Es una realidad que
el tiempo y el mundo olvidaron. Se llama Ocupación y está ahora en su
año 45. Impuesta en un paisaje del tamaño de Delaware, permanece en gran
medida oculta a la vista, aunque los titulares de Oriente Medio de
otros lugares se aprovechen.
Los diplomáticos van y vienen desde
Washington y Bruselas a las capitales del Medio Oriente; la alianza
turca-israelí se rompe en medio de las valientes declaraciones del
primer ministro turco; las muchedumbres asaltan la Embajada israelí en
El Cairo mientras los embajadores israelíes huyen de la capital egipcia y
de Ammán, la capital jordana; y, desde luego, tenemos el titular de
titulares, el éxito del momento, la campaña de la Autoridad Palestina
por el reconocimiento del Estado palestino en las Naciones Unidas, que
desencadenará el veto de la administración Obama en el Consejo de
Seguridad.
Pero a pesar de cualquier cosa que hagan turcos,
egipcios y estadounidenses, cualquier satisfacción simbólica que la
Autoridad Palestina pueda conseguir en la ONU, ahí está siempre la
Ocupación y en cuanto a eso –se lo dice alguien que acaba de pasar el
verano viviendo en Cisjordania-, Israel no va precisamente perdiendo
sino ganando la batalla, al menos en lo que más les importa a palestinos
e israelíes, la del control sobre cada metro cuadrado del territorio.
Centímetro a centímetro, metro a metro, el proyecto expansionista de
Israel en Cisjordania y Jerusalén va, de hecho, cobrando impulso,
asegurándose de que la “nación” a la que los miembros de la ONU podrían
reconocer sea cada día un poco más pequeña, un poco menos viable, un
poco menos de todo allí.
Cómo hacer desaparecer una tierra
En
mis muchos desplazamientos de una ciudad a otra de Cisjordania, de
Ramala a Yenin, de Abu Dis a Jericó, de Belén a Hebrón, echaba mano de
un pequeño juego:
¿Voy a poder viajar durante todo un minuto sin ver
pruebas físicas de la ocupación? En ocasiones –es decir, cuando
atravesaba un paso estrecho entre colinas-, era posible.
Pero no con
mucha frecuencia. Casi todas las vistas panorámicas, todos los giros
efectuados en la autopista mostraban un asentamiento judío, un puesto de
control del ejército israelí, una torre de vigilancia miliar, un
amenazante muro de hormigón, una valla de alambre de espino con carteles
anunciando otra área restringida, o un racimo de jeeps del ejército
parando a los coches e inspeccionando los documentos de los hombres
jóvenes.
El malogrado “proceso de paz” de Oslo que surgió de los
Acuerdos de Oslo de 1993 no solo fue un fracaso a la hora de impedir esa
expansión, sino que la sancionó eficazmente.
Desde entonces, la cifra
de colonos israelíes en Cisjordania casi se ha triplicado hasta llegar a
más de 300.000, y esa cifra no incluye los más de 200.000 colonos
judíos en Jerusalén Oriental.
Los Acuerdos de Oslo, ratificados
tanto por palestinos como por israelíes, dividieron Cisjordania en tres
zonas: A, B y C.
En aquel momento, la AP imaginó que eran una eventual
estación de tránsito en el camino hacia un estado independiente.
Sin
embargo, ahí siguen actualmente, vigentes La estrategia israelí de facto
ha sido y sigue siendo conceder a los palestinos cierta libertad
relativa en el Área A, alrededor de las ciudades de Cisjordania,
mientras cierran a cal y canto el “Área C” –el 60% de Cisjordania- para
uso de los asentamientos judíos y para lo que denominan “áreas militares
restringidas”.
(El Área B es fundamentalmente un tipo de zona gris
entre las otras dos). A partir de esta estrategia se producen los miles
de demoliciones de viviendas “ilegales” y los arrestos regulares de
personas que tratan sencillamente de hacer algunas mejoras en sus casas.
Las restricciones se refuerzan con todo rigor y las violaciones se
abordan con mucha dureza.
Por ejemplo, cuando visité las Colinas
del Sur de Hebrón a finales de 2009, a sus habitantes no se les permitía
siquiera acondicionar una sucia carretera prácticamente intransitable
para que sus niños no tuvieran que caminar diariamente de tres a cuatro
kilómetros para llegar al colegio.
Na’im al-Adarah, del pueblo de
At-Tuwani, pagó el precio por transportar “ilegalmente” a esos niños a
la escuela. Pocas semanas después de mi visita, los soldados israelíes
le arrestaron y destruyeron su furgoneta roja Toyota.
No se molestó en
ir quejarse ante la Autoridad Palestina –la misma gente que acude ahora a
las Naciones Unidas para que declaren un estado palestino- porque tal
Autoridad no tiene control alguno de lo que sucede en el Área C.
La
única vez que he visto a un funcionario palestino, me dijo al-Adarah,
fue cuando él y otros vecinos fueron hasta Ramala para traerse a uno de
esos funcionarios a la zona.
(El hombre de la AP se negó a venir solo).
“Dijo que era la primera vez que oía que esta tierra [en el Área C] era
nuestra. ¿Un Ministro como él se sorprende de que tengamos estas áreas?
Le dije, ‘¿cómo un ministro como usted puede ignorar eso? ¡Usted es un
ministro del gobierno local!’”.
“Era como si no supiera lo que acontece en su propio país”, añadió al-Adarah. “Por desgracia, somos los olvidados”.
La
estrategia israelí de control también explica, hablando a nivel
estratégico, la “necesidad” de la red de puestos de control; la nefasta
barrera de separación (conocida por los los israelíes como “valla de
seguridad” y por los palestinos omo “muro del apartheid”) que separa
Israel de Cisjordania (y en ocasiones a unos cisjordanos de otros); las
repetidas expulsiones de palestinos de zonas residenciales como Sheij
Yarrah en Jerusalén Oriental; la revocación sistemática de las tarjetas
de identidad de Jerusalén de las que en otro tiempo disponían miles de
palestinos que habían nacido en la Ciudad Santa; y las laberínticas
restricciones de viaje que mantienen a tantos palestinos encerrados en
sus enclaves en Cisjordania. Aunque Israel justifica la mayoría de estas
medidas en términos de seguridad nacional, está bastante claro que el
objetivo más amplio tras ellas es ir apropiándose cada vez de una mayor
cantidad de tierra.
La barrera de separación, por ejemplo, ha traspasado
el 10% de la tierra de Cisjordania al lado israelí, un caso de “anexión
disfrazada de seguridad”, según el respetado grupo por los derechos
humanos B’tselem.
Todas esas medidas juntas llevan a la solución que el
gobierno israelí busca, el que se revela en las series de mapas trazados
por los políticos, cartógrafos y militares israelíes en los últimos
años que muestran una Palestina rota en islotes aislados (a menudo
comparada con los “bantustanes” de la era del apartheid de Sudáfrica)
sobre sólo el 40% de Cisjordania.
Al comienzo de Oslo, los palestinos
creían que habían hecho un compromiso histórico, acordando un estado
sobre el 22% de la Palestina histórica, es decir, Cisjordania y Gaza.
La
realidad ahora es una especie de “solución del 10%”, una especie de
pequeño Estado sin recursos, sin soberanía, libertad de movimiento o
control de su propia tierra, aire o agua.
Los palestinos no pueden
siquiera perforar un pozo para poder abrir un grifo en el inmenso
acuífero existente bajo sus pies.
La vida en medio de los controles, los bloqueos de carretera y los asaltos nocturnos
Casi
siempre ignorada en las evaluaciones de este ruinosa “solución no
estatal” está la cifra de víctimas humanas entre los ocupados. Más que
en ninguno de los anteriores doce viajes que he realizado allí, salí de
esta estancia en Palestina con la congoja por los daños psíquicos que la
ocupación militar ha causado en todos los palestinos. Nadie, no
importante cuánta capacidad de resistencia tenga o lo afectuoso sea,
escapa a sus efectos.
“El soldado apuntó hacia la funda de mi
violín, y dijo: ‘¿qué es eso?’”, me contó Alá Shelaldeh, de 13 años, que
vive en la zona antigua de Ramala. Ella es estudiante en Al Kamandjati
(en árabe, “el violinista”), una escuela de música de su barriada (en la
que me centraré en mi próximo libro).
Recordaba una ocasión, tres años
antes, en que la furgoneta en la que iba, llena de jóvenes músicos, fue
detenida en un control israelí cercano a Nablus. Regresaban de un
concierto.
“Le dije: ‘Es un violín’. Me contestó que saliera de la
furgoneta y se lo enseñara”. Alá descendió a la carretera, abrió la
cremallera de la funda, y sacó el instrumento para el soldado: “Toca
algo”, insistió. Alá tocó: “Hilwadin” (Bella muchacha), la
canción que hizo famosa la estrella libanesa Fayruz.
Fue un momento
típico en Palestina, uno que no ha podido olvidar y quizá nunca pueda.
Es
imposible, desde luego, calcular los daños emocionales a largo plazo de
esos encuentros de niños y adultos por igual, incluidos los soldados
israelíes, que no son inmunes a sus propias acciones.
Las
humillaciones en los controles son un hecho habitual de la vida
palestina en Cisjordania.
Todo el mundo, incluso los niños, tiene su
propia historia que contar de desamparo, temor y rabia mientras esperan
que un soldado muy joven decida si pueden pasar o no.
Se ha convertido
en algo tan habitual que algunos niños no tienen ni idea de que el resto
del mundo no vive así. “Pensé que todo el mundo era como el nuestro
(están ocupados y tienen soldados)”, recordaba el hermano mayor de Alá,
Shehade, ahora de veinte años.
A los quince le invitaron a ir a
Italia. “Fue un choque tremendo para mí comprender lo que era mi vida.
Podías ir lejos, muy lejos y no tenías que atravesar ningún control.
Podías ver frente a ti cómo la tierra se extendía por un horizonte
infinito, sin muros.
Me sentía tan feliz, y al mismo tiempo tan triste,
¿sabe? Porque en mi país no teníamos esa libertad”.
Cuando tenía doce años, Shehade fue testigo de cómo los soldados israelíes mataron a tiros a un primo suyo durante la segunda Intifada,
que estalló a finales de 2001 tras la provocativa visita del entonces
líder de la oposición israelí Ariel Sharon a los lugares sagrados en la
Ciudad Santa de Jerusalén.
Los enfrentamientos se extendieron mientras
los muchachos lanzaban piedras contra los soldados.
Las tropas israelíes
respondieron con fuego real, matando a unos 250 palestinos (frente a 29
muertos israelíes) en los primeros dos meses de la Intifada. Al año siguiente, las facciones palestinas lanzaron oleadas de suicidas-bomba en Israel.
Un
día de 2002, recordaba Shehade, con Ramala de nuevo totalmente ocupada
por el ejército israelí, los jóvenes primos rompieron un toque de queda
del ejército para ir a comprar pan.
Un disparo sonó cerca de la tienda
de la esquina y Shehade observó que su primo caía al suelo.
Este verano,
Shehada me mostró las duras fotos –un muchacho de doce años con los
oídos y la boca llenos de sangre- tomadas momentos después de los
disparos.
Nueve años después, Ramala, un enclave supuestamente
soberano, está a menudo considerado un oasis en un desierto de
ocupación. Las calles y mercados están atestados de compradores, y sus
muchos restaurantes de moda rivalizan con los buenos restaurantes
europeos.
La vitalidad y el ambiente de lujo de muchas partes de la
ciudad te dan la sensación –aunque los palestinos odien admitirlo- de
que esta, y no Jerusalén Oriental, es la emergente capital palestina.
Muchas
calles de Ramala tienen alineadas en ellas ministerios del gobierno y
consulados extranjeros.
(¡No se les ocurra llamarlos embajadas!). Pero
gran parte de esa aparente libertad y cuasi soberanía es ilusoria.
En
Cisjordania, viajar sin los permisos que tan difíciles resultan de
conseguir se limita a menudo a estrechos corredores de tierra, como el
que hay entre Ramala y Nablus, donde el ejército israelí ha abandonado,
por ahora, sus controles y bloqueos de carreteras. Incluso en Ramala
–parte de la teóricamente soberana Área A-, son habituales las
incursiones nocturnas de los soldados israelíes.
“Creo que fue el
16 de diciembre de 2009, sobre las 2:15 y las 2:30 h. de la madrugada”,
recordaba Celine Dagher, una ciudadana francesa de ascendencia libanesa.
Su marido, el palestino Ramzy Aburedwan, fundador de Al Kamandjati,
donde ambos trabajan, estaba en aquel momento en el extranjero.
“Me
despertó un ruido”, me decía.
Se levantó y encontró con la puerta de
entrada de su piso parcialmente abierta y mantenida así por una pequeña
barra de seguridad del tipo que uno encuentra en las habitaciones de un
hotel.
Celine pensó que unos ladrones estaban tratando de entrar y
les gritó en árabe que se fueran. Después atisbó a través de la mirilla
de seis pulgadas y vio a diez soldados israelíes en el pasillo.
Le
dijeron que se echara para atrás y en segundos habían arrancado la
puerta de sus bisagras. Entraron en el apartamento apuntándola con sus
rifles automáticos.
Un informante palestino se mantenía cerca
silencioso, con un pasamontañas de lana cubriéndole el rostro para
asegurar su anonimato.
El comandante empezó a interrogarla.
“Mi
nombre, con quién vivía y después empezó a preguntarme sobre los
vecinos”. Celine les mostró su pasaporte francés y les suplicó que no
despertaran a su bebé de seis meses, Hussein, que dormía en la
habitación de al lado.
“Yo rezaba porque él siguiera dormido”. Le dijo
al comandante: “Sólo salgo de mi casa al trabajo y del trabajo a mi
casa”. Así que no conocía realmente a sus vecinos.
Así pues, los
soldados habían arrancado la puerta del piso equivocado.
Esa noche
arrancarían cuatro puertas más del edificio, recordaba Celine, antes de
encontrar a su sospechoso: un muchacho de 17 años que vivía en la puerta
de al lado.
“Le estuvieron interrogando durante unos veinte minutos y
después se lo llevaron.
Creo que todavía está en la cárcel. Su padre
estaba ya en la cárcel”.
Según estadísticas de los Servicios de
Prisiones israelíes citadas por B’tselem, en julio de 2011 había más de
5.300 palestinos en las cárceles israelíes. Desde el principio de la
ocupación en 1967, se estima que de 650.000 a 700.000 palestinos han
pasado por las cárceles de Israel. Si hacemos un cálculo, eso representa
el 40% de la población masculina adulta palestina.
Casi no hay ninguna
familia que no se haya visto afectada por el sistema de prisiones
israelí.
Celine miró a través de las rendijas de las persianas
hacia la calle, donde había aparcados unos 15 jeeps y otros vehículos
militares. Finalmente, se fueron con las luces apagadas y tan suavemente
que no podía ni siquiera escuchar el ruido de los motores.
Cuando el
piso se quedó de nuevo en silencio, no pudo dormir. “Estaba aterrada”.
Una vecina subió escaleras arriba para quedarse con ella hasta que llegó
la mañana.
Historias como ésta –y son legión- se acumulan,
moldeando las líneas generales de lo que podría llamarse cultura de la
ocupación.
Dan el contexto a un comentario de Saleh Abdel-Yawad, decano
de la Facultad de Derecho de la Universidad Birzeit, cercana a Ramala:
“No recuerdo un día feliz desde 1967”, me dijo. Atónita, le pregunté
cómo era posible. “Porque”, me contestó, “no puedes ira Jerusalén a
rezar. Y está a solo quince kilómetros.
Y allí tienes tus recuerdos”.
Añadió: “Desde que tenía 17 años, no he podido ir al mar. No se nos
permite ir. Y mi hija se casó hace cinco años y no pudimos prepararle la
ceremonia de boda”. Israel no concedió un visado al yerno egipcio de
Saleh para que pudiera entrar en Cisjordania. “¿Cómo voy a preparar una
boda sin el novio?”
Una Intifada musical
Un
antiguo condiscípulo, ahora experto en Oriente Medio, que vive en París,
señala que los palestinos no son solo víctimas sino también los actores
de su propia narrativa.
Es decir, insiste, ellos, también, son
responsables de sus circunstancias, no todo descansa en los hombros de
los ocupantes.
Tiene algo de cierto. Como ejemplo adecuado, consideren
la bancarrota moral y estratégica de la táctica de los suicidas-bomba,
desplegada de 2001 a 2004 por varias facciones palestinas como respuesta
a los ataques israelíes durante la segunda Intifada.
Esa
desastrosa estrategia sirvió de excusa para todo tipo de represalias
israelíes incluyendo la construcción de la barrera de separación.
(La
casi desaparición de los ataques suicidas se ha debido menos al muro,
después de todo aún no está terminado, que a la decisión por parte de
todas las facciones palestinas de rechazar tal táctica)
Por tanto,
sí, los palestinos son también “actores” al crear sus propias
circunstancias, pero Israel sigue siendo la única potencia regional
nuclear, el Estado con uno de los ejércitos más fuertes del mundo y la
fuerza ocupante, y ese es el hecho determinante en Cisjordania.
Hoy,
para algunos palestinos que llevan 44 años viviendo bajo la ocupación,
permanecer simplemente en la tierra es una especie de victoria moral.
Este verano, empecé a escuchar un nuevo eslogan:
“La existencia es
resistencia”. Si permaneces en la tierra, el juego no ha terminado. Y si
intentas llamar la atención sobre la ocupación, mientras permanezcas en
tu sitio, tanto mejor.
En junio, Alá Shelaldeh, la violinista de
13 años, trajo su instrumento hasta el muro en Qalandia, en otro tiempo
un mero control que separaba Ramala y Jerusalén y ahora convertido en un
cruce de frontera internacional con su masa de hormigón, barras de
acero y torretas para ametralladoras.
La transformación de Qalandia –y
sus largos corredores como jaulas y múltiples molinetes de siete pies de
alto a través de los que sólo unos pocos afortunados con permisos
pueden cruzar hasta Jerusalén- es quizá el símbolo más poderoso de la
determinación de Israel de no compartir la Ciudad Santa.
Alá y sus
compañeros músicos de la Joven Orquesta Al Kamandjati fueron hasta el
muro para interpretar a Mozart y Bizet frente de los soldados israelíes,
al otro lado de las rejas de acero de Qalandia. Su propósito era
enfrentar la ocupación con la música, para afirmar esencialmente: estamos aquí.
Los niños y sus profesores salieron del autobús y rápidamente colocaron
sus atriles y empezaron a tocar.
En unos momentos, el sonido de la
Sexta Sinfonía en fa mayor de Mozar llenó la terminal. Los palestinos se
detuvieron y miraron. Las sonrisas brotaron.
La gente se fue acercando,
sacando sus teléfonos móviles para tomar fotos o solo para permanecer
allí, rodeando a la joven orquesta, traspasados por esa Intifada
musical.
Los músicos y los soldados estaban separados por una larga fila
de barras horizontales azules. Mientras la música seguía sonando, una
lúgubre barrera de confinamiento se convirtió momentáneamente en un
espacio de asertiva alegría. Alá diría después:
“Fue el concierto más
maravilloso de mi vida”.
A medida que avanzaba la sinfonía de Mozart –Allegro, Andante, Minuetto y el último movimiento de Allegro-,
algunos de los soldados empezaron a sentirse atraídos. En el momento en
el que la orquesta atacaba la Danza Bohemia nº 2 de Carmen de George
Bizet, aparecieron varios soldados que se pusieron a mirar entre los
barrotes. Por unos breves momentos, no fue fácil decir quién estaba
dentro, mirando hacia fuera, y quién estaba fuera mirando hacia dentro.
Si la existencia es resistencia, si los niños pueden enfrentarse a sus ocupantes con una Intifada
musical, entonces aún hay espacio, en el año de la Primavera Árabe,
para que algo inesperado y transformador acontezca. Después de todo, el
apartheid sudafricano se vino abajo y sin ninguna revolución sangrienta.
El Muro de Berlín cayó rápido, completamente, de forma inesperada.
Y
con China, India, Turquía y Brasil cada vez más fuertes, EEUU y su
evanescente poder no podrá seguir siendo el protector de Israel para
siempre.
Quizá finalmente el mundo imponga lo obvio: que el statu quo es inaceptable.
Por
el momento, pase lo que pase en las Naciones Unidas en las próximas
semanas, y después en Cisjordania, ¿no es acaso hora ya de que el mundo
se centre en lo que está sucediendo sobre el terreno actualmente?
Después de todo, es la ocupación, estúpido.
Sandy Tolan es autor de “The Lemon Tree: an Arab, a Jew and the Heart of the Middle East”. Es
profesor asociado de la Escuela Annenberg para la Comunicación y el
Periodismo de la Universidad del Sur de California. Está trabajando
actualmente en un nuevo libro: “Operation Mozart”, sobre la música y la vida en Palestina. Su página en Internet es: www.ramallahcafe.com
