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En febrero del 2002, al día siguiente de consumado el golpe contra el gobierno democrático del presidente Hugo Chávez, la irrefrenable lengua de los torpes golpistas revelaron –de modo arrogante y ufano y en cadena televisiva nacional– cómo se urdió el golpe, cómo se manipuló a la opinión pública y cómo se cooptó a la cúpula militar. Eso les costó la indignación pública (la derrota del golpe ya estaba anunciada por esa flagrante imprudencia). 

Del mismo modo y, como si de una maldición se tratara, la lengua suelta de los protagonistas del golpe en Bolivia, tampoco tardaron en delatarse y, de la propia boca del cívico Camacho –uno de los principales instigadores–, se pudo conocer (en un video recientemente hecho público) la mediación que hicieron su propio padre y el actual ministro de defensa para prácticamente comprar a la jerarquía policial y militar.

Todavía los incautos y los necios apologistas de una apócrifa “sucesión constitucional”, se resisten a admitir lo que señala la declaración del cívico: la calculada premeditación de un operativo cívico-policial-militar que tenía por fin la alteración definitiva del proceso democrático en Bolivia. A los académicos que aún se amparan en definiciones de manualitos polvorientos, para seguir en su patológica negación de que hubo un golpe, hay que recordarles que, si la realidad nunca está quieta, tampoco los conceptos pueden estancarse en definiciones sin vigencia actual.

Para estar a la altura de la crítica situación presente, la teoría no puede remitirse a una descripción de un mundo ya inexistente, sino que precisa una crítica transformación actualizada de sus contenidos. 

El golpe en Bolivia ha puesto en crisis al análisis político que persiste en moldear la realidad a estructuras teóricas que ya no tienen ninguna pertinencia; estos analistas, además “autonombrados críticos” sólo se remiten, para beneficio de la narrativa imperial, en repetir sus prejuicios coloniales de clase como única hermenéutica. Por eso el Imperio hasta puede prescindir de ellos y poner en boca de improvisados periodistas (de la press-titución) la imagen de realidad que se quiere promover.

El análisis que se hace en los think tanks de Washington, aventaja demasiado a la casi inexistente reflexión política y geopolítica de nuestros países; y la prueba de ello es que, fruto del concepto de guerras de cuarta y quinta generación (donde ya ingresa la importancia estratégica de la inteligencia artificial), es que se concibe una necesaria reconceptualización de lo que es un golpe geopolítico. Un ejemplo de ello es, por ejemplo, el concepto de “golpe suave”. 

En la actual decadencia de la hegemonía imperial, los medios de restauración del poder estratégico, han renovado y complejizado sus posibilidades operativas de injerencia extensiva; esto quiere decir que: un golpe es más golpe cuanto menos golpe parece (en el mundo de la posverdad, su éxito depende del mejor camuflaje que pueda adoptar).

El cívico Camacho vendió la idea de que fue Cristo, cuando supuestamente ingresó a palacio de gobierno, quien sacó a Evo del poder; es más, hasta llegó a afirmar en medios nacionales e internacionales, que “fue un milagro” que, en menos de quince minutos, después de ingresar la Biblia a palacio, Evo renunciara. Todos los apologistas del ficcionado relato de la “revolución de las pititas”, jamás se pusieron a tematizar el simbolismo teológico de dominación que representaba esa teatralización evangélica. 

No fue ningún milagro, sino que todo estaba planeado; con Camacho regresaba el golpe cívico-prefectural del 2008, el rechazo a la Constitución, la oferta fascista de que Goni gobierne desde Santa Cruz, es decir, la respuesta oligárquica a la insurrección popular del 2003. La llegada de Camacho a La Paz era la señal para el amotinamiento policial y la apostasía constitucional del ejército (el gobierno estaba cercado, no darse cuenta de ello ya no era ingenuidad sino traición interna).

Como en todo melodrama, no es la escenografía la que determina la trama sino el guion, que define además las formas a adoptar: no fueron las “pititas”, ni los vecinos, ni la movilización citadina y menos el pueblo, el autor de una supuesta “revolución pacífica”. 

Todo ello no fue sino la escenografía funcionalizada para legitimar un golpe orquestado bajo fisonomía supuestamente democrática. A eso se le llama “golpe suave” y, si los militares no toman fácticamente el poder, sí constituyen el factor decisivo para dejar completamente vulnerable al poder político.

Si ejército y policía hubiesen actuado honrando su juramento a la constitución y a la patria, su deber consistía básicamente en oponerse a cualquier alteración del orden constitucional. Pero, para que militares y policías tengan un argumento que les haga sostener que la interrupción misma de este orden significaba su defensa, hacía falta el relato del “fraude”. Y eso era lo que todo análisis serio debía desentrañar, más allá de las irreflexivas declaraciones de Camacho. ¿Quiénes tenían el poder para montar el relato del “fraude”? ¿Quiénes se beneficiaban de ese relato?

Si el cívico tiene el desparpajo de evidenciarse ante cámaras, lo hace porque es un simple peón que, por arrogancia o imprudencia, desea aparecer, en sus cinco minutos de fama, como el adalid de la supuesta “recuperación democrática”. 

Pero detrás de Camacho hay un poder mucho más inteligente, que actúa siempre detrás de cualquier pantomima pendenciera. Siendo peones todos los que ahora son colocados en el poder político, no hacen más que obedecer un guion impuesto, incluso saliéndose de éste, pues quienes manejan los hilos del asunto saben cuándo y cómo deshacerse de las fichas prescindibles.

Porque en los entramados del poder oculto, nunca hay nada comprometedor, por eso acuden y se sirven de peones que, por cinco minutos de fama, serán los únicos señalizados por la opinión pública. En la estructura del poder oculto nadie puede ser incriminado, porque todo puede negarse de modo plausible; por eso, sólo en el núcleo más profundo se entretejen las relaciones más comprometedoras, que consiste en la negociación de fuertes intereses (que tienen todos los medios posibles que sus ambiciones precisan), los cuales calculan costos y hasta muertes para que ganen a cualquier precio, y que nadie pueda acusarles de nada. 

Eso sólo es posible con un golpe de Estado.

La cooptación de la clase media urbana, como contingente decisivo de movilización derechista, viene de antes. Sin ir demasiado lejos, podemos consignar al 21-F como el operativo activador de un desacuerdo convertido crecientemente en odio manifiesto. Pero, para entender este odio desatado, por mediación hasta religiosa, que sacó lo peor de una sociedad urbana fundada en la desigualdad, hay que superar la mera descripción del racismo como una discriminación más.

El por qué las discriminaciones actuales se hacen tan inhumanas, sólo se explica a partir de desentrañar el hecho de que la clasificación social presupone una anterior y fundante clasificación racializada. Eso es lo decisivo. Porque, sólo en ese sentido, se puede comprender el racismo como el mito fundacional de la modernidad, en cuanto proyecto civilizatorio. Esto quiere decir que, sin racismo no hay sociedad moderna y tampoco capitalismo:

Del mismo modo como la acumulación originaria presupone una acumulación pre-originaria, a la división internacional del trabajo le presupone una clasificación antropológica de la humanidad (superior-inferior, civilizado-bárbaro, centro-periferia, desarrollo-subdesarrollo, etc.). 

Para que haya la transición de dinero a capital, primero debe haber robo de trabajo humano y, para justificar este robo, debe negarse la humanidad de las víctimas de ese robo. En ese sentido, la inferiorización del indio (como la primera negación de la humanidad de las víctimas del mundo moderno que nacía en la conquista del Nuevo Mundo) es fundamental para que la apropiación o robo del trabajo ajeno aparezca como algo “justo”, amparado por la ley y el derecho.

De ese modo, la clasificación social sólo se sostiene por una deshumanización previa que naturaliza la desigualdad como orden cultural, político, económico y social; porque es previamente un orden antropológico. Ese es el pecado original de este mundo y no la desobediencia o rebelión a un orden presuntamente natural, pero que fue históricamente impuesto desde 1492. 

La desobediencia a este orden (fundado en la desigualdad humana) es más bien –para que se anoticien los evangélicos– la anticipación mesiánica, o sea, la buena nueva del “Reino de los cielos”. Lo que Camacho y la autoproclamada, hacen ingresar a palacio, no es el “amor” o la “democracia”; lo que hacen, desde el balcón de palacio, es llamar a la aniquilación de toda desobediencia a ese orden –fundado en la desigualdad humana– que consideran ya no sólo natural sino hasta divino.

Es lo que la teología cristiano-sionista imprime ideológicamente en el nuevo evangelismo made in USA, y es sumamente eficaz porque guarda correspondencia con el sistema de creencias del individuo moderno –y en proceso de modernización– que subjetiva muy bien el mundo valórico del capitalismo, que no es otro sino el impuesto por el mundo moderno, naturalizado como idolatría social o religiosidad mercantil.

Desde el 21-F se fueron magnificando ostensiblemente, gracias a los medios, las incongruencias de un gobierno que despotricaba con su antimperialismo mientras gozaba de una internacionalmente alabada estabilidad y crecimiento económicos. Se trataba de un discutible pero innegable éxito económico.

 Pero esto no caló en el imaginario social urbano, sino que empezó a pesar más la animadversión generada por una sistemática propaganda anti-Evo (y todo lo que él representaba). Una “revolución de colores” (como la que diseñó el Imperio para el Medio Oriente ampliado y se vendió al mundo como la “primavera árabe”) se hallaba en curso, protagonizada por organizaciones paramilitares juveniles, comités cívicos y universitarios alineados al discurso derechista, al compás de la narrativa mitológica imperial de “defensa de la democracia”, los “derechos humanos” y la “libertad de expresión”. 

El discurso oligárquico, sobre todo camba, fue empoderándose, gracias a la funcionalización del racismo urbano como colchón de legitimación de la ideología señorialista de toda la oligarquía boliviana.

Eso se nota en el miedo actual de los barrios ricos a toda presencia popular (por eso el discurso mediático, como portavoz oficial del golpe, necesita deshumanizar al pueblo, para lavar toda culpabilidad, por ejemplo, de la masacre de Senkata: el uso de la gasolina manchada de sangre ya no traía problemas de conciencia, porque los muertos no eran seres humanos sino “vándalos”, “dementes”, “kleferos”, es decir, los mismos argumentos que usó el último gobierno neoliberal de Goni contra aquellos gracias a los cuales hoy tienen las ciudades gas domiciliario).

El miedo al indio convertido en bloque revolucionario es lo que activa la memoria del cerco indígena a La Paz, en el siglo XVIII. El descuartizamiento de Tupac Katari es lo que cala hondo no sólo en la memoria popular sino también en el otro lado, como miedo transformado en odio a la presencia acechante de la memoria de las víctimas. Lo que se ha actualizado con este odio centenario es una dialéctica maldita: quien le cierra las puertas a la solución pacífica, le abre inevitablemente las puertas a la resolución violenta. Por eso el miedo debe transformarse en odio, para justificar la aniquilación de las víctimas convertidas, como en la Conquista, en “inferiores” y no humanos.

Por eso la ideología señorial es fascista y siempre será golpista y antidemocrática. Por eso Senkata bajó a La Paz con sus muertos, para echarle en cara a la sociedad urbana todos los ancestros que encarnaban los muertos actuales como un rotundo testimonio ante la historia: la reposición señorialista siempre significó el genocidio del otro, del que hace posible hasta la vida de la ciudad, del indio.

El miedo al indio convertido en multitud fue lo que desencadenó, desde el 21-F, la denuncia a la supuesta “eternización” del indio en el poder. Porque el único negocio estable en la Bolivia oligárquica ha sido siempre la subordinación del indio; la oligarquía puede negociar todo, pero jamás, y bajo ningún motivo o circunstancia, negociará su juramento de superioridad ante el indio. Eso es innegociable para ella, porque eso es precisamente condición de su presunta superioridad.

Pero ahora ya no sólo para la oligarquía señorial sino, por adoctrinamiento pedagógico y cultural, hasta para las clases subalternas que, en su posible ascenso social, sólo ven como única garantía de aquello, la obligada subordinación del indio. Lo que le dijo Felipe Quispe, el Mallku, a la reportera Amalia Pando (que, junto con la actual ministra de comunicaciones, fueron diseminadoras de ese odio) es la síntesis de este mal-estar cultural:

- ¿Por qué se alza en armas?

- Porque no quiero que mi hija acabe siendo su sirvienta.

La legitimidad inicial del gobierno fue menguando sistemáticamente, produciendo una transferencia de ésta a una derecha que iba empoderando en la sociedad la opción fascista. Pues no se trataba ya de un desacuerdo político sino de una declaratoria de guerra que atrincheró en Santa Cruz al regionalismo más acabado y, desde allí, se orquestó la recaptura del poder político en connivencia con los intereses imperiales.

El gobierno de Evo fue demasiado ingenuo o, como ya se sospecha, preso de una arrogante infalibilidad del entorno blancoide o q’ara. Nadie pareció aprender nada del fracaso del socialismo democrático de Allende al confiar en el supuesto espíritu constitucionalista de las FF.AA. Éstas en Bolivia siempre tuvieron tradición golpista, además de una estructura racista que nunca fue debidamente desmantelada; lo que debía de ser motivo suficiente de cambios estructurales, como fue aquella propuesta aplazada (y archivada por la jerarquía miliar) de descolonización de las FF.AA. –que propusieron además las clases subalternas del ejército– nunca tuvo el decisivo apoyo gubernamental. Lo mismo sucedía en la policía.

El racismo no es una discriminación más sino el articulador y estructurador de la sostenibilidad de una clasificación social que hace posible al poder oligárquico. Eso también se halla en el fondo del regionalismo camba, que se activó sañudamente una vez que el gobierno posibilitó la migración de población campesina del occidente a las tierras de Santa Cruz. Todo se estaba orquestando, reavivando el racismo citadino, y el gobierno miraba de palco cómo crecía una oposición que acopiaba los mejores argumentos que le brindaba una propaganda, sistemáticamente desplegada en medios y redes sociales, para atrincherarse en una oposición absoluta a todo lo que significaba gubernamental.

La magnificación de los desaciertos del gobierno desencadenó hasta en un señalamiento maniqueo que significaba la muerte civil a todo simpatizante del gobierno. Al modo nazi, se venía instaurando una kristalnacht como preludio de una vociferada “solución final”. Pero, curiosamente, todo ello supuso siempre una complicidad interna que tenía como fin, horadar sistemáticamente la legitimidad del gobierno para transferirla a una derecha que, sin casi ningún merecimiento, se veía empoderada por un creciente contingente electoral que le daba esperanzas de un triunfo electoral. Pero las encuestas previas a las elecciones no pintaban el mejor escenario para la derecha, así que era preciso montar el relato del “fraude” (lo cual era lo más admisible, dado el desprestigio –también sistemáticamente magnificado– del Tribunal Electoral).

En esta creciente desestabilización es que la injerencia imperial encuentra el mejor escenario para orquestar definitivamente una recaptura geoestratégica de Sudamérica. Después del fracaso en Venezuela y Nicaragua, intensificar la desestabilización en Bolivia se constituía en asunto de mayor importancia para la reposición de la hegemonía imperial. No sólo porque el éxito económico de la Bolivia antimperialista constituía un mal ejemplo, sino porque nuestro país apostaba por ser el corredor geoestratégico de unión comercial entre Brasil y China –originando un desacoplamiento de la geoeconomía del dólar–, es que USA pone en movimiento su geopolítica de implantación del “caos indefinido”. A lo cual hay que añadir que, con la inevitable transición mundial hacia la locomoción eléctrica, la reposición de la hegemonía imperial tiene, a nuestros yacimientos de litio, como el mejor recurso estratégico para dominar y controlar esa transición global. Por eso Bolivia podía haberse constituido en pieza clave del nuevo orden mundial multipolar, hasta que sucede el golpe…

En realidad, el verdadero “gobierno de transición” era el de Evo. Eso es lo que nadie entendió, ni siquiera el propio “gobierno del cambio”. El verdadero cambio requería una previa transición que tuviera como fin hacer de Bolivia una potencia económica. Sólo en esas condiciones podía nuestro país tener un manifiesto impacto en la transición civilizatoria global del siglo XXI. Ni siquiera los indianistas o kataristas entendieron eso, menos la izquierda fundamentalista; por eso nunca se propusieron disputarle a la derecha la transferencia de legitimidad que iba cediendo el gobierno, sino que se dedicaron a ver de palco también como se iba diluyendo el horizonte plurinacional, sin darse cuenta que, con ello, se iba perdiendo la propia posibilidad de realización de un proyecto verdaderamente nacional-indígena-popular.

Ahora que se encuentran superados por la coyuntura, no saben qué decir ante una situación de franca imposibilidad democrática. Por eso la verdadera crítica no se hace nunca contra la revolución, sino con ella y desde ella. Jamás debieron haber confundido, como lo hizo la derecha y hasta el círculo blancoide gubernamental, creer que el gobierno del MAS era el “proceso de cambio”.

Por eso hasta la izquierda opositora quedo funcionalizada por la insurrección oligárquica fascista y pudo hasta reclutar a ex defensores de derechos humanos para defender un golpe y una dictadura en ciernes. No en vano ya nos advirtió René Zavaleta: todos regresan inevitablemente a su origen de clase. Con semejante convocatoria señorialista, orquestar el relato del “fraude” ya no era nada difícil en una sociedad que estaba dispuesta a creerlo todo, como que Evo tenía cuentas personales en el Banco del Vaticano o que los cocaleros del Chapare tenían un ejército narcoterrorista propio (la masacre en Sacaba desmintió por completo esa leyenda urbana).

El éxito y la eficiencia de ese tipo de propaganda basado en las fake-news del mundo de la posverdad, es algo que no ha merecido ningún serio tratamiento por el análisis político y que constituye un verdadero caballo de Troya en la opinión pública. En Bolivia, la activación de las fake-news encontró, en el racismo citadino, el recipiente ideal para vaciar en éste un bombardeo sistemático de calumnias, mentiras e infamias que terminaron por contaminar e intoxicar completamente la discusión política (esto se ve claramente en las redes sociales). Nunca, como hoy, la discusión política se ha vuelto un literal aniquilamiento mutuo.

Por eso la apuesta fascista se fue haciendo apetecible, porque la aniquilación del otro se fue justificando con el recurso maniqueo de la lucha del bien contra el mal. Y eso es lo que vimos en las vísperas y en la ejecución del golpe. Todo eso jamás estuvo en la ponderación de los supuestos “críticos” del MAS que, ni siquiera por prudencia, marcaron distancia con esta presencia fascista en la movilización pre y post electoral (aun hoy en día dan serias muestras de ceguera interpretativa de la realidad política).

Por eso no saben qué decir ante las insensatas declaraciones de Camacho; pues tendrían que hacerse la autocrítica y admitir que actuaron de tontos útiles y algunos hasta de cómplices comedidos del golpe. Y tendrían que reconocer que el relato del “fraude” fue promovido por los operadores golpistas bolivianos en Miami y Washington y no fue nunca una constatación fáctica (la misma suspensión del TREP fue producto de un hackeo, como ya lo afirman centros de investigaciones, hasta en USA, y que piden a la OEA una pública retractación de un informe además demasiado ambiguo); quienes además cabildearon con congresistas republicanos como Marco Rubio, Bob Menendez, Ted Cruz, como se demuestra en develaciones que se hace desde USA, los cuales sirvieron de nexo final con el ala radical de los halcones straussianos injertados en el régimen de Trump. Eso explica la elección de bravucones envalentonados para conformar el gobierno de facto que, en la actual confrontación con Argentina, México y España, sólo dan muestras de supina ignorancia en materia diplomática. Lo cual significa ya, con la expulsión de personal diplomático de España y México, la aplicación de la fase amplificada del golpe.

El plan en ciernes que piensan implementar en la región apunta a la producción de Estados fallidos, o sea, la demolición sistemática de procesos democráticos sin resolución posible; por eso se provoca en Bolivia un aislacionismo premeditado por la confrontación diplomática hasta multilateral. Si todo este gobierno de facto se encamina a desmantelar todas las conquistas sociales y populares, y terminar con la soberanía nacional, entonces, inevitablemente, por la respuesta y resistencia popular, se provocará un Estado fallido al borde de la guerra civil, y esa sería razón suficiente para una intervención que propicie USA hasta con algún país vecino servil a sus intereses, justo como se pretendía hacer con Venezuela.

Por eso también, creer que este gobierno de facto garantizará elecciones limpias, es creer en un cuento de hadas contado por Hollywood. El Imperio está en desplome vertical y como ya advirtieron los halcones: “si caemos, haremos todo lo posible para que el mundo entero caiga con nosotros”. Por eso la apuesta no es ni siquiera mantener gobiernos títeres. Si ya no les sirve algún peón lengua suelta o un expresidente vacilante, o un gobierno ineficaz a la Guaidog, no les importará en lo más mínimo la remoción hasta fratricida del poder. Hace rato que las formas educadas y diplomáticas han desaparecido de la política exterior del Imperio.

Lo único que aún le da cierto margen de acción a Latinoamérica es la grave crisis interna, al borde de la guerra civil, que no se dice, pero que el régimen Trump y el radicalismo WASP han desatado. Con la probable ruptura de relaciones diplomáticas de Bolivia con varios países de la región, el plan del Medio Oriente ampliado transferido al Arco sudamericano, cobra una fisonomía sumamente peligrosa: la beligerancia diplomática como abono de una desestabilización continental, como antesala de la diseminación de “caos indefinido”, o sea, la implantación de la doctrina “core and the gap”.

Esta doctrina fue concebida por el secretario de Estado del régimen Bush, Donald Rumsfeld y su consejero, el almirante Arthur Cebrowski; y consiste en dividir al mundo en dos ámbitos, en un escenario post-imperial: el mundo del orden, donde las potencias sobrevivientes puedan hacer negocios, y el mundo del caos, sumido en un infierno indefinido, donde USA se asume como el único administrador de un mundo secuestrado y bajo chantaje continuo.

Se trata de un apocalipsis implantado que requiere, por eso, la narrativa cristiano-sionista para generar una resignada aceptación global, sobre todo en el mundo del orden; donde la sociedad que imaginaba George Orwell se haga la única realidad: el panóptico global. Por eso hay que leer al revés la propaganda imperial: cuando denuncia “totalitarismo”, “autoritarismo”, “violación de los derechos humanos”, de “la libertad de expresión”, de “la democracia”, etc., se retrata a sí mismo y lo que pretende implantar de modo absoluto y definitivo; como lo que, precisamente, está ocurriendo en Bolivia.

El probable “infierno” a producirse en el Sur, requiere de una nueva hermenéutica, porque ya no se trata de un concepto teológico, sino que ahora actúa como una categoría geopolítica. Saber a lo que verdaderamente nos estamos enfrentando y cómo podríamos revertir una situación extendida a todo el continente, precisa que los pueblos vecinos no vean al golpe orquestado en Bolivia como algo particular sino como la irradiación estratégica de la geopolítica imperial de sobrevivencia ante las nuevas superpotencias emergentes.

Todo lo presenciado en Medio Oriente pretende transferirse a Sudamérica. Que Bolivia sea centro de esta apuesta imperial no es casual; porque Bolivia es la política: lo que en otras latitudes sucede de modo superficial aquí sucede de modo esencial. Si la revolución democrático-cultural se originó con la “guerra del gas” en El Alto; ahora, otra vez, El Alto, Senkata, le ha puesto nombre a una nueva revolución con alcances continentales: la “guerra del litio”.

Por eso el Imperio puede calcular todo, menos el factor decisivo en toda lucha, el factor pueblo. Esto es lo imposible de cálculo, porque la vida es incalculable e innegociable y un pueblo, en tanto que pueblo, es siempre portavoz de la vida toda. Por eso el actual repliegue táctico popular no es ninguna capitulación, sino acumulación de memoria histórica. El pueblo vuelve a ser comunidad y, desde allí, es que puede definir el presente y redimir toda la historia hecha actualidad y hasta restaurar sus horizontes negados y excluidos. Esa capacidad es exclusiva del “pueblo en tanto que pueblo”, del pueblo como “resto crítico”. Ese es el “resto” que el Dios de la vida escoge como “Supueblo”: “porque escogió Dios a los humildes para vencer a los poderosos”. Y los poderosos son los que ahora constituyen Imperio y tienen, a los poderes fácticos, como institucionalidad mundial al servicio de la marca de la Bestia: el dólar.

La Paz, Chuquiago Marka, Bolivia, 30 de diciembre de 2019


- Rafael Bautista S. es autor de: “El tablero del siglo XXI: geopolítica des-colonial de un nuevo orden post-occidental”. yo soy si Tú eres ediciones, 2019. Dirige “el taller de la descolonización”

https://www.alainet.org/es/articulo/204026

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