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La inhumanidad básica de los pro-vida

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Me vengo guardando hace un tiempo mi indignación para escribir sobre una nota que apareció hace bastante en InfoCatólica. 
 
La escribe un médico ginecólogo perteneciente a una organización contra los derechos reproductivos (“pro-vida”, que les dicen). 
 
En ella este profesional del cuidado de la salud afirma que las embarazadas no deberían realizarse el test prenatal para saber si están gestando un feto con síndrome de Down. 
 
Dado que en los países donde el aborto es legal y este test es de rutina ya casi no nacen niños con síndrome de Down porque los embarazos son interrumpidos en la mayoría de los casos, no hacerse el test “salva vidas”.

He escuchado mucha desinformación pseudocientífica, mucho argumento filosófico retorcido, mucha teología vacua y mucho discurso de culpabilización de parte de los “pro-vida”, incluso de gente que debería saber de qué está hablando, pero es la primera vez que soy testigo de un pedido activo —de parte de un médico, nada menos— de no informar al paciente, de bloquear el acceso a un dato médico importantísimo. 
 
Este médico español pide a las mujeres que se priven a sí mismas de información.
 
 No es difìcil imaginar que si estuviera en sus manos (y de hecho debe estarlo en su consulta particular), el test prenatal simplemente sería eliminado y esa ignorancia sería obligatoria en vez de electiva.

El asunto me puso a pensar en qué otras cosas pueden estar haciendo los ginecólogos y obstetras antiabortistas. Uno de los casos más claros donde hay peligro claro e inminente es el del embarazo ectópico, que ocurre cuando el embrión se implanta donde no debe, generalmente en una trompa de Falopio. 
 
Tal embarazo es sumamente peligroso para la madre y además es casi siempre inviable, por lo cual el dilema ni siquiera debería existir. 
 
Pero como la doctrina católica no permite el aborto sino sólo como consecuencia indirecta y no deseada de otra acción, el médico católico practicante debe pensar seriamente qué va a hacer: es decir, tiene que comportarse como si tuviera que decidir entre matar a un niño indefenso y dejar morir a su madre.

Hay varias formas de lidiar con un embarazo ectópico.
 
Una posibilidad es utilizar una droga llamada metotrexato para inducir el aborto; es el procedimiento más seguro y menos invasivo, pero el médico católico no puede emplearlo. 
 
Otra posibilidad es la salpingostomía, que consiste en hacer una incisión en la trompa de Falopio para retirar el embrión implantado; no es factible en todos los casos pero es recomendable si la opción medicamentosa no está disponible.
 
La salpingostomía tampoco es admisible para el católico, porque es un atentado directo contra el “niño indefenso”. 
 
La tercera posibilidad es la salpingectomía, que es la remoción quirúrgica de la trompa. Esto, claro está, mata al embrión, pero es permisible para el católico porque la muerte es consecuencia indirecta de un acto destinado a salvar la vida de la mujer. 
 
Esta vía de escape bastante hipócrita para la conciencia del médico, además de ser la opción más invasiva, tiene el desafortunado efecto secundario de esterilizar a la mujer en un 50%, dejándola con la mitad de sus óvulos disponibles (salvo que se empleen métodos artificiales para extraerlos y fecundarlos… métodos que la Iglesia también condena).

Llamamos humano o humanitario a lo que se hace en reconocimiento de la dignidad de los seres humanos, e inhumano a lo opuesto. 
 
Tratar a una bolita de células apenas diferenciadas como a un ser humano y a la vez tratar a un humano adulto como a un mero recipiente, haciendo al segundo sacrificable al bienestar del primero, es profundamente inhumano. 
 
Debería inquietarnos bastante cómo esta inhumanidad de raíz infecta la moral de algunos de aquellos en cuyas manos ponemos nuestra salud y nuestras vidas.

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