
****Se calcula que al menos la cuarta parte de los 13 mil mercenarios, contratistas del gobierno de Ucrania, que trabajan para enfrentar al ejército ruso, son colombianos.
De esos casi 3 mil hombres, hasta diciembre pasado, 251 han muerto.
En el medio de los soldados de fortuna, o asesinos de alquiler, los colombianos tienen buena reputación.
Son requeridos en Emiratos Árabes Unidos, Israel, Haití y en cuanta guerra estalle o se quiera hacer estallar. Eso tiene una explicación: son mano de obra calificada.
En los años 70 y 80 del pasado siglo, cientos de militares se formaron como especialistas en operaciones especiales de contrainsurgencia y guerra sucia en el Comando Sur de los Estados Unidos de América, encargado de proporcionar -entre otras cosas- formación, capacitación y entrenamiento a los soldados de 31 países de Centro y Sur América y el Caribe.
Desde finales de los 80s y principios de los 90, decenas de jóvenes y niños recibieron instrucción en las escuelas de sicarios de Pablo Escobar y en los campamentos paramilitares.
Según las investigaciones periodísticas y judiciales, cientos de esos militares y sicarios participaron en el exterminio de la Unión patriótica y, en el marco de la política de Seguridad Democrática, apoyaron la ejecución de civiles que luego fueron presentados como bajas a la insurgencia, más conocidos como “falsos positivos”.
Fuerzas combinadas de militares asesinos y sicarios civiles participaron en Operación Orión de Medellín y en más de 4000 masacres, asesinatos y desapariciones forzadas.
De manera pues que la reputación de los mercenarios colombianos ha sido construida muerto a muerto.
Su crueldad ha sido alabada, por ejemplo, mediante los relatos de mercenarios que publicó el año pasado el diario colombiano El Espectador.
Ahora bien, es necesario saber que los mercenarios no son un invento colombiano. Han sido una constante en la historia de la guerra.
Conformaron falanges durante la Grecia clásica y el Imperio Romano: los soldados hoplitas de Creta y Tesalia eran contratados por Ciudades-Estado de la península helénica para complementar sus ejércitos y, en Roma, las legiones emplearon tropas extranjeras, como los auxiliares germánicos y celtas, para fortalecer sus filas.
Talvez los cuerpos de mercenarios más famosos son los que se crearon en Europa durante la edad media y El Renacimiento. En esas épocas hubo famosas compañías de mercenarios, como las Compagnies d’Ordonnance en Francia, que vendían sus servicios a reyes y señores feudales.
Estos soldados, profesionales en el oficio de matar, estaban motivados por beneficios económicos más que por lealtades territoriales o ideológicas y jugaban roles decisivos en campañas prolongadas.
En el Renacimiento, fueron especialmente reconocidos los condottieri: líderes mercenarios que contrataban ejércitos privados para combatir en los conflictos entre ciudades-estado.
Los ejércitos europeos recurrieron a mercenarios suizos y alemanes, famosos por su disciplina y habilidades militares y, a las guerras de independencia de América Latina, vinieron mercenarios europeos.
Ahora están en las trincheras, invaden territorios, patrullan, matan inocentes desconocidos, no acatan principios del Derecho Internacional Humanitario (DIH). Cometen o participan en la comisión de crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad.
La definición y estatus legal de esas personas y grupos, en el marco del Derecho Internacional Humanitario es difuso. Los pone en una zona gris del derecho, aunque su actividad delincuencial sea plenamente demostrable.
El artículo 47 del Protocolo Adicional I a los Convenios de Ginebra (1977) define a un mercenario como alguien contratado, con motivación económica, para participar en un conflicto armado, sin ser nacional ni miembro de las fuerzas armadas de las partes en conflicto.
El DIH no restringe la participación de individuos ajenos al conflicto, ni condena el papel de las empresas militares privadas, que acumulan fortunas incalculables vendiendo servicios en guerras ajenas.
En las Guerras actuales (más de 50 en el mundo) que se venden y entienden como “empresas” son denominados contratistas.
Se les recluta, tal como lo hacen los clubes de futbol con sus jugadores. Se contrata para matar bajo órdenes de empresas militares privadas (EMP), como Blackwater (ahora Academi) o DynCorp (famosa en Colombia, porque, además del mercado de mercenarios, se encargaba oficialmente de proveer y asperjar el glifosato).
Las EMP contratan con los gobiernos y/o corporaciones. Ofrecen desde logística y entrenamiento hasta combate directo.
En la invasión de Irak (2003-2011), se estima que participaron más de 160.000 mercenarios, superando en número a las tropas invasoras de EE.UU.
En Afganistán, las EMP desempeñaron un papel clave en operaciones de seguridad y apoyo, con alrededor de 90.000 mercenarios activos en su punto máximo.
En guerras civiles y conflictos asimétricos, los mercenarios son empleados por gobiernos o actores no estatales.
Se destaca el Grupo Wagner, una fuerza paramilitar de Rusia acusada de operar en Siria, Libia, Ucrania y países africanos como Malí y Sudán.
Este grupo cuenta con miles de combatientes y ha sido señalado por graves violaciones a los Derechos Humanos (DDHH) y al DIH.
En África, se estima que más de 20 países han utilizado mercenarios en conflictos internos desde los años 90, exacerbando la violencia y dificultando los procesos de paz, lo cual es obvio ya que sin guerra no hay empleo para mercenarios, ni grandes negocios para las empresas, ni beneficios de poder y capital para Estados y ultraderechas.
Los mercenarios garantizan letalidad e impunidad por las violaciones a derechos humanos y DIH.
Según la ONU el uso de mercenarios produce mayores tasas de violaciones de derechos humanos, dada su menor regulación, supervisión y limitado margen de actuación del derecho internacional y nacional y de las cortes internacionales de justicia.
La Convención de 1989 contra el reclutamiento de mercenarios, solo ha sido ratificada por 36 países lo que limita aún más la capacidad de la justicia y de su eficacia, cuando débilmente pueda operar.
La ambigüedad jurídica de las EMP dificulta su clasificación bajo el DIH, lo que plantea retos para establecer estándares universales de auditoría, la creación de mecanismos de sanción efectivos, y la tajante prohibición de esta inhumana práctica de convertir a humanos en máquinas de muerte.
Es urgente el fortalecimiento de las capacidades de tribunales internacionales para perseguir crímenes cometidos por mercenarios, aparte de la intervención de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) para desmarcarse de lo que en la práctica es un “empleo” execrable, con empresarios privados que invierten capitales, lavan dineros ilícitos, contratan formalmente con estados y reclutan fuerza de trabajo asesino.
El fenómeno del mercenarismo, desde sus orígenes históricos hasta su inhumanidad moderna, refleja la complejidad de la guerra y la búsqueda constante de poder.
Si bien los mercenarios han evolucionado en su forma y función, su impacto en los conflictos contemporáneos sigue siendo profundo, exacerbando la violencia y desafiando los esfuerzos de regulación internacional.
Una respuesta integral requiere de un marco normativo robusto, y de una cooperación entre naciones que priorice el respeto al DIH y la prevención de abusos.
En un mundo donde la privatización de la guerra avanza, el control de los mercenarios es más necesario que nunca.
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