*** No creo que el catastrofismo sirva para nada, ni para movilizar a la clase trabajadora contra la guerra ni mucho menos para contrarrestar la euforia militarista de las élites, pero es difícil establecer una lectura alternativa de lo que está sucediendo.
La diplomacia está enterrada, los canales de diálogo son inexistentes, se está emprendiendo una carrera armamentística que no es más que el preludio del inminente desastre. Muchos de los ingredientes que llevaron a la gran trituradora de carne humana que fue la Primera Guerra Mundial están sobre la mesa.
Pero ya sea por entusiasmo militarista o por ignorancia supina –o ambas cosas a la vez…– los medios de comunicación y los gobiernos occidentales siguen transmitiendo un discurso unidireccional y simplista, en función del cual todo lo que está ocurriendo se explica exclusivamente por los delirios de grandeza de un loco dispuesto a destruir el mundo.
Los análisis geopolíticos complejos, cuando más necesarios son, no se tienen nada en cuenta a la hora de fijar las coordenadas que guían la política exterior, tampoco por parte de unos medios de comunicación siempre dispuestos con mucho gusto a explotar la dimensión espectacular de la cosa y que consideran un aburrimiento las tabarras discursivas con cierto fundamento.
Al igual que en 1914, nos estamos deslizándo irresistiblemente hacia el abismo nihilista de la guerra total, los halcones militaristas han ocupado la centralidad del debate político y parece que no hay vuelta atrás para evitar el desastre.
Al igual que en 1914, la izquierda es incapaz de construir un discurso internacionalista coherente y esconde la cabeza debajo del ala en el mejor de los casos; en el peor, apoya activamente la política de rearme y el fortalecimiento del bloque imperialista atlantista.
Y sin embargo, al margen de las responsabilidades de la Federación Rusa, el presente conflicto no se entiende sin tener en cuenta el intervencionismo occidental desde los hechos de Euromaidan (2013-2014) y antes.
La Unión Europea y la OTAN –vehículo de la sumisión europea al imperialismo yanqui– comienzan a considerar desde 1989, a pesar de las promesas hechas al iluso Mijaíl Gorvachov, los países de la extinta Unión Soviética como su zona natural de influencia, resucitando en cierto modo los anhelos del expansionismo alemán hacia el este, concretados en el infame lebensraum.
La confrontación con la Rusia de Putin –que desde 2008 se opone a tales designios recuperando la dimensión geopolítica propia del nacionalismo gran-ruso–, aunque disfrazada del eterno conflicto entre democracia liberal y autocracia, tiene todas las características de una disputa por zonas de influencia.
Occidente ha instrumentalizado el nacionalismo ucraniano más esencialista (blanqueando incluso sus expresiones nazis más evidentes) para hacer bascular al país hacia su zona de influencia y romper los tradicionales vínculos con Rusia.
Este fue el caso de la llamada Revolución Naranja encabezada por Viktor Yushchenko (presidente entre 2004 y 2010) y patrocinada por Occidente; y, obviamente, también del golpe de Euromaidan del 2014, que supone una ruptura radical e irreversible con Rusia y el inicio de una nacionalización ucraniana unificadora con los parámetros de la extrema derecha nacionalista, con una centralidad más que evidente del componente anti-ruso y pro-occidental.
Es precisamente el apoyo occidental a la revolución de colores del nacionalismo ucraniano más radical lo que hace estallar el país y propicia una guerra civil jamás reconocida entre la Ucrania nacionalista y la Ucrania rusófona del este.
De hecho, la intervención rusa sobreviene sólo a partir del estallido, primero en Crimea y después en el Donbass, sólo después de la toma de conciencia de que la situación era irreversiblemente desfavorable para los intereses rusos y que ninguna estrategia de poder blando del Kremlin podría enderezarla.
El ruido de la maquinaria de guerra ha disimulado que, desde entonces, las corporaciones occidentales han visto abierto un mercado prometedor, especialmente en un sector agrícola altamente productivo.
El Banco Mundial, el FMI, y el Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo han estado sentando las bases para la privatización a gran escala de Ucrania, mediante la imposición de programas de ajuste estructural (eufemismo liberal que significa “poner un país de rodillas frente al capital internacional”).
Ya en 2014 Ucrania tuvo que comprometerse con un conjunto de medidas de austeridad a cambio de un rescate de 17.000 millones de dólares del FMI.
Estas medidas incluían el recorte de pensiones y salarios, la privatización de servicios como el suministro de agua y energía y la privatización de los bancos. Como condición previa para la integración europea, la UE también impuso reformas políticas y económicas legalmente vinculantes para liberalizar la economía, codificadas en el DCFTA (Tratado de Asociación y Zonas Integradas de Libre Comercio), firmado el mismo 2014 a toda prisa y en vigor desde 2017.i
El creciente endeudamiento del país sólo ha hecho que situarlo en una posición de no retorno, sometido al chantaje de la ayuda occidental para sufragar el coste de una guerra a la que se ha visto, en cierto modo, arrastrada por el propio Occidente.
No hace falta comentar que las medidas tomadas han implicado una caída drástica del nivel de vida, sólo tapada por la bandera y la exaltación nacionalista, siempre tan útiles a la hora de complementar la disciplina impuesta por el capital.
Una de las condiciones impuestas a cambio de la siempre desinteresada ayuda occidental ha sido el levantamiento de la moratoria sobre la venta de tierras agrícolas (facilitando la privatización de lo que quedaba de tierras del Estado, heredadas de los koljos y sovjos soviéticos) y la creación de un mercado de tierras al que podían acceder corporaciones extranjeras y fondos de inversión.
Los resultados han sido hasta la fecha notables, como remarcaba el año pasado un informe del Oakland Institute: los oligarcas, en cooperación con la agro-industria internacional, han podido acaparar un gran volumen de tierras, con lo que alrededor de 4,3 millones de hectáreas son hoy propiedad de la agro-industria o explotadas por ella, con 3 millones de hectáreas en manos de una docena de grandes empresas (las nueve primeras con sede en el extranjero y participadas por fondos de inversión internacionales).
La cantidad total de tierras controlada por oligarcas y grandes empresas agro-alimentarias supera los nueve millones de hectáreas, más del 28% de las tierras cultivables del país; el resto es cultivado por más de ocho millones de agricultores ucranianos.ii
La reconstrucción de Ucrania, que será liderada por el bienintencionado fondo buitre BlackRock, augura un futuro brillante para las inversiones internacionales: un país devastado por la guerra, con una mano de obra relativamente bien formada pero con sueldos de miseria y condiciones serviles, un país dispuesto (y obligado) a someterse a la ley dictada por el gran capital internacional.
Las empresas vinculadas directa o indirectamente al negocio de la guerra están exultantes.
Los beneficios récord que han logrado en los últimos tiempos no son nada en comparación con las bendiciones que les promete el futuro a medio plazo: no sólo habrá que seguir alimentando el arsenal dilapidado de forma voraz en el frente de Ucrania; también habrá que reponer el arsenal de los países europeos, vaciado en gran medida por las transferencias de armamento; y, si el conflicto termina en una implicación militar más directa de la UE y la OTAN, habrá que ir a una economía de guerra, como los mediocres y grises líderes europeos, convertidos en belicistas de salón, ya están pregonando por activa y pasiva.
Rheinmetall, la empresa armamentística alemana, ya ha anunciado que establecerá plantas de producción en Ucrania (por cierto, su cotización bursátil ha pasado de unos 100€ antes de la guerra a los 500€ actuales y la tendencia está en alza); también la industria armamentística francesa ha mostrado un claro interés por producir in situ a precios de saldo. Sin embargo, seguimos pensando que esta guerra va de la sempiterna lucha entre democracia y autocracia; entre el bien y el mal.
Pero dejemos a un lado la economía y el capital. Aceptemos, por un momento, la clásica lectura liberal, consistente en observar la realidad geopolítica con unas gafas a través de las cuales sólo se ve una esfera política supuestamente autónoma, a la que son reconducibles los conflictos y todos los males de este mundo, dejando siempre impoluto el expediente criminal del capital en sus empresas internacionales; lectura tan cara a nuestra izquierda progresista, que hace ya tiempo que se ha olvidado del capitalismo y la lucha de clases.
Es esta lectura la que permite entender el presente conflicto como una cuestión vinculada a las ambiciones geopolíticas de dominación de una potencia de segundo orden –pero con un buen arsenal nuclear y misiles hipersónicos–, encabezada por un líder megalómano que se ha vuelto loco.
Lo más curioso y paradójico es que, en función de esta lectura digamos estrictamente política y simplista, tanto puede que Rusia esté a punto de desmoronarse como un castillo de naipes como que esté planeando seriamente una conquista de Europa y esté en disposición de hacerlo.
En uno y otro caso, curiosamente, el resultado es el mismo: conseguir legitimar más transferencia armamentística y más inversión para rearmar Europa (en un caso para derribar el coloso con pies de barro; en el otro, para hacer frente a la amenaza de invasión inminente).
Pero el segundo argumento, aunque poco creíble, tiene unas implicaciones doblemente peligrosas: si Rusia se hace con la victoria y se plantea avanzar más allá del Vístula (por mucho que nada demuestre que pueda ser así…), se abren las puertas de par en par para una intervención militar directa de la OTAN.
Ésta es la perspectiva de las recientes declaraciones de Macron, puesto en su papel de Napoleón de poca monta; también de la línea dura que encarnan países como Polonia y las Repúblicas Bálticas.
Desde esta lectura estrictamente «política», la primera cuestión que deberían plantearse nuestros liberales y progresistas es: ¿se habría podido evitar esta guerra?
La respuesta es evidentemente sí: sólo habría sido necesario que ambas partes hubieran respetado los acuerdos de Minsk firmados en 2015 por Rusia, Ucrania, Alemania y Francia. Estos acuerdos ponían sobre la mesa un escenario de desmilitarización y de salida política al conflicto a partir del reconocimiento de un cierto grado de autonomía para el Donbass (el caso de Crimea quedaba en el aire).
Pero ni para Ucrania ni para sus socios occidentales estas condiciones, por tímidas que fuesen, eran aceptables. Durante años el ejército ucraniano y las milicias ultra-nacionalistas siguieron con la maquinaria de guerra, atacando objetivos militares como civiles.
El 7 de diciembre de 2022, la excanciller alemana Angela Merkel, valedora de los acuerdos, reconoce al semanario Die Zeit que los acuerdos de Minsk se firmaron con el único objetivo de dar tiempo a Ucrania para rearmarse y fortalecerse. Estas declaraciones fueron confirmadas posteriormente por el otro valedor del acuerdo, el ex-presidente francés François Hollande.
El ex-presidente ucraniano Petró Poroshenko y el actual presidente Volodimir Zelenski coincidieron con este punto de vista, añadiendo este último que «el engaño por una buena causa es perfectamente correcto».iii
Si no fuera que se trata de las palabras de Zelenski, uno podría pensar que estamos ante una demostración de maquiavelismo en estado puro. Pero no: el oportunista Zelenski, que en las elecciones de 2019 fue elegido presidente con un programa de pacificación, entendió cuáles eran los equilibrios de fuerza cuando dio pasos para detener los combates e intentar domesticar a los ultra-nacionalistas que luchaban en el Donbass… y enterró definitivamente la posibilidad de encontrar una solución al conflicto.
El Instituto Alemán de Asuntos Internacionales y de Seguridad (SWP), poco sospechoso de simpatías con Rusia, publicaba en el 2019 un documento en el que se detallaban los factores que alimentaban el conflicto tres años antes de que este derivara en guerra abierta.iv Según el informe, el régimen de Kiev tenía como objetivos centrales la vinculación con la OTAN y el aislamiento de Rusia, estando dispuesto a sacrificarlo todo por su consecución.
Respecto al Donbass, la única perspectiva del gobierno ucraniano era recuperar militarmente el control de la región, sin otorgar ninguna importancia a una posible «reconciliación» con una población que era percibida como retrógrada y con demasiada cultura soviética.
El documento admite también la influencia de las fuerzas nazis en la política ucraniana: aunque no había tenido éxito electoralmente hablando, la extrema derecha había logrado condicionar fuertemente el debate político y, de forma especial, la postura gubernamental respecto al conflicto del Donbass.
Pero, evidentemente, el hecho de que el conflicto contenga un claro componente de guerra civil nunca ha sido contemplado por el discurso político hegemónico ni por los medios portavoces de los intereses del capital occidental, ya que este reconocimiento implicaría desmontar el discurso simplista de una nación democrática indefensa que resiste heroicamente la agresión del gigante ruso.
Por su parte, también en el año 2019, en un informe titulado «Overextending and Unbalancing Rusia», el muy influyente think tank RAND Corporation valoraba y recomendaba una serie de medidas para desestabilizar a Rusia, entre las que se encontraba la imposición de sanciones para perjudicar a la economía rusa, proporcionar ayuda letal a Ucrania, promover una revolución de colores en Bielorrusia y reducir la influencia rusa sobre las ex-repúblicas soviéticas del Cáucaso y Asia Central.v
Mientras tanto, los líderes europeos siguen predicando la guerra santa de la democracia contra la tiranía, los mismos que callan o legitiman la masacre que Israel está cometiendo contra el pueblo palestino.
Pero dejemos también a un lado el caso casi patológico de la hipocresía occidental cuando se trata de construir relatos de guerras justas.
Que ésta es una guerra por delegación contra Rusia casi todo el mundo lo sabe, pero son pocos los que se atreven a reconocerlo.
Uno de ellos es Leon Panetta, director de la CIA durante la presidencia de Obama, cuando se montó todo este berenjenal: en una entrevista concedida a inicios del conflicto reconocía abiertamente que ésta «es una guerra por delegación, lo digamos o no; pero se trata precisamente de eso, y por esta razón debemos suministrar (a Ucrania) todas las armas que podamos.»vi
Por su parte, Oleksii Réznikov, ex-ministro de defensa ucraniano, afirmaba lo siguiente, en un ataque de sinceridad: «Estamos llevando a cabo una misión de la OTAN. Ucrania como país –y sus fuerzas armadas– es miembro de la OTAN, de facto, no de iure .»vii
Más allá de excesos de verborrea, las pruebas de la implicación occidental desde 2014, cuando el conflicto todavía podía encauzarse de forma diplomática, son abundantes. Según el propio secretario de defensa británico, Grant Shapps, Reino Unido ha entrenado desde entonces a unos 60.000 soldados ucranianos en suelo británico.viii
Pero es la CIA y el Departamento de Estado de Estados Unidos quienes más han hecho para reforzar la maquinaria de guerra ucraniana y más partido han sacado de la orientación claramente anti-rusa del régimen que salió del golpe de estado de 2014 (apoyado e instigado por Estados Unidos).
El New York Times ha destapado recientementeix que la CIA y los servicios secretos ucranianos habían colaborado estrechamente durante los 8 años anteriores a la guerra en operaciones de espionaje y acciones de sabotaje (asesinatos incluidos) contra intereses rusos y en la construcción de una red de 12 bases de espionaje a lo largo de la frontera con Rusia.
Por otro lado, esta estrecha colaboración ha servido para formar personal altamente capacitado que ha llegado a posiciones importantes y con una relación directa con los servicios secretos de EE.UU.: es el caso de Kirilo Budanov, jefe de la Dirección General de Inteligencia del Ministerio de Defensa (HUR) y en su tiempo integrante de la Unidad 2245 –comando que recibió entrenamiento militar especializado del grupo paramilitar de élite de la CIA.
Budanov es un personaje clave de la estructura del poder ucraniano, mantiene una relación directa con la inteligencia americana y abandera las posiciones nacionalistas más extremas y un odio anti-ruso visceral.
En una entrevista en la que se le planteaba por la responsabilidad del HUR en operaciones terroristas y de sabotaje, afirmó lo siguiente: «Hemos estado matando a rusos y continuaremos matando a rusos en cualquier lugar del mundo hasta la completa victoria de Ucrania.»x
Sin embargo, que personajes oscuros como Budanov tengan el poder que tienen no inquieta a nuestros demócratas belicistas de salón.
Pocas semanas después de la invasión rusa, la CIA, reporta el NYT, «envió a decenas de nuevos oficiales para ayudar a los ucranianos. Un alto funcionario estadounidense dijo sobre la presencia de la CIA: «¿Están pulsando el gatillo? No. ¿Están ayudando con la identificación de objetivos militares? Absolutamente.»
El reportaje del NYT, titulado bastante enfáticamente «Spy War: How CIA Secretly Helps Ukraine Fight Putin» tiene un tono claramente apologético e intenta encajar en el relato hegemónico de democracia contra tiranía, pero debería dejar en evidencia que la Guerra de Ucrania tiene implicaciones y causas mucho más complejas de lo que se quiere reconocer y que Occidente está involucrado en ella hasta el fondo, desde mucho antes de 2022.
Lo que cabe preguntarse hoy es si la escalada militar en la que estamos inmersos puede llevar al estallido de la Tercera Guerra Mundial.
Recientemente el presidente francés Emmanuel Macron afirmaba que Francia ya no tenía líneas rojas y abría la posibilidad de un envío de tropas a Ucrania y, por tanto, a involucrar al país (y por extensión a los países de la OTAN) directamente en la guerra.
También recientemente, se interceptaba una comunicación del Estado Mayor alemán en la que militares de alto rango hablaban abiertamente y con profusión de detalles de cuáles eran los pasos que había que dar para volar el puente del estrecho de Kerch (en Crimea) con misiles alemanes Taurus (implicando una transferencia previsible de este tipo de misiles de largo alcance, pero también la presencia in situ de especialistas militares alemanes para manejarlos).
La respuesta del gobierno alemán fue significativa: puso el foco de atención en investigar cómo se había producido la filtración y no en su contenido, dando pues por buena la tesis que las potencias occidentales ya están actuando sobre el terreno o lo harán de forma inminente.
Los principales líderes europeos endurecen su belicismo y, con la nefasta Ursula von der Leyen al frente, instan a rearmar a Europa y a poner a sus países en modo de economía de guerra. Alastair Crooke sostiene que esta escalada es una muestra clara de que Europa teme la pérdida de hegemonía y, junto a una posible desvinculación de Estados Unidos, esto lleva a los países del viejo continente a emprender un posicionamiento belicista a la desesperada.xi
Habría que añadir la cantidad indecente de armamento y dinero que se ha empleado en esta guerra por delegación y la perspectiva de una inversión fallida que no permitiría los retornos esperados.
También debería tenerse en cuenta el proyecto de reconfiguración geopolítica que explica en buena parte esta guerra (y volvemos a la economía capitalista). Ucrania debe pasar al bloque hegemónico occidental no por sus cualidades esencialmente democráticas y liberales, evidentemente, sino como proveedor de grano y mano de obra barata y en condiciones prácticamente serviles; Rusia debe ser sometida o descuartizada, la explotación de sus hidrocarburos y recursos puesta a disposición del gran capital internacional y drenados hacia Occidente.
La oligarquía capitalista ucraniana tomó partido por Occidente en el 2014; el pecado de la oligarquía capitalista rusa, encuadrada por Putin, es no querer compartir el botín. Estados Unidos de América y sus vasallos han decidido preservar la hegemonía en su orden basado en (sus) reglas destruyéndolo: abriendo un conflicto de consecuencias imprevisibles con Rusia y China.
Mientras, el vasallo estadounidense llamado Europa, con el argumento de la defensa de la democracia ucraniana, ha iniciado una política militarista y de rearme que será muy difícil de revertir y cuyas consecuencias pueden ser potencialmente catastróficas.
El conflicto militar abierto con Rusia es cosa de tiempo: un accidente imprevisto o una línea roja que no pueda franquearse. Si volvemos a 1914, también en ese momento, desde un punto de vista estrictamente económico, el camino hacia la guerra parecía totalmente irracional, pero sucedió. El capital se va a la guerra y nos arrastra a ella.
Pocas voces se han levantado contra esta carrera hacia el abismo. Desde la izquierda institucional e intelectual se ha colaborado de forma muy mayoritaria con esta nueva Union Sacrée y se ha respaldado el discurso del militarismo atlantista.
Probablemente ha sido nuestra cándida izquierda la única que ha creído a pies juntillas en el discurso hegemónico sobre la lucha por la democracia y contra la tiranía: eran legión quienes pensaban que la Guerra contra Putin abriría nuevas oportunidades para extender la democracia e incluso que el alineamiento con la OTAN equivalía a una posición internacionalista.
Apenas algunos empiezan a verle las orejas al lobo, cuando ya se está hablando abiertamente de guerra contra una potencia nuclear.
La inexistencia de una posición anti-belicista coherente, la renuncia al pensamiento estratégico y el seguidismo del consenso hegemónico es un síntoma más del naufragio total de esa izquierda.
A estas alturas debería ser evidente que, desde un punto de vista internacionalista, es totalmente incoherente sostener la posición beligerante del propio bloque.
El primer deber de toda izquierda que se quiera internacionalista es denunciar el chovinismo, el imperialismo y la predación capitalista, empezando por los de su casa, y transformar la guerra convencional en lucha de clases. Deshacernos de relatos liberales mistificadores sobre guerras idealistas que se combaten para defender la democracia es pues imperativo.
Notas:
i The Oakland Institute, War and Theft: The Takeover of Ukraine’s Agricultural Land, The Oakland Institute, 2023, p. 14
ii War and Theft, p. 4
iii Christian Esch, Steffen Klusmann y Thore Schröder, «Putin ist ein Drache, der fressen muss», Der Spiegel , 9 de febrero de 2023. https://www.spiegel.de/ausland/
iv Sabine Fischer, The Donbas Conflict. Opposing Interests and Narratives, Difficult Peace Process, SWP Research Paper, 17 de abril de 2019, doi:10.18449/2019RP05, https://www.swp-berlin.org/publikation/
v RAND Corporation, Overextending and Unbalancing Rusia, RAND Corporation, 2019.
vi Entrevista en Bloomberg, 17 de marzo de 2022, https://www.bloomberg.com/news/
vii Hugo Bachega, “Ukraine defence minister: We are a de facto member of Nato alliance,” BBC, 13 de enero de 2023. https://www.bbc.com/
viii Grant Shapps, «Defending Britain from a more dangerous world» (discurso, 15 enero de 2024). https://www.gov.uk/government/
ix Adam Entous y Michael Schwirtz, “The Spy War: How the CIA Secretly Helps Ukraine Fight Putin”, New York Times, 25 de febrero de 2024. https://www.nytimes.com
x Michael Weiss y James Rushton, «We will keep killing Russians, ‘Ukraine’s military intelligence chief vows», Yahoo News, 6 de mayo de 2023. https://news.yahoo.com/we-will-
xi Alastair Crooke, “Europe is Fearful and Desperate”, Al Mayadeen , 4 de marzo de 2024. https://english.almayadeen.net/
Xavier Vall Ontiveros
https://geoestrategia.es/noticia/42646/politica/el-capital-se-va-a-la-guerra-y-nos-arrastra-hacia-ella.html