Mientras cientos de misiles Tomahawk financiados por los gobiernos estadounidenses y europeos caían sobre Libia, en otros países del mundo árabe los gobiernos o monarquías que se encuentran en el poder, sostenían una permanente represión contra los pobladores.
La imágen muestra, nuevamente, la postura de la Casa Blanca y su definiciones frente a naciones aliadas, y los países que son acusados por Washington como “terroristas”.
Enero de 2011 comenzó con miles de personas en las calles egipcias que reclamaban la renuncia del dictador Hosni Mubarak, luego de que el gobernante de Túnez abandonó el poder ante una rebelión popular desatada por la muerte de un inocente y fue a refugiarse a Arabia Saudí.
La imágen muestra, nuevamente, la postura de la Casa Blanca y su definiciones frente a naciones aliadas, y los países que son acusados por Washington como “terroristas”.
Enero de 2011 comenzó con miles de personas en las calles egipcias que reclamaban la renuncia del dictador Hosni Mubarak, luego de que el gobernante de Túnez abandonó el poder ante una rebelión popular desatada por la muerte de un inocente y fue a refugiarse a Arabia Saudí.
Esas protestas, en poco tiempo, contagiaron a los ciudadanos de otros países de la región.
Yemen y Bahrein fueron escenarios de masivas movilizaciones contra los regímenes que detentan el poder. La respuesta fue represión y tibias condenas a esas acciones por parte de Estados Unidos y Europa.
Pero en el caso de Libia la moneda mostró su peor cara. Las protestas contra el gobierno de Muammar Al Gaddafi permitieron a Washington saldar cuenta pendientes contra el líder libio, pese a que hacía una década había negociado y aceptado las reglas de juego de la Casa Blanca.
Miles de libios muertos por los bombardeos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (Otan), la utilización de mercenarios, agentes de los servicios europeos para entrenar a los grupos opositores y hasta tropas de asalto extranjeras, la violación de la propia decisión del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para ingresar a Libia, y el asesinato, sin juicio previo, de Gaddafi, son algunas de las instantáneas que Washington tomó durante este año.
Ni siquiera las críticas y denuncias de potencias como Rusia y China a los ataques masivos contra territorio libio, detuvieron la maquinaria de guerra.
Las denuncias sobre la injerencia extranjera en Libia de grupos como Al Qaeda no tuvieron repercusión en Washingotn y Europa, como tampoco tuvieron resonancia las críticas cuando el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) envió tropas extranjeras a Bahrein para reprimir las protestas contra la monarquía de la familia Al Khalifa.
En Egipto, Túnez y Bahrein los muertos civiles por la represión se contabilizan por miles, aunque las sanciones contra quienes dirigen esos países están ausentes.
En Libia, antes de los bombardeos iniciados por la Otan, ningún organismo internacional pudo confirmar fehacientemente los supuestos hechos represivos ordenados por Gaddafi.
El propio líder libio denunció que su país iba a ser invadido en base a reportes periodísticos frente a la ausencia de una investigación seria.
Hasta el día de hoy, la cifra de civiles libios muertos por la Otan y los grupos opositores armados sigue en una nebulosa.
El caso sirio
Estados Unidos y sus aliados conviertieron a Libia en el otro blanco a derribar. La nación árabe, con fuertes lazos con Irán y una postura independiente en Medio Oriente, es ahora el escenario de un guión desestabilizador similar al de Libia.
Grupos armados operando en varias regiones del país, detonaciones de bombas, asesinatos de civiles y agentes de seguridad, y una campaña internacional contra el gobierno de Bashar Al Assad, muestran que la imparcialidad frente al caso sirio es moneda corriente.
Pese a que el Ejecutivo encabeza una serie de reformas políticas y sociales, discutidas durante varios meses por diferentes sectores, tanto Estados Unidos como la UE aplicaron una serie de sanciones económicas contra Siria, argumentando que no se respetan los derechos humanos.
A esto se suma las reiteradas denuncias del gobierno de Damasco sobre la injerencia en los asuntos internos de grupos financiados desde el extranjero.
Investigaciones periodísticas recientes indicaron que mercenarios son entrenados en Turquía y Catar, para luego ingresar a Siria con armamento, para adiestrar a los grupos opositores.
Por su parte, el gobierno de Al Assad ha decomisado en pocos meses cientos de toneladas de armas de guerra que buscan ser ingresadas de forma ilegal por las fronteras con Líbano e Irak.
Una región sin definiciones
Aunque Estados Unidos se ha erigido como impulsor de la denominada “Primavera Árabe”, en esas regiones árabes la situación no está definida.
Las protestas en países aliados a Washington, como Egipto y Bahrein, demostraron que la Casa Blanca no tiene saldados sus problemas en la zona.
Pero también es real que con un pie en territorio libio, Estados Unidos dio un nuevo golpe y amplió su campo geoestratégico, principalmente por las posibilidades de trasladar el comando de Africom a ese país del norte de África.
Sin fuerza para encarar una invasión militar contra Siria debido a la profunda crisis económica que sufre y a su fracaso en Irak, Washington optó por una política de injerencia en las naciones árabes, apoyado en sus aliados europeos y generando situaciones de desestabilización o, según su conveniencia, respaldando a régimenes que le permiten a la Casa Blanca afianzar el dominio en Medio Oriente.
Leandro Albani / AVN
Yemen y Bahrein fueron escenarios de masivas movilizaciones contra los regímenes que detentan el poder. La respuesta fue represión y tibias condenas a esas acciones por parte de Estados Unidos y Europa.
Pero en el caso de Libia la moneda mostró su peor cara. Las protestas contra el gobierno de Muammar Al Gaddafi permitieron a Washington saldar cuenta pendientes contra el líder libio, pese a que hacía una década había negociado y aceptado las reglas de juego de la Casa Blanca.
Miles de libios muertos por los bombardeos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (Otan), la utilización de mercenarios, agentes de los servicios europeos para entrenar a los grupos opositores y hasta tropas de asalto extranjeras, la violación de la propia decisión del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para ingresar a Libia, y el asesinato, sin juicio previo, de Gaddafi, son algunas de las instantáneas que Washington tomó durante este año.
Ni siquiera las críticas y denuncias de potencias como Rusia y China a los ataques masivos contra territorio libio, detuvieron la maquinaria de guerra.
Las denuncias sobre la injerencia extranjera en Libia de grupos como Al Qaeda no tuvieron repercusión en Washingotn y Europa, como tampoco tuvieron resonancia las críticas cuando el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) envió tropas extranjeras a Bahrein para reprimir las protestas contra la monarquía de la familia Al Khalifa.
En Egipto, Túnez y Bahrein los muertos civiles por la represión se contabilizan por miles, aunque las sanciones contra quienes dirigen esos países están ausentes.
En Libia, antes de los bombardeos iniciados por la Otan, ningún organismo internacional pudo confirmar fehacientemente los supuestos hechos represivos ordenados por Gaddafi.
El propio líder libio denunció que su país iba a ser invadido en base a reportes periodísticos frente a la ausencia de una investigación seria.
Hasta el día de hoy, la cifra de civiles libios muertos por la Otan y los grupos opositores armados sigue en una nebulosa.
El caso sirio
Estados Unidos y sus aliados conviertieron a Libia en el otro blanco a derribar. La nación árabe, con fuertes lazos con Irán y una postura independiente en Medio Oriente, es ahora el escenario de un guión desestabilizador similar al de Libia.
Grupos armados operando en varias regiones del país, detonaciones de bombas, asesinatos de civiles y agentes de seguridad, y una campaña internacional contra el gobierno de Bashar Al Assad, muestran que la imparcialidad frente al caso sirio es moneda corriente.
Pese a que el Ejecutivo encabeza una serie de reformas políticas y sociales, discutidas durante varios meses por diferentes sectores, tanto Estados Unidos como la UE aplicaron una serie de sanciones económicas contra Siria, argumentando que no se respetan los derechos humanos.
A esto se suma las reiteradas denuncias del gobierno de Damasco sobre la injerencia en los asuntos internos de grupos financiados desde el extranjero.
Investigaciones periodísticas recientes indicaron que mercenarios son entrenados en Turquía y Catar, para luego ingresar a Siria con armamento, para adiestrar a los grupos opositores.
Por su parte, el gobierno de Al Assad ha decomisado en pocos meses cientos de toneladas de armas de guerra que buscan ser ingresadas de forma ilegal por las fronteras con Líbano e Irak.
Una región sin definiciones
Aunque Estados Unidos se ha erigido como impulsor de la denominada “Primavera Árabe”, en esas regiones árabes la situación no está definida.
Las protestas en países aliados a Washington, como Egipto y Bahrein, demostraron que la Casa Blanca no tiene saldados sus problemas en la zona.
Pero también es real que con un pie en territorio libio, Estados Unidos dio un nuevo golpe y amplió su campo geoestratégico, principalmente por las posibilidades de trasladar el comando de Africom a ese país del norte de África.
Sin fuerza para encarar una invasión militar contra Siria debido a la profunda crisis económica que sufre y a su fracaso en Irak, Washington optó por una política de injerencia en las naciones árabes, apoyado en sus aliados europeos y generando situaciones de desestabilización o, según su conveniencia, respaldando a régimenes que le permiten a la Casa Blanca afianzar el dominio en Medio Oriente.
Leandro Albani / AVN