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Cuentos capitalistas de ilusión y miedo


Vivimos de historias, relatos y cuentos narrados por el poder establecido.

La vida es un cuento, una historia que suena bien, un relato plagado de imágenes que nada tiene que ver con la realidad acuciante del día a día. 

La realidad es el relato; el relato crea la realidad.

Tanto en política como en publicidad, lo que vende e ilusiona no es la cruda realidad ni el objeto de consumo sino la narración interesada que de ella y ello se hace.

 Vivimos sumergidos plenamente dentro de una ficción global que se renueva cotidianamente, minuto a minuto, cada mirada es una secuencia nueva, cada impacto publicitario una erosión de nuestra conciencia crítica. 

Esa ficción es una historia sin fin que apela y exalta nuestras emociones primarias, nuestros sueños imposibles, constituyendo la base de una ideología difusa, intangible, una especie de segunda piel que dicta los gustos, las costumbres y los impulsos individuales y sociales.

El poder dice que varios monstruos malvados amenazan nuestra seguridad: los fantasmales mercados y las avalanchas de inmigrantes a un paso del cálido hogar. 

Los dos relatos se superponen entre sí y se complementan a la perfección, creando un espacio político e ideológico que lubrica, conforma y fundamenta nuestro ideario más íntimo.

Los relatos del poder establecido ganan votos y elecciones. Sirven también para vender automóviles, viajes exóticos y productos de cosmética. 

El pack es el mismo: capitalismo de buenos y callados ciudadanos y de consumidores pasivos atentos a la última moda y el fetiche más intrascendente. El mensaje resulta evidente: habitamos el mejor de los mundos posibles, no hay alternativa a la sociedad actual del neoliberalismo.

Los jirones de realidad se van desvaneciendo paulatinamente en mitad de los relatos que emanan de la globalización comunicativa. Igual pasa con los gritos contestatarios: se apagan en medio de un océano de mensajes e imágenes omnicomprensivos y fatales. 

El relato capitalista puede con todo, la realidad es un enemigo muy pequeño y deslavazado para competir contra la fuerza ideológica de una historia oficial que copa los mass media y diluye lo real en acontecimientos biodegradables al instante.

El régimen capitalista es una historia autorreferente que solo se vende a sí mismo. Más allá del producto particular, está el envoltorio o la trama ideológica que verdaderamente lo fabrica.

 En puridad, no se compran bienes y servicios que satisfagan necesidades vitales: se adquiere estatus, comparaciones con el semejante, vibraciones sentimentales instantáneas, autoestima evanescente, en suma, un relato breve y sucinto en el que sentirnos protagonistas por un momento, por una fugacidad eléctrica y onanista.

Esa fugacidad de falso triunfador precisa de antagonistas a los que vencer e hincar la furia de la precariedad que soportamos. 

Los malos de la película son los sinsabores de la propia vida: el miedo a la marginalidad, el trabajo de calidad ínfima, la huida del compromiso público, el futuro inexistente, el yo colmado de vaciedades que se tocan en suspiros que se pagan al contado o mediante dinero de plástico.

Los relatos, no obstante, hay que renovarlos todos los días y adaptarlos a las circunstancias concretas de cada época o coyuntura histórica. Los mensajes se gastan con el uso, llegan a aburrir cuando observamos que los otros también han alcanzado el nirvana del objeto deseado. Cuando la saturación aparece, el sistema puede hacer crack de forma súbita, hay que elaborar quimeras de nuevo cuño para crear tendencias originales que ofrezcan a la masa otros derroteros a seguir e imitar.

Sin embargo, la sustancia de lo nuevo continúa siendo igual a la anterior, con dos ingredientes básicos imperecederos, ilusión y miedo. Toda ilusión emergente va acompañada siempre de miedos o herramientas de presión que hacen apetecible entregarse de lleno a los mensajes y señuelos de nueva estirpe. La ilusión adopta el rol de policía bueno mientras que el papel de policía malo se reserva para el miedo escénico.

Comprar lo nuevo viene a significar huir del ambiente de miedo que nos rodea, el porvenir incierto, la crisis permanente, el despido en ciernes. 

Comprar es una victoria rápida contra la precariedad que nos acecha. Victoria efímera, por supuesto. Pero esa es la razón de ser del capitalismo: pequeños triunfos para continuar adquiriendo fetiches sin reparar en las profundas relaciones sociales, políticas e ideológicas que nos hacen ser como somos.

No hay alternativa al capitalismo neoliberal sin historia potente que contrarreste los efectos de sus millones de relatos posmodernos que pueblan el escenario público imaginario.

 Quitarse el miedo resultaría primordial para entrever una remota posibilidad de fractura del sistema. 

Sin pánico colectivo, la realidad podría hacer frente a las ilusiones que pueblan la ideología dominante.

Ese camino es arduo y complejo. 

Precisa de batallas culturales hondas y coherentes, globales y críticas, rebeldes y valientes.

 No solo con medidas económicas será posible ni factible que los sedimentos de la costumbre y la tradición puedan erradicarse de las mentes individuales y del teatro social. 

Lo señalamos al principio, vivimos de relatos ideológicos escritos por la clase hegemónica y el poder establecido. Salirse de la historia capitalista precisa romper radicalmente con el cuento que nos cuentan a diario. 

Tarea complicada, no obstante, evadirse del texto y el contexto y hallarse en el páramo infernal de la nada absoluta, esto es, de la libertad extrema y existencial de dialogar con el otro y crear así juntos espacios de encuentro para transformar la realidad dialécticamente.

 Sin miedos inducidos ni ilusiones vanas.

http://www.diario-octubre.com/2014/02/17/cuentos-capitalistas-de-ilusion-y-miedo/

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