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Nicaragua: Los maestros de la escuela normal " FDR" de Jinotepe.


Con el permiso de mis estimados amigos ex- alumnos del IJJR y ajeno a aquellas rivalidades de antaño, quiero referirme al claustro de profesores de la Escuela Normal “F. D. R.” de los años setenta del pasado siglo.

Verdaderos maestros que como artesanos alfareros, moldeaban la arcilla viva (razón, conocimiento, ética y servicio) de la que habrían de resultar -como ánforas y tinajas- mejores seres humanos y correctos ciudadanos, es decir, maestros y maestras normalistas.

No hablaré de la historia de aquella institución educativa por ser muy conocida entre los jinotepinos y casi toda Nicaragua, hacia donde se irradiaba su “producto terminado”: Nóveles educadores que acometían la sisífica tarea de palear el déficit educativo de una nación tercermundista.

Su fachada neoclásica su diseño interior monacal y sus estructuras y espacios funcionales, enormes pilas y tanques aéreos para “cosechar” agua, patios para la siembra de legumbres, corredores y tragaluces para ahorrar energía, amplios salones poli- funcionales, aulas amplias y de cielos altísimos para optimizar la acústica (yo creo que para asustarnos), instalaciones deportivas, dormitorios espartanos para los internados, talleres donde el profesor Carlos “pipián” Salinas Matus, administraba su sabiduría tecnológica y pedagógica...En fin, una instalación educativa digna de una ciudad letrada.

Pero tampoco es del edificio que quiero hablarles. Si no de los más importante: Sus profesores, es decir, nuestros profesores y por extensión y propiedad, de todos los nicaragüenses.

En la Normal (como abreviadamente todos la nombrábamos), había por entonces cuatro “pelotones” docentes descollantes: El de los cientistas (sociales y naturales) conformados principalmente por los profesores Enrique “el negro” Herrera (impartía Física y Matemáticas , pero era un apasionado del ajedrez, llevándonos a competir con éxito por muchas ciudades), el profesor José Luis Gaitán (“puro indígena catarineño” se ufanaba), la bella Aura Guadalupe Ortega (el clásico sueño, húmedo de todo alumno), doña Judith Cruz, la temida y amada doña Gloria Calderón ( que aún vive y nos saluda desde su mecedora en la acera de su casa, junto al antiguo Teatro González) y la estrella del equipo, profesor Emilio Hernández, políglota, físico-matemático que luego sería profesor del INCAE.

El segundo grupo impartía las metodologías de la enseñanza (pedagogías) que eran el corazón mismo de la carrera. Aquí se distinguían el maestro de generaciones José María “Chema” García de San Marcos y el profesor Henry Flores, apodado misteriosamente “el zángano”, no sé si por mujeriego o por su exigua figura.

Los profesores Ernesto “tito “Zelaya (que como prueba de haber participado en la II Guerra Mundial, nos mostraba su mano con el meñique mocho. “Yes, I fought in Word War II”, decía con su intimidante voz de sargento en su clase de Inglés), Orlando Castillo, que nos enseñaba a trazar heras y cultivar hortalizas,” para no dar pena ante los campesinos” y don Luis Campos, un anciano atlético, encargado de nuestra educación física y la dirección de los equipos deportivos de la Normal; el ya mencionado profesor de artes industriales, Carlos Salinas; el maestro Calderón de música y canto, el de folklore, mi gran amigo Ronald Abud, que a la vez construía su Ballet Folclórico Nicaragüense que lo ha convertido en una leyenda cultural de nuestro país y el de artes plásticas, un menudo y venerable anciano pintor ( que nos enseñaba a pintar bodegones con mamones y caimitos en vez de uvas y peras) de nombre Julito, ellos no formaban cátedra, pero sus materias tenían gran importancia en el futuro desempeño profesional de los alumnos.

Los profesores Nery Morales Avilés (muy parecido físicamente a su hermano mártir y comandante) y el profesor Julio García (padre de mi ex -compañero de aula, asesinado por la GN, Alejandro García Vado), ambos inspectores, eran apodados por los alumnos internos versados en mitología griega, “los can-cerberos” y por los menos ilustrados, “los carceleros”. Estos estudiantes (casi siempre originarios de otros departamentos del país) proyectaban así su inconformidad por la rígida disciplina del centro de estudios, teniéndose que conformar por las noches con “piropear” a las muchachas transeúntes, desde las altas ventanas del edificio normalístico. Dato curioso, muy revelador del incognoscible espíritu humano, es que estos mismos estudiantes, al graduarse se despedían llorosos y agradecidos de estos dos hombres insignes.

El primo Ramiro Matus ocupó por muchos años la sub-dirección del centro, mientras que por la dirección itineraron varios persones, casi siempre no-jinotepinas. Doña Auxiliadora Vanegas (encargada de revisar mensualmente mis notas y otorgarme mi beca) trabajó en el cargo de secretaria general por largo tiempo.

He postergado adrede para el final de esta nota, al cuarto y último grupo de profesores de la Normal. Este estaba conformado por los maestros de Español y Literatura: Doña Aura Lila Vanegas, doña Carmen Salmerón y don Erwin Mayorga (“la Pala”).Todos ellos magníficos profesores y en mi humilde opinión, el Non plus ultra en estas materias en Carazo.

Aprendí gramática de doña Lila, pero sobre todo me enseñó a querer al idioma que aunque impuesto, ya es nuestro y es un tesoro compartido del que sería tonto y extemporáneo renegar.

El profesor Erwin Mayorga, hombre de izquierda y anti-somocista me abrió (casi en secreto) las entrañas literarias de Latinoamérica (el “Boom” latinoamericano, el “Realismo mágico”) y sus principales nombres empezando con Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, Juan Rulfo, Vargas Llosa, Horacio Quiroga, García Márquez…

La prosa y la poesía de otros autores contemporáneos como Huidobro, Vallejos, Borges, Sábato, Paz, Onertti, Fuentes, etc. Me ayudó también a enhebrar la literatura “comprometida” y de izquierda latinoamericana desde su más alta voz, Pablo Neruda con escritores de la talla de Eduardo Galeano y Cortázar y “de paso” y con las precauciones que los tiempos exigían, leí (en su casa, desde donde podíamos oler los efluvios del guaro pelón de la Renta) las misteriosas y gastadas copias de escritos del Che, Fidel, Gregorio Selser, Gorki, Fusic, Harnecker, Ernesto Cardenal entre otros, además de las no menos peligrosas copias mimeografiadas de proclamas sandinistas de entonces.

Tal vez para demostrarnos universalidad y evitarnos el encasillamiento intelectual pernicioso, también nos enseñó que “de vez en cuando” los gringos hacían literatura buena: Dos Passos, Faulkner, Joyce, Woolf, Hemingway, etc. El profesor Mayorga nos insistía en que cuando te prestan un libro verdaderamente bueno…No se debe devolver, pero hay que darlo a otros para que el conocimiento circule y no se " elitize".

El profesor Mayorga, “la pala” fue amigo y colaborador del más conocido egresado de la Normal: El comandante William Ramírez y mentor de otros compañeros. De esas aulas surgirían revolucionarios de la talla de Alejandro García, Ramón Avellán, Benicio Herrera y desarrollarían su trabajo clandestinos militantes humildes como el conductor del bus estudiantil, Herminio, que luego sería un destacado jefe guerrillero insurreccional.

Pero el trabajo de estas maestras y maestros se reflejaría nítidamente en su obra más importante: La democratización de la Educación, llevada por sus alumnos a todos los rincones del país, misión que sería amplificada por la Revolución popular sandinista del 1979 y cuyos frutos hoy están a la vista, para bien de nuestra nación y nuestro pueblo.

Cuando “estaba chiquito” quería de grande cursar mi secundaria en el “Juan José”, porque estaba cerca de mi casa y don Juan José Rodríguez, el ilustre señor que le presta el nombre al Instituto, resultó que era mi tío-abuelo (primo de mi abuela paterna, Aurorita Rodríguez) y mi papa, Manuel Matus R, orgulloso decía que ese era el Instituto de los Matus. Sin embargo, la realidad obliga al pragmatismo y siguiendo los consejos de Ramón Avellán y el profesor Juan Carlos Fajardo, conscientes de la realidad socioeconómica de mi familia ingresé a la Normal “para dar clases y así después podrás pagar tus estudios universitarios”, me recomendaron.

Así que ahí estaba yo frente a aquella señora, a primera vista, de frágil estampa pero que con el correr de los años descubriría la reciedumbre y determinación encapsulada en ella. Era mi maestra guía doña Carmen Salmerón.

La profesora Carmen a pesar de su ronca voz, inundaba las aulas en decibles bajos pero con la potencia del conocimiento profundo y la convicción formadora del verdadero maestro. De ella aprendí (en aquellos libritos de la colección Espasa-Calpe) a gustar de la literatura clásica española desde los relatos épicos de las andanzas de don Rodrigo Díaz, en el Cid Campeador, pasando por el culturalmente ubérrimo Siglo de oro, la triste y talentoso generación del 98, hasta llegar a los poetas republicanos Lorca, Jiménez, Machado y Hernández. 



Nos entreabrió la ventana de los grandes escritores franceses partiendo de Víctor Hugo y Balzac, pero sobre todo intentó que nos conociéramos culturalmente a nosotros mismos y en este afán nos guío, como Virgilio a Dante, por los humildes inicios nuestra literatura criolla: El Popol Vuh, el Rabinal Achí, el Güegüense y luego nos llevaba de gira por todas las “generaciones” literarias en que caprichosamente (tal vez persiguiendo dar orden al desconcierto) algunos autores han antologisado a las letras criollas.

Había un grupito de acólitos que no le perdíamos el rastro a la profesora Salmerón y como ella parecía disfrutar del asedio, Alejandro García Vado (que nos ganó un concurso de cuento corto con un maravilloso relato de Sukias y doncellas misquitas en las márgenes del Wanki y solo después de asesinado supimos de su “ventaja” de haber vivido en ese río), Leijin Siu y este servidor, tratábamos de aprovecharla al máximo.

Tengo una linda anécdota de esos años y que con el correr del tiempo se me hace cada vez más inverosímil. Un día la profesora me ofreció un trabajo remunerado a realizarse durante la semana y después de finalizadas las clases.

Esto me alegró muchísimo y sin preguntar nada más me presenté a mi “trabajo” en su casa del barrio San José. Ella me explicó en qué consistía la faena: Mediante un programa elaborado por ella, yo debía diariamente leer junto con su hijo Guillermo, que por entonces tenía edad parecida a la mía y al que según ella “no le gustaba leer”. 

Yo recibiría mensualmente mi “salario” en ropa y calzado nuevos. Memo (que luego lograría obtener un alto grado militar sandinista y se convertiría en un destacadísimo abogado), estuvo de acuerdo con su mamá, pero al tan solo ella ausentarse, me propuso un excelente trato: Yo leería y le daría calladamente un resumen de la obra leída y luego enfrentaríamos juntos las preguntas de la madre-maestra con muy buenos resultados para ambos.

Poco antes de fallecer mi amigo Guillermo Avilés Salmerón, en uno de esos pocos encuentros fortuitos que la vida nos deparó, me invito a su casa para contarle a su familia esta bonita historia donde la heroína es doña Carmen Salmerón y su preocupación ilimitada por los suyos y los demás. Desafortunadamente el destino dispuso otra cosa y ya no pude ver más a mi querido amigo de infancia.

No comparto la frase de que “todo tiempo pasado fue mejor”, porque eso es anti- dialéctico y pone en duda al progreso y la capacidad de los Seres humanos en ir siendo mejores cada día, pero tengo la certidumbre que hay personas, como los profesores arriba mencionados que son irrepetibles, con todo y los siete mil millones y contando que ahora habitamos el planeta.

 Es justo también decir que aún dentro de esta descollante generación de educadores, hubo una maestra que para sus alumnos de antaño siempre será la cereza que corona y adorno el pastel: doña Carmen Salmerón de Avilés.

¡Gracias a todos mis maestros de la Escuela Normal de Jinotepe!


Edelberto Matus.

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