Miles
de veces nos han repetido que las imágenes que vemos en televisión son
una ventana abierta el mundo, que nos acerca a cualquier acontecimiento
independientemente de donde ocurra, que valen más que mil palabras, que
son garantía de libertad porque nos permite informarnos…, y el sentido
popular ha certificado el hecho haciendo suya la frase “lo he visto en
televisión”, como garantía inequívoca de veracidad objetiva.
Por
todo ello resultaba inexplicable, a los ojos de millones de personas,
que la presencia de las cámaras de televisión no fuera bien recibida en
determinadas manifestaciones, reuniones y asambleas.
Se llegó incluso a
polemizar, entre los asistentes a esos actos, cuando algún manifestante
tapaba el objetivo de la cámara o invitaba al operador a no grabar,
porque siempre había participantes que seguían poniendo por encima de
todo el respeto a los medios de comunicación, confiando en que esas
imágenes, por breves que fueran, multiplicaban la convocatoria.
El
resultado del trabajo visto luego en informativos y reportajes era, en
general, tan deleznable y tergiversado que se acuñó el eslogan
“Televisión manipulación” cuando aparecían las dichosas cámaras.
El
problema seguía siendo no asumir de una vez por todas la propiedad del
medio, su carácter de enemigo en una sociedad dividida en clases.
La
misión de su trabajo al servicio de los poderosos no puede albergar
dudas.
Y para corroborarlo, estos días, con la desvergüenza que da la
impunidad, se nos ha dicho que las cámaras de televisión británicas al
terminar de grabar, sacaban la cinta y se la entregaban a la policía
para ayudar a localizar a los manifestantes.
La excusa era que había
algunos robando en grandes almacenes, pero la realidad era hacer un mapa
exacto de las personas que hartas de estar hartas han salido a las
calles a gritar contra un sistema que los aborrece, conocer con
exactitud la identidad de cada uno de los rebeldes.
Las cámaras han
aparecido rápidamente, y lo han hecho como una herramienta represiva al
servicio de la policía.
Taparse la cara se convierte en un mecanismo
defensivo, no tanto para los pocos que entran a robar en una tienda
(¿serán esos los infiltrados?) sino para los que le gritan a la cara a
los cuerpos represivos que su trabajo es estar al servicio de este
fascismo disfrazado de democracia parlamentaria, al que los dueños de
las cámaras le siguen poniendo colonia para que no apeste.
inSurGente.