No sé si aún estará en vigencia esta oración diseñada por la iglesia católica y que, junto con el padrenuestro y el ave María, constituía el trípode sobre el que se asentaba la enseñanza del catecismo en los años de mi infancia.
De la misa no se nos explicaba mucho porque estaba en latín y sólo sabíamos que en su transcurso había que seguir una serie de posiciones físicas, tales como sentarse, arrodillarse o ponerse de pie imitando a los que sabían más del tema y contestar a coro en ciertos pasajes palabras que tampoco sabíamos bien lo que significaban.
No me estoy refiriendo a un período histórico de siglos atrás, sino de unas décadas, ya que aún puedo contarlo. Se nos hacía repetir esas tres plegarias hasta conocerlas a la perfección y, junto con algunos conceptos que había que memorizar, y habiendo realizado el famoso “examen de conciencia” la noche previa, a uno lo vestían con un vestido blanco especial que incluía tocado y guantes o, en el caso de los varones, un traje azul o gris con un moño de seda blanca en una de las mangas y, en ayunas, uno se dirigía a la iglesia a “tomar la primera comunión”.
Tras casi un año de ensayos rituales, todo salía perfecto; hacíamos fila para arrodillarnos ante el confesionario (pequeño cubículo con una ventanita enrejada a través de la cual uno se comunicaba con un cura al que no veíamos) y recitábamos nuestros “pecados”. La voz del cura nos indicaba cuál sería nuestra penitencia para ser absueltos y ésta generalmente consistía en un número determinado de padrenuestros o avemarías, según la gravedad de nuestras ofensas a Dios.
En mi caso particular, sólo logré reunir unos pecaditos miserables, tales como haber contestado mal a mi madre, mentir (sólo una vez) a mi padre y haberme quedado con un cambio de 20 centavos para poder comprar una figurita que me había tenido obsesionada por varios meses.
No me estoy refiriendo a un período histórico de siglos atrás, sino de unas décadas, ya que aún puedo contarlo. Se nos hacía repetir esas tres plegarias hasta conocerlas a la perfección y, junto con algunos conceptos que había que memorizar, y habiendo realizado el famoso “examen de conciencia” la noche previa, a uno lo vestían con un vestido blanco especial que incluía tocado y guantes o, en el caso de los varones, un traje azul o gris con un moño de seda blanca en una de las mangas y, en ayunas, uno se dirigía a la iglesia a “tomar la primera comunión”.
Tras casi un año de ensayos rituales, todo salía perfecto; hacíamos fila para arrodillarnos ante el confesionario (pequeño cubículo con una ventanita enrejada a través de la cual uno se comunicaba con un cura al que no veíamos) y recitábamos nuestros “pecados”. La voz del cura nos indicaba cuál sería nuestra penitencia para ser absueltos y ésta generalmente consistía en un número determinado de padrenuestros o avemarías, según la gravedad de nuestras ofensas a Dios.
En mi caso particular, sólo logré reunir unos pecaditos miserables, tales como haber contestado mal a mi madre, mentir (sólo una vez) a mi padre y haberme quedado con un cambio de 20 centavos para poder comprar una figurita que me había tenido obsesionada por varios meses.
El hecho que la figurita representaba dos ángeles en medio de gordas nubes tocando el violín no creo que fuera motivo válido para reducir mi penitencia (o tal vez sí) pero el hecho es que mi penitencia se vio reducida a “un padrenuestro, un ave María y un Credo”. Ninguna mención fue hecha en el sentido de tener que pedir disculpas a mis padres por mi comportamiento, ya que aparentemente el pecado era contra Dios, no contra ellos.
Allí surgió mi primera duda: uno en realidad podía hacer algo a otra persona sin tener que admitirlo ante ella, o remediarlo de alguna forma. Sólo bastaba rezar y ya.
La segunda duda, y que luego influiría en mi posición respecto a la iglesia, era el texto del Credo. Este consistía en una enumeración de premisas en las que uno debía creer y comenzaba por “Creo en Dios padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, su único hijo”. Luego venía una lista de creencias que por suerte he olvidado pero casi al final venía “creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable”. Debo admitir que la sola idea de que toda la carne que constituía la humanidad muerta hasta ese momento resucitaría me llenaba de un cierto pavor y hasta de asco y me preocupaba pensar que no íbamos a caber en el planeta.
Una creencia es la aceptación mental de una proposición, idea o hecho, como si fuera verdadera, basada en lo que dice una autoridad (en este caso una religión) o en evidencia comprobable (ciencia). A través de los años la iglesia ha ido modificando ciertas creencias y supongo lo de la “resurrección de la carne” debe haber sido una de ellas, pero no lo sé a ciencia cierta porque desde aquel día de mi primera comunión no he vuelto a tener contacto con sus intérpretes.
Nuevas ramas de la religión cristiana han ido surgiendo y todas ellas se basan en las cosas que hay que creer, llegando algunas a extremos tan risibles como el expendio de contratos escritos entre el creyente y Dios en los que pagando un diezmo a los pastores encargados de interpretar la Biblia - ya que aunque la leamos no estamos en condiciones de captar el espíritu de sus mensajes - uno se asegura la prosperidad emanada de la divinidad.
Allí surgió mi primera duda: uno en realidad podía hacer algo a otra persona sin tener que admitirlo ante ella, o remediarlo de alguna forma. Sólo bastaba rezar y ya.
La segunda duda, y que luego influiría en mi posición respecto a la iglesia, era el texto del Credo. Este consistía en una enumeración de premisas en las que uno debía creer y comenzaba por “Creo en Dios padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, su único hijo”. Luego venía una lista de creencias que por suerte he olvidado pero casi al final venía “creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable”. Debo admitir que la sola idea de que toda la carne que constituía la humanidad muerta hasta ese momento resucitaría me llenaba de un cierto pavor y hasta de asco y me preocupaba pensar que no íbamos a caber en el planeta.
Una creencia es la aceptación mental de una proposición, idea o hecho, como si fuera verdadera, basada en lo que dice una autoridad (en este caso una religión) o en evidencia comprobable (ciencia). A través de los años la iglesia ha ido modificando ciertas creencias y supongo lo de la “resurrección de la carne” debe haber sido una de ellas, pero no lo sé a ciencia cierta porque desde aquel día de mi primera comunión no he vuelto a tener contacto con sus intérpretes.
Nuevas ramas de la religión cristiana han ido surgiendo y todas ellas se basan en las cosas que hay que creer, llegando algunas a extremos tan risibles como el expendio de contratos escritos entre el creyente y Dios en los que pagando un diezmo a los pastores encargados de interpretar la Biblia - ya que aunque la leamos no estamos en condiciones de captar el espíritu de sus mensajes - uno se asegura la prosperidad emanada de la divinidad.
También la iglesia católica, negadora del divorcio, por una buena suma produce una nulidad del matrimonio anterior, aunque la pareja haya estado casada durante años o haya procreado. Asimismo, si algo sale mal es porque “el señor tiene otros planes para nosotros” o puede ser que lo que salió muy mal sea obra del demonio que está siempre entre nosotros.
La Biblia nos habla de comunicaciones directas entre Dios y algunos de los protagonistas de ese compendio de libros, todos pertenecientes a una determinado grupo étnico, en los que se les promete cierta tierra, se los castiga o premia por diferentes acciones, se les fija tasas de intereses que podrán cobrar a hermanos (diferente de la que se cobrará a extraños, según se especifica en el Deuteronomio) y uno no puede menos de sentirse que gran parte de la humanidad ha sido excluida de tales diálogos, que hemos sido simplemente ignorados, lo que daría a entender que nada tenemos que ver con los pactos, alianzas y demás convenios entre Dios y un grupo de “elegidos”, con lo que se hace aún más incomprensible por qué ese Dios que se menciona todo el tiempo no tuvo jamás en cuenta al resto de la humanidad que surgía y crecía en todo el planeta tierra.
Luego vinieron los Evangelios, que se supone repiten palabras de un ser que se rebeló contra el templo, su materialismo y la cultura de su época pero que a través de los años desde que se fundó una iglesia en su nombre fue perdiendo su carácter rebelde y su mensaje se fue diluyendo.
La Biblia nos habla de comunicaciones directas entre Dios y algunos de los protagonistas de ese compendio de libros, todos pertenecientes a una determinado grupo étnico, en los que se les promete cierta tierra, se los castiga o premia por diferentes acciones, se les fija tasas de intereses que podrán cobrar a hermanos (diferente de la que se cobrará a extraños, según se especifica en el Deuteronomio) y uno no puede menos de sentirse que gran parte de la humanidad ha sido excluida de tales diálogos, que hemos sido simplemente ignorados, lo que daría a entender que nada tenemos que ver con los pactos, alianzas y demás convenios entre Dios y un grupo de “elegidos”, con lo que se hace aún más incomprensible por qué ese Dios que se menciona todo el tiempo no tuvo jamás en cuenta al resto de la humanidad que surgía y crecía en todo el planeta tierra.
Luego vinieron los Evangelios, que se supone repiten palabras de un ser que se rebeló contra el templo, su materialismo y la cultura de su época pero que a través de los años desde que se fundó una iglesia en su nombre fue perdiendo su carácter rebelde y su mensaje se fue diluyendo.
Ya nadie menciona lo del “antes pasará un camello a través del ojo de una aguja que un rico entrará al reino de los cielos”, o “mirad los lirios del campo, etc.” Sino que durante 2000 años esa misma iglesia acumuló bienes, se alió con reyes para cimentar su poder, permitió la masacre de indígenas con el supuesto propósito de “evangelizarlos” y llegó a nuestros días con una prédica obsesiva sobre el pecado del sexo, con especial énfasis en la culpabilidad de la mujer y ninguna mención contra la injusticia, la explotación o la condena al abuso de la naturaleza.
Ni hablar de las guerras que se sucedieron unas a otras y aún proliferan, sin que la iglesia haya hecho nada concreto para detenerlas.
Sigo sin comprender la leyenda de Adán y Eva que presuntamente fueron creados para disfrutar de un paraíso pero en el cual se incluyó a una serpiente para que se los arruinara, prolongando hasta hoy un “pecado original” con el que supuestamente todos debemos cargar.
Sigo sin comprender la leyenda de Adán y Eva que presuntamente fueron creados para disfrutar de un paraíso pero en el cual se incluyó a una serpiente para que se los arruinara, prolongando hasta hoy un “pecado original” con el que supuestamente todos debemos cargar.
¿Para qué entonces se crearon dos sexos como forma de reproducción en toda la naturaleza, si sólo en la raza humana se consideraría impropio su uso? Además, si ya la primer pareja falló y sus dos primeros hijos no encontraron nada mejor que matarse uno al otro, no hubiera sido más lógico parar la máquina, darse cuenta que algo no había salido muy bien en vez de que el horror se perpetúe por siglos?
¿Cómo aceptar sin rebelarse la imagen de un Dios vengativo, arbitrario, con cualidades propias del hombre y que sólo exige obediencia ciega, habiéndonos dotado de un mecanismo tan perfecto y tan poco usado como es el de la conciencia que nos indica con certeza el “no hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti”?
Bastaría usar la empatía, el ponerse un instante en el lugar del otro antes de actuar para erradicar tanto accionar salvaje, tanta codicia y sed de poder. Bastaría aprender a mirar la naturaleza con la admiración que merecen sus infinitas formas y funciones para mermar nuestros sufrimientos, pero no, esa opción sólo figura en la prédica loca de algunos ecologistas, jamás en el léxico de las religiones.
No he llegado a negar la existencia de un creador del universo pero tampoco he podido afirmar que exista, simplemente porque NO LO SE. Por eso quedo consternada cuando oigo a tanto pastor, (sea cual sea su religión) afirmando que Dios dijo esto o aquello, que Dios quiere esto o aquello, que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, cuando mas bien sospecho que ha sido al revés.
No veo ninguna virtud en “creer” y menos aún en creer en lo que otro mortal tan imperfecto y perdido como uno te lo diga, te ponga cara de “yo tengo la precisa, directamente de fábrica” que figura en este librito que yo esgrimo pero cuya interpretación tú no estás en condiciones de hacer sin mi ayuda.
¿Cómo aceptar sin rebelarse la imagen de un Dios vengativo, arbitrario, con cualidades propias del hombre y que sólo exige obediencia ciega, habiéndonos dotado de un mecanismo tan perfecto y tan poco usado como es el de la conciencia que nos indica con certeza el “no hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti”?
Bastaría usar la empatía, el ponerse un instante en el lugar del otro antes de actuar para erradicar tanto accionar salvaje, tanta codicia y sed de poder. Bastaría aprender a mirar la naturaleza con la admiración que merecen sus infinitas formas y funciones para mermar nuestros sufrimientos, pero no, esa opción sólo figura en la prédica loca de algunos ecologistas, jamás en el léxico de las religiones.
No he llegado a negar la existencia de un creador del universo pero tampoco he podido afirmar que exista, simplemente porque NO LO SE. Por eso quedo consternada cuando oigo a tanto pastor, (sea cual sea su religión) afirmando que Dios dijo esto o aquello, que Dios quiere esto o aquello, que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, cuando mas bien sospecho que ha sido al revés.
No veo ninguna virtud en “creer” y menos aún en creer en lo que otro mortal tan imperfecto y perdido como uno te lo diga, te ponga cara de “yo tengo la precisa, directamente de fábrica” que figura en este librito que yo esgrimo pero cuya interpretación tú no estás en condiciones de hacer sin mi ayuda.
En diferentes períodos y lugares ha habido inventores de creencias y de dioses que han fingido a la perfección “saber la única verdad” y hombre y mujeres que los han seguido, tal vez como forma de no sentirse tan solos y abandonados, con tanta mansedumbre como siguen de repente una moda o la necesidad de tener algún producto, lo que convierte a la religión en otro producto, cuyo marketing debemos convenir fue muy bien organizado y exitoso.
Esta técnica de inspirar miedo, de fingirse en posesión de un conocimiento negado al homo sapiens común se ha venido multiplicando, incorporando a esa misma necesidad de poder a gobernantes, reyes, corporaciones, profesiones, que van cambiando la partitura según la circunstancia pero sin dejar de querer esgrimir la batuta.
Basta, muchachos, no nos ayuden más. Ya de por sí es bastante duro aceptar la propia mortalidad, el no saber si hay un por qué y para qué en la existencia del cosmos, sin tener que pasar nuestro escaso tiempo víctimas de vuestros engaños, de vuestra voracidad insaciable, de vuestra ignorancia que sólo los incita a acumular (bienes materiales, poder, influencia) como si tuvieran algún lugar adónde llevar toda esa carga al morir.
La última moda actual está entre los “evangélicos” que proliferan como termitas diciendo que todo está en las escrituras, que se viene el fin del mundo pero que para que eso se produzca y sólo sean salvos sus fieles seguidores, es preciso que haya una gran y cruenta guerra para la que debemos prepararnos. Los fabricantes de armas agradecidos, muchachos.
Esta técnica de inspirar miedo, de fingirse en posesión de un conocimiento negado al homo sapiens común se ha venido multiplicando, incorporando a esa misma necesidad de poder a gobernantes, reyes, corporaciones, profesiones, que van cambiando la partitura según la circunstancia pero sin dejar de querer esgrimir la batuta.
Basta, muchachos, no nos ayuden más. Ya de por sí es bastante duro aceptar la propia mortalidad, el no saber si hay un por qué y para qué en la existencia del cosmos, sin tener que pasar nuestro escaso tiempo víctimas de vuestros engaños, de vuestra voracidad insaciable, de vuestra ignorancia que sólo los incita a acumular (bienes materiales, poder, influencia) como si tuvieran algún lugar adónde llevar toda esa carga al morir.
La última moda actual está entre los “evangélicos” que proliferan como termitas diciendo que todo está en las escrituras, que se viene el fin del mundo pero que para que eso se produzca y sólo sean salvos sus fieles seguidores, es preciso que haya una gran y cruenta guerra para la que debemos prepararnos. Los fabricantes de armas agradecidos, muchachos.
Igualmente los países que usan gran parte de sus recursos para alimentar y hacer creer sus ejércitos. Evitan mencionar que entre los 10 mandamientos, figura el “No matarás” y supongo los “guías espirituales” de los pobres infelices que cumplen el rol de soldados les dirán que ese mandamiento no cuenta si estás en el bando “de los buenos”.
El único ingrediente que el ser humano tiene que podría convertir su paso por la vida en algo diferente es su capacidad intrínseca de “ponerse en el lugar del otro”, reconocer que sólo somos un pequeño átomo del todo pero hasta la educación está diseñada para que no lo veas así, que creas a pie juntillas que hay que sobresalir, que competir, que lograr metas que te coloquen por encima de los “inferiores” para ser “alguien” y, si te sobra tiempo y dinero, donar algo para los “indigentes” para ganar tu lugarcito pavimentado, con todos los servicios, en el cielo.
El único ingrediente que el ser humano tiene que podría convertir su paso por la vida en algo diferente es su capacidad intrínseca de “ponerse en el lugar del otro”, reconocer que sólo somos un pequeño átomo del todo pero hasta la educación está diseñada para que no lo veas así, que creas a pie juntillas que hay que sobresalir, que competir, que lograr metas que te coloquen por encima de los “inferiores” para ser “alguien” y, si te sobra tiempo y dinero, donar algo para los “indigentes” para ganar tu lugarcito pavimentado, con todos los servicios, en el cielo.
María Luisa Etchart (Desde San José, Costa Rica. ...