Jorge Zavaleta Balarezo (Desde Pittsburgh, Estados Unidos. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)
Roland Emmerich es un cineasta alemán que la década pasada, como sucede con tantos de sus colegas alrededor del mundo, fue atraído por la industria de Hollywood.
En su país hizo tres o cuatro films y concit ó la atención de ciertos espectadores cuando dirigió “Soldado universal”, a mayor gloria de ese luchador de artes marciales llamado Jean-Claude Van Damme. Ya en Norteamérica se especializó en “cine catástrofe”, ese que tiene como referentes históricos, digamos, a “La aventura del Poseidón” e “Infierno en la torre”, bordeando los años 70, pero del cual se puede hablar también a partir de una versión de “La guerra de los mundos” (la primigenia, no la que hizo Spielberg).
En medio de este cine que trata de desgracias y colapsos masivos, Emmerich ha filmado obras como Día de la independencia, El día después de mañana o Godzila, en las que, entre cada escena colmada de efectos especiales, se aprovecha para inflar al máximo el patriotismo imperial norteamericano, tras el cual subyace la mirada de sus propias fuerzas armadas (hablando de este tema, Emmerich es también autor de “El patriota”, la simplona épica de un “esforzado”
Mel Gibson).
“2012”, que alude al año en que se acabaría el mundo de acuerdo a una predicción maya, no es la excepción, y toda la película -como ocurría también en La guerra de los mundos, de Spielberg- está sostenida en una historia familiar, de padres e hijos que están separados, de una crisis matrimonial, hechos que, como puede adivinarse, van a tener un final feliz.
En la historia de Spielberg era Tom Cruise, en esta “2012” es John Cusack. Ambos resultan igual de inefectivos.
Cusack, conocido por performances más logradas, como las de “Alta fidelidad” o “Medianoche en el jardín del bien y el mal”, sólo es aquí el necesario e indispensable héroe que se requiere para que, justo en la escena final, cambie el destino del mundo, asediado por cataclismos, terremotos, erupciones volcánicas…
Emmerich, por otra parte, es un director de la industria. Sus productos suelen ser mediocres. No hay un sentido muy práctico en sus muestras de calles que se parten o ciudades enteras que desaparecen. Hay hasta una vocación fascista o fascistoide que muestra todo, o casi todo, controlado por el ejército.
Emmerich, por otra parte, es un director de la industria. Sus productos suelen ser mediocres. No hay un sentido muy práctico en sus muestras de calles que se parten o ciudades enteras que desaparecen. Hay hasta una vocación fascista o fascistoide que muestra todo, o casi todo, controlado por el ejército.
Un desorbitado Woody Harrelson habita el parque Yellowstone pero tampoco nos dice nada claro.
Amanda Peet nos regala, otra vez, la belleza casi celestial de sus ojos. Y un viejo actor como George Segal reaparece después de una larga temporada.
A pesar de todos estos reparos, “2012” quiere dar un discurso “global”, siempre con los Estados Unidos en primera fila, por supuesto, y ubica a Danny Glover como el presidente de raza negra que se sacrifica en cuerpo y alma, que se niega a abordar el Air Force One, que quiere ser ejemplo para sus ciudadanos.
Pero la historia se va mezclando un tanto ilógicamente y recurre a dos veteranos músicos que viajan en un crucero y cuya presencia es de veras innecesaria.
“2012” es otro de esos productos empaquetados por Hollywood, cada vez más necesarios en épocas de crisis.
Con sus escenas generadas por ordenador, con esa muestra de aviones que surcan los cielos evadiendo todo peligro y con cierto apego a una “solidaridad mundial” -están presentes los presidentes de los países más ricos del mundo en los momentos decisivos- “2012” no sólo quiere entretener a los niños o a la familia sino quiere “aportar” directas e indirectas miradas ideológicas.
La intención, al final, es que en el orbe hay un solo orden y que incluso la China que se muestra lejana y desbordante es una tierra desconocida.
La alternativa a China es el asediado Tíbet.
La paz y calma del Dalai Lama serían un buen contrapeso.
Así, maquiavélicamente, se muerde la cola la película de Emmerich.
El mundo no se va a acabar el 2012 -en realidad nadie sabe cuándo- y esta cinta proclama anhelos o comprobaciones libertarias que nacen en un guión mil veces trabajado. Se extrañan otras aproximaciones o siquiera dejar que esas escenas bajo el agua no se parezcan demasiado a las de “La aventura del Poseidón” (la original, no el bodrio que surgió como “remake”). Roland Emmerich sigue siendo, más que un representante, una herramienta útil del “pensamiento único” que también opera, a toda hora y con toda fuerza, en el Hollywood de nuestros días.