus condiciones de vida, obtener ciudadanía, y todo lo demás que sabemos.
A la vez, esa heterogeneidad dejó atrás la época en la que las conductas latinoamericanas eran uniformadas por la hegemonía estadunidense, las políticas neoliberales se implantaban sin alternativa y sus portavoces podían reelegirse.
Cada una de las naciones involucradas recuperó importantes cuotas de autodeterminación, soberanía y recursos ‑‑aunque no todos los que la dominación neoliberal les había arrebatado‑‑.
Entre sus realizaciones estuvo la de darle notable impulso a la integración latinoamericana, ya no solo como un bien en sí misma sino como una de las condiciones para potenciar el papel de Latinoamérica en el mundo, asegurar la defensa de la democracia y de las conquistas políticas y sociales conseguidas, y sustentar colectivamente su mantenimiento.
Eso le inyectó a esta integración un sentido emancipador y solidario, no estrechamente comercial.3
La agenda inconclusa
Con todo, estos éxitos progresistas no bastaron para superar el conjunto de distorsiones económicas, sociopolíticas y culturales que en los años 80 y 90 la ofensiva neoconservadora impregnó en el tejido de nuestras sociedades.
Debe recordarse que, a inicios de aquel período, la crisis de la deuda quebró la inspiración latinoamericanista de algunos gobiernos.
Luego, tras la implosión del “socialismo real”, el cambio de la estrategia internacional china y la retracción de las teorías revolucionarias latinoamericanas de los años 60 y 70, un desconcierto temporal redujo la capacidad de las izquierdas para resistir a esa ofensiva.
La hegemonía neoliberal dañó la cultura política y organizativa de importantes segmentos populares, que sufrieron degradaciones y deserciones.4
Al superar ese período, los éxitos progresistas alcanzados en esos primeros lustros del siglo XXI se desarrollaron en dos campos que vale distinguir:
a) en el Cono Sur, donde los pactos para desmantelar las dictaduras de seguridad nacional permitieron aglutinar grandes partidos o coaliciones políticas como el PT, el Frente Amplio, el PJ kirchnerista y la Concertación chilena. Aun dentro del subsiguiente régimen político de democracia restringida, eso a la postre permitió elegir gobiernos comprometidos con promesas progresistas ‑‑con las limitaciones que ello implica‑‑;
b) en la región andina (especialmente en Venezuela, Bolivia y Ecuador), donde los partidos y sistemas políticos establecidos padecían avanzado agotamiento y descrédito, facilitando que las protestas sociales los desbordaran con grandes movilizaciones populares (y étnicas). Esto pronto permitió darle ratificación electoral a iniciativas más audaces, y lograr importantes reformas al marco constitucional de los respectivos Estados.
De todo ello se desprende que los éxitos progresistas alcanzados durante la primera década del siglo XXI no resultaron de nuevos desarrollos y propuestas político‑ideológicas, ni de la formación de una nueva cultura política de las mayorías sociales y electorales que los hicieron factibles.
Más bien fueron expresiones sociales y electorales espontáneas de su inconformidad con la situación existente, de su repudio moral y su castigo político al régimen existente, a su corrupción, su insensibilidad social y su incapacidad para defender los intereses nacionales.
Por consiguiente, fueron expresiones emocionales y sujetas a los vaivenes de las coyunturas electorales, como los mismos votantes aún lo reflejan en las elecciones intermedias y locales.
Esto es, la aparición de ese fenómeno expresó tanto la demanda como el límite político de lo que esas mayorías sociales deseaban y eran capaces de acoger, elegir y sostener.
El referente conocido ‑‑o recordado‑‑ de un proyecto más radical era el de las izquierdas latinoamericanas de los años 60 y 70. En uno y otro de esos dos campos hubo grandes contingentes dispuestos a impulsar y sostener hasta determinado punto un proceso de cambios, pero no disponibles aún para asumir los riesgos y rigores de un proyecto revolucionario cuyo contorno se desdibujó en los años 80.5
Se trataba de victorias electorales, no de revoluciones. Todavía faltaba el proyecto de masas apropiado a las posibilidades de la nueva situación.
En este sentido, las discusiones sobre si estos gobiernos progresistas son o no revolucionarios fue ron más discursivas que provechosas. Esos gobiernos han sido lo que en los límites de sus propuestas electorales, y en los límites sociopolíticos, económicos y culturales ellos podían ser, al menos hasta que más adelante mejores alternativas cuenten con el apoyo de masas que las hagan factibles y sustentables.
En el terreno histórico más que en la imaginación ideológica, la coincidencia y la diferenciación entre las opciones progresistas y revolucionarias fue visible al comienzo de la Revolución cubana. En sus primeros dos años, sus realizaciones y discurso tuvieron no pocos parecidos con algunos de los actuales gobiernos progresistas.
En la terminología de aquellos años, a intentos como el cubano ‑‑y poco antes a los de Guatemala y Bolivia‑‑ se les llamó revolución democrático‑popular o de liberación nacional6, conceptos compartidos por las izquierdas de aquel entonces y que ahora no hay por qué soslayar sino reactualizar.
¿Qué le impide a estos gobiernos dar el salto que Cuba inició en los días de Playa Girón? Entre otras cosas, porque cuando en la Isla la guerra revolucionaria concluyó el Ejército Rebelde había remplazado al viejo ejército, la claque política tradicional había sido desbanda, la derecha política, el Parlamento y la Corte Suprema se habían desintegrado por sí mismas, el entusiasmo patriótico y revolucionario martiano se había tomado la cultura política dominante y los mayores medios de comunicación se hundieron bajo el peso de sus complicidades con la oligarquía.
En el contexto de esa situación revolucionaria, ante el pueblo indignado por los bombardeos que precedieron la invasión organizada por el gobierno norteamericano, Fidel Castro y sus compañeros decidieron cruzar el Rubicón. Y lo hicieron cuando las mayorías populares ya estaban dispuestas a combatir por la opción socialista. Reclamar que los actuales gobiernos progresistas los imiten sin disponer de condiciones equivalentes que lo hagan factible más parece un pretexto que una ingenuidad.
Para resumir, a finales del siglo XX e inicios del XXI el repudio colectivo a las consecuencias sociales de la dominación neoliberal desencadenó crecientes movilizaciones populares. No obstante, quedó inconclusa la misión estratégica de convertir esa inconformidad, y su enorme potencial político, en un nuevo conjunto de conocimientos y convicciones duraderos.
Un conjunto no solo motivador, sino también eficaz para entender los mecanismos de ese estado de cosas y los medios requeridos para transformarlo a favor de los sectores sociales mayoritarios.
Sin embargo, por su carácter esta misión corresponde a las organizaciones, movimientos y partidos políticos expresivos de las reivindicaciones populares, con la colaboración de los intelectuales afines. Incluso después de ganar elecciones esa misión es indelegable, puesto que los gobiernos de izquierda tienen otras funciones que los comprometen a servir igualmente a los sectores sociales desafiliados o de otras preferencias políticas.7Las derechas vuelven a la carga
Por el lado opuesto, a su vez, las derechas políticas, económicas y socioculturales vencidas en diversas elecciones a comienzos del siglo XXI, no por ello quedaron duraderamente derrotadas. Esos reveses no las privaron de su poder económico, de sus relaciones transnacionales ni del control de los grandes medios de comunicación.
Por consiguiente, tras la perplejidad inicial, pasaron a prever y reorganizar sus propias opciones, de viejo o nuevo tipo, para recuperar su anterior poder político y gubernamental.
En la organización de sus intentos no falta el apoyo organizador, logístico y mediático de sucesivos gobiernos norteamericanos, en tanto que el progresismo latinoamericano tiene un sentido emancipador que erosiona la hegemonía regional y global estadunidense.
Esa contraofensiva dispone de cuantiosos recursos financieros y técnicos que le permiten desplegarse en varios planos. Combina las viejas marrullerías políticas de los partidos conservadores y democristianos con avanzados recursos empresariales como asesorías foráneas, investigaciones de mercado, técnicas de publicidad y métodos gerenciales de formación de cuadros, etc.
Como igualmente combina viejos y nuevos modelos de partidos, liderazgos, cooptaciones y retóricas políticas, y métodos de manipulación electoral y formas más brutales de desestabilización del orden público y asalto al poder.
Aquí tomaría demasiado tiempo volver a describir cada uno de esos aspectos, sobre los cuales ya hay variado material informativo8, así que me limitaré a apuntar los más relevantes.
Esta derecha reactualizada también dispone da varios géneros de respaldos transnacionales, entre los cuales destacan las conferencias, seminarios y cursos auspiciados por fundaciones y universidades privadas, asociaciones internacionales de partidos políticos y ONG’s de diferentes tipos, así como organismos gubernamentales como la AID.
Entre sus actividades más frecuentes proliferan los encuentros subsidiados por fundaciones vinculadas al PP español y a la Heritage estadunidense, a los que concurren ex presidentes y personalidades de la reacción latinoamericana y española del pelaje de José María Aznar, Álvaro Uribe, Luis Alberto Lacalle, Henrique Capriles y hasta Ricardo Martinelli.
Asimismo abundan los cursos y entrenamientos proporcionados por universidades del área de Miami en materias como el marketing político, diseño e interpretación de encuestas y manejo de políticas y métodos de comunicación.
En la articulación de grupos y liderazgos, la definición de objetivos, la selección de temas y la orientación de conductas y acciones, desempeña un papel especial el manejo de los medios de comunicación.
La relevancia de su papel, en no pocos casos hace que quienes fijan e implementan la política editorial asuman de hecho la dirección estratégica de la ofensiva, dejándole a los políticos de oficio el papel de operadores de las líneas de acción que ellos disponen.
No es para menos: esos medios custodian, actualizan y manejan la hegemonía ideológica, cultural y política del bloque socioeconómico dominante. Justifican sus decisiones, conductas y desempeños y, al propio tiempo, desacreditan y aíslan a las personas y propuestas de quienes se oponen a dicho bloque, y ningunean sus iniciativas.
Como piezas de la contraofensiva reaccionaria, esas instancias e instrumentos forman “estados de opinión” que resultan tanto de promover las figuras, opiniones y proyectos que al bloque dominante le interesa encumbrar, como de tergiversar a quienes lo adversan o banalizar sus ideas, para justificar las ataques y marginaciones que se cometan contra ellos en el curso de las campañas derechistas para descalificar a los sectores populares, y desestabilizar la situación general, ya sea con vistas a objetivos electorales o para enmascarar los asaltos “blandos” o “duros” al poder gubernamental.
Un antecedente conocido fue el de la larga campaña mediática y desestabilizadora que precedió el golpe militar contra el gobierno de Salvador Allende. Dos más recientes han sido la prolongada campaña de “guarimbas” en Venezuela y las movilizaciones que precedieron al campeonato mundial de fútbol en Brasil, entre otras.
Del 2006 a la fecha se ha apelado a muy diversas modalidades de asalto al poder, cada una de ellas preparada y avalada por los grandes medios locales e internacionales de comunicación.
La conspiración para inculpar de asesinato al presidente Álvaro Colom, el golpe sui generismediante el cual el ejército depuso y expatrió a Manuel Zelaya y acto seguido entregó el gobierno al presidente del Congreso; la conversión de empresarios exitosos en candidatos presidenciales para derrotar a los socialdemócratas en Panamá y Chile; la intentona secesionista de la Media Luna para sacar del poder a Evo Morales; la matanza de campesinos urdida para justificar el golpe parlamentario contra Fernando Lugo; la insubordinación policial dirigida a derrocar a Rafael Correa; y, últimamente, las campañas de desestabilización y descrédito emprendidas contra el gobierno de Cristina Fernández y los escándalos mediáticos fabricados para desprestigiar al de Dilma Rousseff, con vistas a erosionar sus posiciones en vísperas de nuevos retos electorales, etc.
Ello sin contar más de medio siglo de conspiraciones, sabotajes, atentados y toda suerte de ataques materiales, económicos, diplomáticos y mediáticos contra la revolución y el pueblo de Cuba, entre los cuales últimamente han descollado el auspicio, entrenamiento, dotación y soporte internacional para “blogueros” y otros tipos de medios y operadores de redes digitales.
Por otra parte, nada de ello ocurre por gestión meramente local. Cada una de esas acciones, desde su etapa preparatoria, ha dispuesto de un coro internacional que va más allá de los medios y agencias de prensa, y los alimenta.
Esto incluye declaraciones de organismos de derechos humanos, de clubes de escritores y de directivos del FMI, de congresistas norteamericanos y órganos de la Unión europea, etc. Es decir, las campañas de la llamada “nueva” derecha no se circunscriben a la asociación con sus congéneres latinoamericanos, españoles y estadunidenses; forman parte de una estructura global más articulada y extensa.
Entre los mayores objetivos de esa estructura y de las derechas locales está el de degradar el sentido del proceso latinoamericano de integración.
El solo hecho de que en la gestación de la llamada Alianza del Pacífico hayan sobresalido personajes como Felipe Calderón Hinojosa, Álvaro Uribe y Sebastián Piñera, y de que eso inmediatamente recibiera fuerte aliento norteamericano, es de por sí un aviso elocuente.
Por lo tanto, en la coyuntura que tenemos por delante, defender la proyección emancipadora, solidaria y desarrollista del proceso de integración deberá ser uno de nuestros mayores empeños, aunque las organizaciones latinoamericanas de izquierda aún disten de haber convertido ese tema en una aspiración de masas.
Pero esta historia continúa
Esa es la naturaleza del adversario que los gobiernos progresistas y las izquierdas latinoamericanas tienen por delante. No será con el respaldo de grandes recursos financieros, empresariales ni mediáticos que lo podrán superar. Esto solo podrá lograrse renovando tanto ideas y propuestas, como formas de lenguaje y comunicación juvenil y popular.
Tanto más cuando, tras las sucesivas reelecciones de los partidos y los líderes progresistas, los años no dejan de acumularse y, a los ojos de los jóvenes, nosotros mismos empezamos a formar parte del pasado. El tiempo reabre a los conservadores la oportunidad de presentarse como los portadores del “cambio” que anhelan los insatisfechos de hoy.
A los doce años de gobiernos del PT, por ejemplo, las demoras de la reforma agraria o de la reorganización del transporte metropolitano no pueden achacarse a Collor de Mello o Fernando Enrique Cardoso, ni mucho menos a los militares.
Frente a la “magia” de la publicidad y la manipulación de la maquinaria mediática burguesa, y de su capacidad para reciclar el reinado de la vieja cultura de su conveniencia, solo construir una contracultura o nueva cultura política popular puede darle a nuestros pueblos la solidez de convicciones indispensable para enfrentar críticamente las ofertas de los grandes medios.
Esa contracultura es indispensable para contrarrestar y superar la hegemonía ideológica y política del bloque dominante. Precisamente porque eso no puede lograrse a corto plazo, debe ser la primera de nuestras dedicaciones, transversal a todos nuestros demás esfuerzos.
El impacto de la contraofensiva de las derechas no es un asunto colateral. Hace cuatro años algún optimismo o autosatisfacción imprudente podían tomarla como un asunto manejable.
Sin embargo, durante este último período la reelección de los candidatos del PSUV, del FMLN y del PT fue más difícil y reñida de lo previsto; Alianza País sufrió reveses inesperados en Quito y otras ciudades, y los éxitos contundentes solo volvieron a producirse en Bolivia y, en menor grado, Uruguay. En Brasil la victoria presidencial se acompañó de importantes pérdidas parlamentarias; el fantasma de la derrota amenazó al destino de la integración latinoamericana y caribeña.
La izquierda progresista está a la defensiva y de eso ella debe extraer importantes lecciones y reajustes de métodos, estilos y objetivos. En esto la reacción reflexiva y política de Rafael Correa fue ejemplar, al convocar el encuentro latinoamericano de partidos, organizaciones y movimientos progresistas para debatir cómo derrotar la estrategia de “restauración conservadora” de nuestra América.9
Más allá de aciertos y errores locales, y de mayores o menores dinámicas y alcances, ¿pueden tres lustros de surgimiento y reproducción de gobiernos progresistas reducirse a eventos coyunturales, o expresan fenómenos estructurales de mayor significado? Desde luego, la elección y reelección de gobiernos progresistas, y parte de sus realizaciones, son reversibles.
Pero es irresponsable sostener que su paso no deja huellas. Aun en el peor de los desenlaces, durante este período ya hay acumulaciones que echaron raíces en la evolución de las culturas políticas de los pueblos latinoamericanos.
La movilización social y electoral de grandes masas, que puso en escena nuevos sujetos y objetivos políticos, derrumbó gobiernos o los hizo tambalear, expresa movimientos telúricos del desarrollo latinoamericano: las clases se movieron, sus exigencias continúan y las conciencias han pasado a hacer un nuevo balance de posibilidades.
Nadie tiene por qué ser mejor que nosotros para aprender de sus errores y volver a la liza fortalecidos.
Donde sea el caso, el revés sufrido puede ser parte de una historia donde las fuerzas progresistas retornarán mejor dotadas. En Honduras, Libre es muy superior a la anterior ala democrática del partido liberal; en Paraguay, el Frente Guasú posterior al derrocamiento de Lugo tiene mejores propuestas y arraigo social que aquel que en el pasado eligió al obispo.
Si el progresismo es síntoma de un fenómeno estructural, las eventuales ganancias de la contraofensiva de la derecha deben asumirse como reveses aleccionadores, cuyo análisis autocrítico ayudará a realimentar la continuación de la ofensiva de izquierdas.
Por su naturaleza, las derechas son inevitablemente conservadoras, pues su misión es conservar o recuperar estructuras y privilegios del pasado, por mucho que ellas pretendan envolverse en los ropajes del “cambio”.
Como a su vez las izquierdas legítimas solo pueden ser innovadoras, una vez que expresan la fuerza creativa de quienes senos indignan frente a las causas de las injusticias y desigualdades del presente que queremos remplazar.
Esta verdad medular debe incidir sobre nuestras organizaciones y proyectos, sobre sus modos de abordar y sumar a nuestros pueblos, sobre sus lenguajes y modos de escuchar, renovar propuestas y persuadir. Solo así ellas podrán convocar, formar y ayudar a organizarse por sí mismos a los contingentes sociales necesarios para pasar del progresismo ahora posible a la necesaria transformación revolucionaria, y sostenerla.Notas:
1. Pese a lo decepcionante que este último personaje enseguida resultaría, en aquel momento quienes votaron por él creían hacerlo por una opción progresista.
2. Es erróneo e inútil juzgar el carácter de estos gobiernos según el rasero de las pre misas y expectativas conceptuales características de los años 70.
3. Sentido que, por otra parte, contribuye a multilateralizar las relaciones internacionales y erosiona la hegemonía estadunidense. Si bien esto propicia la adquisición de nuevos socios pero, a la vez, define y moviliza la hostilidad norteamericana y sus capacidades conspirativas.
4. Las agrupaciones y personalidades más fieles al interés popular y nacional mantuvieron las denuncias y protestas contra las tragedias sociales, las corrupciones y las renuncias a la soberanía agudizadas por las políticas neoliberales pero, batiéndose a la defensiva, tuvieron escasa posibilidad de desarrollar propuestas alternas.
5. A escala masiva, de los años 70 quedaba la memoria de los costos y sacrificios que acompañaron al esfuerzo revolucionario sin que sus esperanzas se cumplieran.
6. Por ejemplo, en 1960 Blas Roca, respetado dirigente del Partido Comunista cubano, caracterizó lo que sucedía en Cuba como un proceso característico de “una revolución democrático burguesa en los países coloniales, semicoloniales o dependientes, o sea, una revolución agraria y antimperialista”. Ver 29 artículos sobre la Revolución Cubana, Publicaciones del Comité Municipal de la Habana del Partido Socialista Popular, 1960, p. 20.
7. La crítica de ciertas izquierdas señalando que estos gobiernos no forman cuadros ni organizaciones revolucionarias es una forma de eludir la responsabilidad que les corresponde por incumplir esa misión. Desde siempre, la formación de cuadros idóneos para implementar su proyecto ha sido una de las misiones medulares de los partidos, gobernantes o no.
8. En lo que me corresponde, hace pocos años elaboré para el CIPI un material sobre la contraofensiva reaccionaria y la llamada “nueva” derecha, discutido en una de las pasadas Conferencias. Al respecto, ver ¿Quién es la “nueva” derecha? en Agencia Latinoamericana de Información (Alai) del 14 de abril de 2010 o en Rebelión del 15 de abril de 2010.
9. Al respecto, ver su discurso inaugural del Encuentro internacional de partidos, movimientos, frentes y organizaciones de izquierda progresista “América Latina unida y soberana frente a la restauración conservadora”, en Quito, el 29 de septiembre de 2014 [www.elap2014.com].