Juan Francisco Matín Seco, Attac/
La Eurozona vuelve de nuevo al estancamiento. La recesión de Italia, el escaso crecimiento de Alemania y la parálisis de Francia, la han precipitado a la zona cero.
En realidad, hace mucho que no sale de ella. Desde 2008 ha sufrido dos recesiones y son contados los trimestres en los que su crecimiento ha sido positivo.
De poco vale el triunfalismo de instituciones y políticos, tales como los del Gobierno español, anunciando a bombo y platillo una recuperación que aún está muy lejos, o trucando las estadísticas de paro mediante puestos de trabajo a tiempo parcial o la de figuras como la de los autónomos inscritos en la SS con tarifa plana, que en gran medida es paro encubierto.
La realidad se termina imponiendo, y en España la realidad se llama balanza de pagos. Hace aproximadamente un mes que lo anunciaba desde estas páginas bajo el título ‘La levedad de la recuperación’.
Conviene recordar que esta crisis comenzó en EEUU con las hipotecas subprime y que, sin embargo, el país americano hace ya bastante tiempo que salió de ella o al menos lleva una temporada larga con tasas positivas de crecimiento y generando empleo, mientras la Eurozona se encuentra estancada y sin que se vislumbre la escapatoria.
¿No es hora ya de que los economistas, los gobiernos y las instituciones europeas se pregunten seriamente cuál es la verdadera causa de esta parálisis?
¿Acaso no ha llegado el momento de que dejemos de marear la perdiz con explicaciones banas y de poner de una vez los puntos sobre las íes? La razón de que la Eurozona -y con ella, no nos engañemos, España- no termine de salir de la crisis no puede ser otra distinta que la que nos abocó a ella: la Unión Monetaria (UM).
Hay analistas económicos que ven el problema, pero se niegan a aceptar la conclusión, les da vértigo reconocer que el cáncer se encuentra en el euro. De ahí que se esfuercen en señalar como causa la diferente política practicada por el Gobierno norteamericano con respecto a la que se ha seguido en la Eurozona. Tienen razón, pero deberían ir más allá y preguntarse el porqué.
Obama recapitalizó el sistema bancario, reestructuró parte de la deuda privada, instrumentó un ambicioso plan de expansión fiscal e hizo que la Reserva Federal lo monetizase, evitó la deflación y consiguió la depreciación del dólar, con lo que se reactivó el crecimiento.
Pero EEUU es una nación y la Eurozona no, ya que se trata más bien de un haz de países heterogéneos sin vinculación fiscal y presupuestaria y con intereses muy diferentes. Unos son deudores, otros acreedores. Es impensable, por tanto, que la UM practique la misma política que EEUU, eso sin contar con que carece de los mecanismos de ajuste interregional que cualquier Estado y, por tanto, también EEUU, tiene.
Se da por hecho que detrás de la crisis española se encuentra el excesivo endeudamiento de la empresas y de las familias, la avaricia, incompetencia y frivolidad de los bancos españoles, que concedieron créditos de manera imprudente y de los bancos extranjeros, sobre todo alemanes y franceses, que prestaron a los españoles para formar la burbuja inmobiliaria, y la negligencia de los gobiernos y del Banco de España que permitieron con total pasividad, cuando no con triunfalismo, que tales situaciones se produjeran.
Todo ello es cierto, pero no es menos cierto que nada de esto habría podido ocurrir sin pertenecer a la moneda única. Ante la existencia del riesgo de tipo de cambio, los bancos extranjeros no hubiesen prestado a los españoles esas enormes cantidades, y en todo caso los mercados habrían atacado a la peseta, y forzado la devaluación, como ya ocurrió a principios de los noventa, mucho antes de que el déficit de la balanza por cuenta corriente llegase al 10%.
Nadie culpa a Merkel de la crisis económica, pero sí de que su política está haciendo imposible la salida. Su gestión, se dice, ha sido nefasta desde 2009 y es la principal responsable de la segunda recesión que han sufrido España y Europa en 2012, así como del estancamiento actual. Merkel, en su papel de defensora de los acreedores y ahorradores alemanes, ha forzado que todo el ajuste se haga en los países deudores con cargo a los contribuyentes.
El resultado ha sido desastroso para los países del Sur, que tienen ahora un porcentaje de deuda pública y privada sobre el PIB mayor que en 2007. La canciller alemana ha vetado cualquier política fiscal expansiva y ha impuesto a los deudores medidas brutales encaminadas a garantizar el cobro a los acreedores. Así mismo, ha impedido que el Banco Central Europeo realice una política más agresiva, con lo que ha evitado la depreciación del euro.
Todo esto es verdad, nadie puede negar la responsabilidad del Gobierno alemán obstaculizando la salida de la crisis, pero tampoco se puede negar la culpabilidad del resto de los gobiernos europeos, especialmente de los del Sur, al firmar el Tratado de Maastricht y dar su aquiescencia a una unión contra natura que iba a introducir a las economías de sus países en una trampa de difícil solución. Fueron incapaces de requerir entonces -habría sido el momento- contrapartidas presupuestarias y fiscales (exceptuando los fondos de cohesión, totalmente insuficientes), que compensasen los desequilibrios que antes o después se presentarían.
Y ni siquiera tuvieron la precaución de exigir que en caso de ajuste su coste no corriese únicamente a cargo de los países deudores, sino también de los acreedores, máxime cuando ya habían sido testigos de los problemas ocasionados en el Sistema Monetario Europeo y de cómo la obligación del ajuste recayó en exclusiva sobre los países deficitarios en la balanza por cuenta corriente.
Tampoco se opusieron a que el BCE naciese con un estatuto que lo configuraba como un engendro y que dejaba a los gobiernos nacionales en completa indefensión frente a los mercados. Ahora no vale quejarse de lo perversa que es la canciller alemana. Si actúa así es porque no hay nada en los Tratados que la obligue a comportarse de manera distinta.
El problema de la Eurozona se encuentra, sí, en la política impuesta por Merkel, en el comportamiento del BCE y en la pasividad e indolencia de los mandatarios del resto de los países, más preocupados por situar en los puestos clave de las instituciones europeas a sus paniaguados que de la política que se va a seguir; pero sobre todo radica en la contradicción intrínseca en el proyecto de Unión Monetaria.
En realidad, al no haberse acompasado con una integración fiscal, presupuestaria y política, no hay un solo euro sino diecisiete distintos, uno por cada país, y cada uno de ellos debería tener un tipo de cambio diferente de acuerdo con sus circunstancias económicas.
Desde luego, el BCE ha sido un ejemplo de sectarismo y de incompetencia en sus actuaciones, pero me temo que, aun cuando hubiese sido dechado de sabiduría y buen hacer, su misión no hubiese resultado sencilla, y desde luego no lo va a ser en el futuro con diecisiete países que precisan de diecisiete políticas distintas y de otros tantos tipos de cambio diferentes.
Algunos comentaristas insisten en que la devaluación no es la panacea y en que el tipo de cambio no arregla todo.
Sin duda, pero desde luego no parece que haya solución posible mientras el tipo de cambio real no coincida con el nominal. La forma lógica de hacerlos converger es depreciando o apreciando la moneda.
Hay quien pretende conseguirlo moviendo los cientos de miles de costes y de precios internos, incluyendo los salarios y el tipo de interés, lo cual es bastante difícil, por no decir imposible.
¿Qué pensaríamos de aquellos que estando en una casa instalados en una habitación distinta de la que deberían ocupar, en lugar de trasladarse ellos a la correcta pretendieran que fuese la casa toda la que se moviera?