El IL-62M de Cubana tocó tierra exactamente a la hora advertida, 15 minutos después de la medianoche. Descienden la escalerilla del avión, en la semioscuridad de la terminal aérea, los colaboradores médicos de la Brigada Henry Reeve que prestaron servicio en Chile tras el terremoto ocurrido el 27 de febrero. Llevaban ocho meses en el país austral, pero poco se ha hablado de ellos fuera de las regiones donde trabajaron. «Sí, es fruto del esfuerzo callado de Cuba», habría comentado unas horas antes el amigo que me advirtió de la llegada.
No se distinguen muy bien sus rostros y todos vienen con batas blancas por encima de un pulóver rojo con el distintivo de la brigada. Si se le quita el sonido a la escena, podría decirse que está ocurriendo en cualquier lugar del mundo, pero con audio hasta un marciano adivinaría que son cubanos y que el avión ha tocado tierra en la Isla. «Oye, chica, ¡qué rico estar en Cuba! ¡Qué aire más fresco!» «Yuly, pásame el creyón de labios». «¡Avemaría, no me lo puedo creerrrr…!» Risas, pasos apurados, alguna lágrima, un sombrero que se agita en el aire.
Entran al salón de estar de la terminal aérea, a toda luz. Van acomodándose en los primeros asientos y la doctora Yiliam Jiménez les habla a los de la primera fila: «Vamos a tener un pequeño acto. ¿Está bien? Pónganse lindos que van a salir en la Televisión». La bienvenida no se hace esperar.
El Dr. Juan Carlos Andux, jefe de la Brigada médica, habla en nombre de sus compañeros. Relata brevemente cómo llegaron a Chile. Ocho horas después de que la Embajadora cubana en ese país transmitiera la solicitud del gobierno de Michelle Bachelet para que la Isla enviara ayuda médica, las condiciones estaban creadas y partieron los médicos. En aquel primer grupo que aterrizó en Santiago el primero de marzo, iban 26 colaboradores de la salud, un hospital de campaña y 12 toneladas de equipamientos, instrumentales y medicinas para brindar los cuidados que hicieran falta. La carga y los pasajeros necesitaron dos aviones.
«Instalamos el primer hospital que funcionó después del terremoto y fuimos los últimos en irnos… Allí dejamos a un pueblo que nos amó y que recogió firmas para que no nos fuéramos. Más de mil personas fueron a darnos la despedida, lloraron cuando nos íbamos y nosotros, con ellos», dice Andux, que más tarde conversará con Juventud Rebelde, antes de abandonar el aeropuerto.
El ministro de Salud, el doctor Roberto Morales, felicita a la Brigada en nombre de la más alta dirección del país y del Comandante en Jefe Fidel Castro, que ha seguido día tras día el trabajo de los cooperantes y que envía un cariñoso mensaje de bienvenida. Morales hace un recorrido por las impresionantes cifras de personas asistidas y servicios que los especialistas brindaron al pueblo chileno, en dos ciudades duramente afectadas: Rancagua y Chillán.
«En Chile dejaron una huella más allá de nuestros servicios médicos: la huella de un pueblo, de una Revolución. Un pueblo que no da lo que le sobra, sino que comparte lo que tiene. Por eso fuimos los primeros en llegar y los últimos en irnos», añade el Ministro.
Piel a piel
«Rancagua y Chillán son dos escenarios diferentes», han sido las primeras palabras del doctor Juan Carlos, cuando nos sentamos —están él y otros de sus compañeros— en una salita del aeropuerto, a la espera de una prometida taza de café para distraer el sueño y el cansancio. Algunos llevan más de 48 horas sin dormir y están locos por abrazar a su familia. Son más de la una de la madrugada.
La Brigada médica ha estado, efectivamente, en dos ciudades muy diferentes, aunque con el mismo clima mediterráneo, de implacable invierno que llega hasta –6 grados centígrados, y de veranos que en enero pueden ser abrasadores. Rancagua está al sur de Santiago de Chile, más próxima al arenal de la interminable costa chilena, mientras Chillán se encuentra al norte, a menos de cien kilómetros del epicentro del terremoto.
Les propongo ir desde el principio, el momento en que los dos aviones cubanos aterrizaron en Santiago de Chile, en el Aeropuerto del Ejército chileno. Algunos compañeros se quedaron esperando la descarga de las 12 toneladas y el grueso de la brigada (26 colaboradores) atravesó primero la ciudad a oscuras y luego avanzó unos 450 kilómetros al norte en tinieblas. Llegaron a Rancagua en la madrugada, con vientos helados, sin saber exactamente adonde iban a ubicar los hospitales de campaña.
«Nos sorprendió lo que vimos cuando llegamos a Rancagua. En apariencias no había pasado nada, a juzgar por los edificios. Se mantenían en pie. Como en Chile han ocurrido terremotos devastadores de más de 8 grados en la escala de Richter, ellos durante años desarrollaron una sistema constructivo antisísmico, muy sólido, que ha permitido disminuir los efectos de este tipo de fenómeno natural». Juan Carlos reconoce que llegaron impactados por las imágenes que habían visto por la televisión de un Puerto Príncipe en ruinas, tras el terremoto del 11 de enero.
«Por eso en la trayectoria desde Santiago hasta Rancagua nos decíamos: ¡pero aquí no hay terremoto!» La realidad se impondría poco después. Prácticamente toda la infraestructura hospitalaria había sufrido severos daños. El Hospital Regional de Rancagua, de 506 camas, perdió más de 300. Colapsó totalmente.
«Nos ubicaron al lado de una estructura dañada de ese centro de salud. Ahí nos dimos cuenta de que las autoridades civiles chilenas no tenían experiencia en hospitales de campaña. Les explicamos por qué un hospital de campaña no podía ubicarse al lado de aquel edificio medio en ruinas, con una altura de ocho pisos, ya medio inclinado. La actividad sísmica no había terminado y con otra réplica fuerte, se iría abajo y nos mataría a todos. Comprendieron en el acto y nos ubicamos en el estadio de fútbol», añade.
Apenas amaneció el 1ro. de marzo, comenzaron a armar el Hospital de campaña en el Complejo Deportivo Patricio Mekis. Algunos tenían temores de que los pobladores no iban a mirar con buenos ojos que los cubanos se instalaran precisamente en el estadio de fútbol. Rancagua se conoce como «la ciudad celeste» o «del capo de provincia», denominaciones referentes al equipo de fútbol O’Higgins, el club con mayor cantidad de seguidores fuera de Santiago de Chile.
Los aceptaron sin problemas. Esa fue la primera sorpresa, pero no la única. «¿Sabes quién fue el que inmediatamente se nos acercó para ofrecernos ayuda? El Ejército. Nos sorprendió ver llegar a un General —imagínate todo lo que nos pasó por la cabeza—, que respetuosamente nos saludó y su primera pregunta fue: “¿Cómo podemos ayudarlos?” Y durante los ocho meses con sus 259 días así fue la relación con los militares. Nos apoyaron en todo», continúa Juan Carlos.
No había levantado mucho la mañana y empezaron a llegar voluntarios del pueblo. «Nos veían con las mandarrias, armando la carpa de clasificación, que fue la primera que montamos para empezar a atender de inmediato, y preguntaban: “¿Cuándo vienen los médicos?”. No podían creer que los médicos éramos nosotros mismos», interviene ahora el Doctor Carlos Pérez Díaz, que estuvo al frente del Hospital de campaña de Rancagua.
Explican el porqué de la confusión. La ayuda médica norteamericana llegó a Chile acompañada de un destacamento de soldados que fueron los que les levantaron su hospital de campaña.
«Se nos empezó a llenar aquello y a partir de ahí vinieron noches muy duras, con servicios las 24 horas. Rancagua amanecía con 400 personas sentadas a la entrada del hospital y todo tipo de dolencias. Descubrimos que iban a ver qué era la medicina cubana, quiénes éramos nosotros. Habían oído hablar del prestigio del sistema sanitario cubano, de su calidad técnica, de su desprendimiento, pero querían verlo por sus propios ojos», dice Juan Carlos.
Rancagua tiene unos 200 000 habitantes en toda la municipalidad y él duda que haya quien no hubiera escuchado hablar de la presencia de los cubanos. El Doctor Carlos ofrece un matiz adicional: «Las personas reconocían la calidad del servicio que se les brindaba en el hospital de campaña, pero lo que más les llamaba la atención era el trato que les dábamos. Nos decían: “Ustedes son médicos piel a piel”. Al principio no entendía. Ellos se referían al afecto, a que los tocábamos y les escuchábamos sus problemas. Para una población que sufría de estrés postraumático era esencial ofrecerles cariño, seguridad, comprensión, apoyo sicológico».
Bailando en casa del trompo
En el avión que los llevó a Chile, los colaboradores cubanos habían estado estudiando las características de la actividad sísmica en la región y las informaciones sobre el terremoto, que se disponían hasta ese momento.
«Ellos tienen un terremoto cada 25 años —cuenta el Jefe de la Brigada—. En 1939, tuvieron uno terrible en Chillán y murieron más de 30 000 personas. En 1960, el terremoto de Valdivia, el más grande del mundo con una intensidad de 9,5 grados en la escala de Richter, costó la vida a más de 2 000 personas y dejó un millón de damnificados.
En 1986, tuvieron otro, y ahora, en el 2010. Como promedio, sufren un terremoto cada 25 años. Sabíamos que después de un fuerte temblor, hay réplicas, algunas muy intensas y que pueden ser muy peligrosas. Y así fue. Nosotros vivimos en Chile, desde el día que llegamos, 576 réplicas, y la más difícil, la del 11 de marzo, el mismo día del cambio de gobierno».
Nadie habría podido imaginar que aquellos hombres y mujeres provenientes de una Isla donde la actividad sísmica no tiene las proporciones que ha vivido Chile, terminarían ofreciendo soluciones muy útiles para enfrentar los terremotos.
«Le dijimos a las autoridades: “necesitamos un radiotransmisor, con dos equipos: uno para nosotros y otro para Patricio, el jefe del SAMU”. El SAMU es el Sistema de Atención Médica de Urgencia, la variante chilena del SIUM cubano (Sistema Integral de Urgencia Médica). Ellos contestaron: “¿Radio? Eso es una tecnología obsoleta. Nadie aquí usa eso”. Pero nosotros insistimos, porque cuando se desataron el terremoto y el tsunami las redes de telefonía celular se cayeron y el moderno sistema de comunicación del país colapsó. Nosotros no queríamos vivir esa experiencia. Se dieron por vencidos y nos dieron un radio. El otro lo tenía Patricio».
Pronto llegaría la hora de probar que aquello no era un capricho. El 11 de marzo, día del traspaso de Gobierno —Michelle Bachelet entregó la Banda Presidencial a su sucesor, Sebastián Piñera—, el Dr. Juan Carlos asistía a una cirugía compleja, una fractura. «De pronto dice la anestesista: “El paciente está convulsionando, está convulsionando”. Bueno, y nosotros con él, porque también se estaban moviendo fuertemente las carpas. Y responde un compañero: “No, no es una convulsión; es que está temblando”».
Se armó un corre corre infernal entre los que estaban en los edificios próximos al hospital, presos del pánico. «Hay un gran alboroto y, por supuesto, los celulares dejaron de funcionar instantáneamente… En eso se escucha por la radio: “Hospital de campaña, hospital de campaña, ¿está operativo?” Respondo: “Sí, operativo, esperando para recibir pacientes”. Al día siguiente, las autoridades de Salud y todo el personal de atención médica de urgencias disponían de un radio, que sirvieron para comunicarnos rápidamente cuando se producía una réplica», comenta con cierta picardía el Jefe de la Brigada.
Los cubanos en la silla del sol
Al día siguiente del cambio de gobierno, el 12 de marzo, el nuevo Ministro de Salud de Chile le solicitó a Cuba otro hospital de campaña. Tres días después ya estaban los cubanos llegando a Chillán, que en lengua autóctona quiere decir «Silla del Sol», ubicada a unos 319 kilómetros al sur de Rancagua.
En un reportaje publicado el 19 de marzo, la revista chilena Punto Final explica exactamente como se concretó esta solicitud: «La organización y equipamiento del hospital y la capacidad profesional de los médicos y paramédicos cubanos fue reconocida por el nuevo ministro de Salud, Jaime Mañalich, ex director de la lujosa Clínica Las Condes, que luego de conocer las condiciones de funcionamiento del hospital de campaña en Rancagua pidió públicamente al gobierno cubano que enviara otro hospital de ese tipo, para atender la emergencia en Chile».
La respuesta del gobierno cubano fue instantánea. Dos días después de esta solicitud arribaba a Chile un segundo hospital de campaña cubano y, como el otro, equipado con quirófano, terapia intensiva, sala de hospitalización, laboratorio, sala de imágenes, etcétera. Si se cortaba la energía eléctrica, se activaba automáticamente un generador y el hospital seguiría funcionando normalmente. Por supuesto, también contarían con el «viejo» y eficiente sistema de radio.
El Doctor Juan Carlos viajó al frente de la Brigada de Chillán. Cuando le pregunto qué era distinto en esa zona de la cordillera andina, ni lo piensa dos veces: «más lluvia, más frío y más cerca del desastre». Con una población de 230 000 habitantes, también sufrieron el colapso de su infraestructura sanitaria. El Hospital Regional perdió 206 camas.
«Pero la gran diferencia con Rancagua es que en Chillán había toque de queda: no se podía estar en la calle desde las ocho de la noche hasta las seis de la mañana, y por tanto, a esas horas no teníamos pacientes. Cuando amanecía, ya había entre 600 y 700 personas haciendo cola en las afueras del hospital. Era muy agotador para los 36 colaboradores de la salud».
Descubrieron maravillados por qué a Chillán le dicen la región de las artes. Ha sido la cuna de poetas, escritores, músicos, escultores, y particularmente de personalidades de la cultura chilena muy entrañables para Cuba: allí nació Víctor Jara, el cantautor asesinado en el Estadio Chile, el inolvidable creador de Te recuerdo, Amanda, canción que todos se saben de memoria. De allí también es el gran amigo de Cuba y de Fidel, el escritor y luchador comunista Volodia Teitelboim. Violeta Parra nació en esa zona.
A los chilenos no les resultó extraño que los cubanos supieran de memoria las canciones de Violeta y Víctor Jara. Ellos también podían cantar decenas de Silvio y Pablo, de modo que era lógico que se encontraran para escuchar música y bailar. «Y una cosa llevó a la otra. Ellos querían bailar salsa y nosotros tratamos de aprender a bailar la cueca», afirma Juan Carlos. No me imagino cómo puede bailar un cubano la cueca: «Bueno, ellos tuvieron más éxito que nosotros en el aprendizaje. Nosotros bailando la cueca somos malísimos».
«Pero espérate —interviene el doctor Carlos—: los cubanos dimos clases gratuitas para aprender a bailar salsa en Rancagua. El cocinero nuestro, los martes y los jueves, las daba en una cancha de baloncesto y hubo un momento en que la cancha no alcanzaba para la cantidad de alumnos que querían practicar. Tendrías que haber visto aquello».
Mirando a los ojos
Lo más difícil, el frío. Chillán tiene un clima muy seco. El aire es helado y la lluvia corta como un cuchillo. Los cubanos dormían en carpas, casi a la intemperie. A medida que avanzaba el invierno austral, tuvieron que comenzar a buscar un lugar más protegido. «En Rancagua, el hospital de campaña se mudó para un gimnasio y eso también hicimos en Chillán», cuenta Juan Carlos. Carlos precisa: Rancagua está rodeada de cordilleras. Cuando llueve, las montañas se hielan y sopla durísimo el viento. El estadio de fútbol se había convertido en una nevera.
Lo mejor, el pueblo chileno. «Despedirnos fue duro, duro», dicen los dos médicos. Y aclaran: no recibimos solo el apoyo de los movimientos de solidaridad, de la izquierda chilena, de las personas con más conciencia política. Les llegaron cartas y abrazos de alcaldes de derecha, representantes de la Iglesia episcopal, miembros del Ejército, funcionarios del gabinete de Michelle Bachelet y del de Sebastián Piñera, de personas de diferentes credos políticos, de los periodistas. Juan Carlos tiene un dossier con más de 500 trabajos de prensa que se refieren al personal de salud cubano, todos elogiosos. Un titular los declaró «ángeles de batas blancas».
Lo más sorprendente, cuánto se conoce a Cuba en Chile. «Y cuánto quieren a Fidel. Es lo más lindo que vivimos en ese país». A esta altura de la conversación ya no sé cuál de los Carlos habla. Son más de las dos de la madrugada. Por tanto, el lector sabrá que a partir de este punto lo que escuchamos es una especie de voz coral, la de la Brigada:
«Llegaban los pacientes a la consulta y algunos recordaban a los médicos cubanos que socorrieron a las víctimas del terremoto de Valdivia, en 1960. Nos dijeron que cuando aparecieron los cubanos eran como dioses: acababa de producirse el triunfo de la Revolución y no había noticia más importante que esa en América Latina». Otros habían visto a Fidel cuando recorrió todo el país con Salvador Allende: «Un señor me dijo, muy orgulloso: “vi cuando pasó la caravana y yo corrí y corrí. Tenía 12 años. Fidel extendió la mano y me la dio. Para mí fue histórico”».
Si algo los sostuvo estos ocho meses fue la manera en que los chilenos les hablaban de Cuba y de Fidel, y el reencuentro con los que habían vivido en la Isla exiliados por la dictadura de Augusto Pinochet. También, el vínculo que se produjo de la manera más natural del mundo con los jóvenes graduados de la Escuela Latinoamericana de Medicina (ELAM).
«Estábamos en una de las carpas del Hospital de campaña de Chillán y veo venir a un médico chileno, que ha preguntado por mí. Poco antes, en esa noche, había llegado una paciente muy grave, muy grave. No sabíamos cuáles eran sus antecedentes. Él me pregunta por la señora y me dice: “Yo me hice médico en Cuba y vengo a pedirle que me deje llevar, bajo mi responsabilidad, a esa señora”.
“No, cómo se la va a llevar, ella está ventilada; la estamos atendiendo aquí”, le respondo. “Me la quiero llevar porque la familia de esa señora ha iniciado un proceso legal por el mal tratamiento médico que recibió antes, pero en lo que se esclarece la verdad, va a recaer sobre ustedes una sospecha si le ocurre lo peor. Yo la voy a cuidar y voy a asumir la responsabilidad.” Y se la llevó para su Terapia Intensiva, porque es un intensivista formado por nuestra Revolución. No quería que la más mínima sombra cayera sobre nuestro trabajo».
Más de cien graduados de la ELAM colaboraron con la Brigada en Chile. La revista Punto Final recogía las declaraciones de Ulises González, chileno, médico general, que estudió en Cuba seis años y medio, en Manzanillo, provincia de Granma. «Había unos 50 chilenos y de otros países, Jamaica, Congo, Medio Oriente. Terminé en 2007 y volví a Chile. Revalidé estudios y trabajo en Lo Prado, en un consultorio de atención primaria. Vine a Rancagua para apoyar a los compañeros cubanos. ¿Qué puedo decir de la solidaridad cubana? Los cubanos enseñan a vivir. La atención que están entregando en este hospital a los pacientes chilenos es de lo mejor. Cuba siempre manda a los pobres lo mejor que tiene».
Los jóvenes graduados de la ELAM trabajaban de lunes a viernes en sus hospitales, pero el fin de semana se unían a los cubanos y se alternaban en las guardias del sábado y del domingo.
Esta vez reconozco en la cinta de la grabadora la voz del doctor Juan Carlos: «Recuerdo un día en que autoridades chilenas, de diferentes ideologías, visitaron el campamento. Un funcionario local le preguntó a uno de los médicos de la ELAM que de dónde era. Le respondió que era de Angol, ciudad en la que se ubicó el hospital de campaña norteamericano que estuvo en Chile aproximadamente dos meses. “¿Y tú trabajas de lunes a viernes allá? ¿Y cuándo tú descansas, si estás acá los fines de semana?” El médico, un mapuche, miró al funcionario a los ojos y le contestó: “Nosotros paramos cuando el Comandante en Jefe decida”».
Epílogo
No puedo resistirme a una coda final. Es imposible hablar de Chile sin que venga a la mente el terremoto en Haití, que costó la vida a más de 200 000 personas. En el país caribeño también está la Brigada Henry Reeve, los médicos de la ELAM y miles de historias con las grandezas y las desdichas de cada uno de sus pobladores.
De modo que les cuento lo que me contaron. Se estaba preparando este acto para los médicos que llegaban del país austral y Fidel quiso saber cada detalle y todas las estadísticas posibles. Actualizó sus datos de la Brigada en Chile e intuyó que los colaboradores que habían estado en Rancagua y Chillán seguramente querrían tener noticias de sus hermanos en Haití. La Henry Reeve libra en cinco Departamentos haitianos una batalla homérica contra las secuelas de su pobreza ancestral, el terremoto de enero, el huracán que vino después y ahora, contra el cólera.
Llamó por teléfono al doctor Lorenzo Somarriba, jefe de la Brigada médica en Haití, quien estaba en ese momento viajando por carretera a Rabotó, donde Cuba atiende un hospitalito. Fidel le preguntó con quién iba en el carro. El médico le contestó que con el chofer y un informático. Seguramente al Comandante le pasaron por la mente todos los peligros de este mundo. Debió pensar en aquel país, el más pobre entre los pobres, el más abandonado a su suerte, el más desvalido, el que ya no tiene nada que perder y no pocas veces se desborda.
Dicen que Fidel preguntó a Somarriba: «¿Pero no va nadie más para cuidarlos?». El médico le contestó: «Sí, Comandante. Llevamos dos banderitas cubanas. Eso le puede dar una idea de cuánto quieren los haitianos a los cubanos».